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»Perfectamente. ¿Y cómo ha sido el entrar usted en relación con este asunto, Poirot? Este sector del país le es ajeno, ¿no? Usted me parece que ha vivido siempre en Londres. Vivía allí al menos, cuando nos conocimos.

—Vivo todavía en Londres. Me ocupo de este asunto a petición de una amiga, la señora Oliver. ¿Usted se acuerda de la señora Oliver?

Spence levantó la cabeza y cerró los ojos, reflexionando, al parecer.

—¿La señora Oliver? Creo que no.

—Se dedica a escribir libros. Novelas policíacas. Haga un esfuerzo… Usted la conoció por la época en que me indujo a realizar las investigaciones concernientes al crimen de la señora Macginty. Naturalmente, se acordará de la señora Macginty…

—¡Dios mío! Claro que me acuerdo. Pero de eso hace mucho tiempo. Me echó usted una mano entonces, Poirot, una mano que me vino muy bien. Requerí su ayuda y usted no me la regateó precisamente.

—Me sentí muy halagado cuando decidió consultar conmigo los detalles del caso —manifestó Poirot—. He de decir que me sentí desesperado en una o dos ocasiones. El hombre a quien teníamos que salvar era un tipo difícil, por el que apenas se podía hacer nada. Era el individuo clásico, decidido a no intentar nada que pudiese resultar favorecedor. Había que salvarle de la última pena, creo… ¡Ha transcurrido tanto tiempo desde entonces!

—Se casó con aquella muchacha, ¿no? La primera, ¿verdad? No hubo nada que hacer con la de los cabellos rubios, ¿eh? Me pregunto cómo les irá en la actualidad. ¿Ha tenido noticias de ellos?

—No —dijo Poirot—. Presumo que todo les marcha a las mil maravillas.

—No sé qué es lo que esa muchacha vería en aquel hombre.

—He aquí una de las grandes cosas de la Naturaleza —comentó Poirot—. Muy frecuentemente, un individuo carente de atractivos resulta atrayente e incluso enloquecedor a los ojos de algunas mujeres. Lo único que cabe esperar después de observar un fenómeno de este tipo es que los jóvenes en cuestión se casen y vivan felices el resto de sus vidas.

—No creo que aquella pareja consiguiese vivir feliz de tener en su casa a la madre…

—Por supuesto —dijo Poirot—. O al padrastro.

—Bien. Aquí estamos los dos hablando de nuevo de los viejos tiempos. Todo eso pasó a la historia. Siempre pensé que aquel hombre (no logro recordar su apellido ahora), debiera haber montado una funeraria. Tenía el rostro y los modales adecuados. Quizás acabara abriendo un negocio así. La chica tenía algún dinero, ¿no? Pues sí. Habría hecho un funerario estupendo. Le veo vestido de negro de los pies a la cabeza, dando órdenes a sus empleados, durante el funeral de turno. Quizás hubiera sabido hablar con entusiasmo de la madera de olmo o de teca destinada a la construcción de los féretros. Como no podía prosperar era haciendo seguros o vendiendo fincas —Spence guardó silencio unos momentos, diciendo luego, de repente—. La señora Oliver. Ariadne Oliver. Manzanas. ¿Fue así como llegó a tener contacto con este asunto? Y a esa pobre criatura la obligaron a meter la cabeza en un cubo lleno de agua, con unas manzanas a flote, en el curso de una reunión… ¿No fue eso lo que suscitó el interés de la señora Oliver?

—No creo que fuesen las manzanas únicamente la causa de su particular interés —opinó Poirot—. Es que participó en la reunión.

—¿Vivía aquí?

—No. Ella no vive aquí. Pasaba unos días en casa de una amiga, una señora apellidada Butler.

—¿Butler? Sí, la conozco. Vive no muy lejos de la iglesia. Es viuda. Su esposo era piloto de líneas aéreas. Tiene una hija. Una criatura muy atractiva. De excelentes modales. La señora Butler es una mujer encantadora, ¿no le parece?

—Apenas la conozco, pero sí, creo que es una mujer muy atrayente.

—¿Y qué relación tiene todo esto con usted, Poirot? Usted no se encontraba aquí cuando ocurrió el hecho, ¿verdad?

—No. La señora Oliver fue a verme a Londres. Estaba muy alterada. Insistió en que yo debía hacer algo.

Los labios del superintendente se distendieron en una sonrisa.

—Ya. La historia de siempre. Yo fui a verle a usted porque deseaba también que hiciese algo…

—Y yo he dado un paso adelante más —manifestó Poirot—. He venido a verle.

—¿Porque desea que intente algo asimismo? Ya le advertí que yo no me encuentro en condiciones de emprender nada.

—Está en un error. Usted, por ejemplo, puede hablarme de la gente de aquí, de las personas que habitan en este lugar. De las que se encontraban en la reunión. Está en condiciones de descubrirme la personalidad de los participantes en la fiesta. Puede hablarme de los padres y las madres de los chicos presentes en aquélla. Puede hablarme de la escuela, de los profesores, de los abogados de aquí, de los médicos. Hubo alguien que en el transcurso de la reunión consiguió que una chica se arrodillara ante un cubo de agua y manzanas, diciendo al mismo tiempo, riendo, quizá: «Voy a enseñarte el mejor método para coger una manzana con los dientes. Me sé muy bien el truco». Seguidamente, él, o ella, colocó una mano en la cabeza de la muchacha… No haría nada, ni forcejearía lo más mínimo, probablemente.

—Un asunto muy desagradable —comentó Spence—. Es lo que pensé al enterarme del caso. ¿Qué desea saber concretamente? Llevo en este lugar un año. Mi hermana vive desde hace más tiempo aquí… Dos o tres años. No se trata de una comunidad muy dilatada. La gente no suele acomodarse en estas casas indefinidamente. Va y viene. Es lo normal. El cabeza de familia trabaja en Medchester o Great Canning o en cualquier otro sitio de las proximidades. Los hijos frecuentan el colegio que hay aquí. Cuando el padre cambia de empleo, la familia se traslada. No es una comunidad integrada por elementos fijos. Hay gente que vive aquí desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, la señorita Emilyn, la profesora; el doctor Ferguson… Pero, en general, la población fluctúa bastante.

—Yo supongo —dijo Hércules Poirot—, después de convenir con usted en que se trata de un asunto repugnante, que habrá tenido ocasión de conocer a la gente de aquí merecedora de este adjetivo…

—Sí —declaró Spence—. Es en lo primero que se fija uno, ¿verdad? Y lo siguiente que uno busca en un caso como el presente en un adolescente de este tipo. ¿A quién puede ocurrírsele estrangular o ahogar a una chica de trece años? Al parecer no hay una intención sexual, ni nada que se le parezca, lo cual constituye el primer objetivo del investigador en este asunto. Ahora se dan estos sucesos en las ciudades y aldeas. También aquí veo un incremento si comparo lo que sucede hoy con lo que sucedía en mi juventud. Creo que hay muchos seres que andan sueltos cuando debían estar recluidos. Y es que tenemos los manicomios llenos hasta la saturación. Debido a esta superpoblación de las casas de salud, los médicos se ven obligados a decir a muchos pacientes: «Vuelva a la vida normal. Intégrese en el seno de la familia», etc. Más adelante, pasa lo que tiene que pasar. El desventurado o la desventurada siente el apremio extraño… y ya tenemos a la persona que es encontrada muerta en una zanja o que cae en la tentación de subir a un coche con un extraño. Muchos niños y niñas han sido víctimas de esto, pese a la reiteradas advertencias de sus padres. Pues sí, amigo Poirot, hay muchas cosas de ésas en la actualidad. Demasiadas.

—¿Cómo ve el desarrollo de los acontecimientos en el caso que nos ocupa?

—Hubo alguien en esa reunión que sintió ese apremio malsano a que acabo de aludir. Quizá se trate de una primera experiencia; puede que no… Cabe la posibilidad de que haya aquí alguien que haya tenido que ver en otro tiempo con la historia de un ataque contra una criatura. Por lo que sé hasta ahora, en este poblado no figura ninguna persona de ese tipo. Oficialmente, quiero decir. Había dos chicos en la reunión, en la edad idónea para hacer pensar mal a un investigador. Nicholas Ransom es un muchacho de buen ver, que contará diecisiete o dieciocho años, una edad muy crítica. Creo que procede de la Costa Oriental de no sé que punto de ella. No tengo nada que decir del muchacho. Me parece un ser normal, pero… ¿quién sabe? Está Desmond, a quien le fue hecho una vez un informe psiquiátrico, aunque, en definitiva, eso no quiere decir nada.