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Me dirigí a las mesas, seguido por una pequeña manada de Elois. Encontré un montón de fresas hipertrofiadas y me las metí en la boca; y no tardé mucho en encontrar varias muestras de la fruta blanca de cáscara triangular que había sido mi favorita en mi anterior viaje. Recogí un montón que consideré suficiente, encontré la esquina más oscura y me senté a comer, rodeado por una pared de Elois curiosos.

Sonreí a los Elois dándoles la bienvenida e intenté recordar los fragmentos de su sencilla lengua que había aprendido antes. Al hablar sus caras se acercaron a mí con los ojos dilatados en la oscuridad y los labios abiertos como los de los niños. Me relajé. Creo que era la facilidad del encuentro, la humanidad básica, lo que entonces penetró en mí: ¡recientemente había sufrido demasiadas experiencias extrañas e inhumanas! Los Elois no eran humanos, lo sabía —a su modo me eran tan extraños como los Morlocks—, pero eran una buena imitación.

Me pareció que sólo cerré los ojos.

Desperté sobresaltado. ¡Había oscurecido! Había menos Elois cerca de mí y sus ojos amables e incondicionales parecían brillar en las tinieblas.

Me levanté asustado. Las cáscaras de las frutas y las flores cayeron de mi cuerpo, donde habían sido colocadas por los juguetones Elois. Corrí por la cámara principal. Ahora estaba muy llena de Elois, y dormían en pequeños grupos sobre el suelo de metal. Salí por fin por la puerta a la luz del día…

¡O más bien a lo poco que quedaba dé la luz del día! Mirando frenético a mi alrededor, vi que apenas era visible una fracción de Sol —apenas una uña, apoyada en el horizonte occidental—, y al este vi un único planeta brillante, quizá Venus.

Grité y alcé los brazos al cielo. Después de toda mi determinación interna de que arreglaría las tonterías impetuosas del pasado, ¡me había dormido durante una tarde, del todo indolente!

Fui al sendero que había seguido y me dirigí al bosque. ¡Vaya con mi plan de llegar antes del anochecer! A medida que el ocaso se cerraba a mi alrededor, vi fantasmas blancuzcos y grises en el límite de mi visión. Me volví ante cada una de las apariciones, pero huían manteniéndose fuera de mi alcance.

Las formas eran, por supuesto, Morlocks —los brutales y astutos Morlocks de aquella historia— y me seguían con las silenciosas habilidades cazadoras que poseían. Mi decisión anterior de que no iba a necesitar un arma para aquella expedición me comenzó a parecer una tontería, y me dije que tan pronto como llegase al bosque buscaría una rama caída o algo similar que me pudiese servir como maza.

3. EN LAS TINIEBLAS

Tropecé varias veces en el terreno desigual, y me habría torcido el tobillo, creo, si no hubiese sido por las botas militares.

Para cuando llegué al bosque ya era completamente de noche.

Examiné la extensión malsana y húmeda de bosque oscuro. La futilidad de mi meta se me hizo evidente. Recordé que me había parecido que me rodeaba una gran cantidad de Morlocks: ¿cómo iba a encontrar al puñado malévolo que se había llevado a Weena?

Pensé en meterme en el bosque —recordaba, más o menos, el camino que había seguido la primera vez— y encontrarme con mi otro yo y Weena. Pero comprendí inmediatamente la estupidez de la idea. Para empezar, porque me había perdido durante mi enfrentamiento con los Morlocks y había acabado huyendo por el bosque más o menos al azar. Y además, no tenía protección: en la oscuridad del bosque sería muy vulnerable. Sin duda armaría una buena escabechina con algunos de ellos antes de que me redujesen, pero me acabarían reduciendo, sin duda; y de cualquier forma esa batalla no era mi objetivo.

Por eso, retrocedí un cuarto de milla hasta que llegué a un altozano que miraba al bosque.

La oscuridad me rodeaba y las estrellas emergieron en toda su gloria. Como ya había hecho una vez antes, me distraje buscando rastros de las viejas constelaciones, pero el gradual movimiento propio de las estrellas había distorsionado las imágenes familiares. Aun así, el planeta que había notado antes brillaba sobre mí, tan fiel como un verdadero amigo.

La última vez que había estudiado el cielo alterado, tenía a Weena a mi lado, envuelta en mi chaqueta para darse calor, y habíamos descansado de noche mientras nos dirigíamos al Palacio de Porcelana Verde.

Recordaba mis pensamientos de entonces: había reflexionado sobre la pequeñez de la vida terrenal, en comparación con la migración milenaria de las estrellas, y me había invadido, brevemente, un triste aislamiento al admirar la grandeza del tiempo por encima de las inquietudes terrenales.

Pero ahora, me parecía, ya había acabado con eso. Había tenido perspectivas más que suficientes de infinitos y eternidades; me sentía impaciente y tenso. Era, y siempre lo había sido, nada más que un hombre, y me había sumergido por completo de nuevo en las preocupaciones cotidianas de la humanidad. Ahora sólo mis proyectos personales llenaban mi mente.

Aparté la vista de las remotas estrellas insondables y la dirigí al bosque que tenía frente a mí. Y un suave resplandor rosa comenzó a extenderse por el horizonte sudoccidental. Me puse en pie y di unos pasos de baile, tal era mi júbilo. ¡Era la confirmación dé que después de todas mis aventuras había terminado en el día correcto, de entre todos los posibles días, en ese siglo remoto! Porque el resplandor era el fuego del bosque, un fuego que yo mismo había empezado con descuidada despreocupación.

Luché por recordar qué había pasado a continuación en aquella noche fatídica, la secuencia exacta…

El fuego que había encendido era una cosa nueva y maravillosa para Weena, y había querido jugar con las llamas rojas; me vi obligado a retenerla para que no se arrojase en la luz líquida. Luego la cogí —a pesar de sus esfuerzos— y nos internamos en el bosque con la luz del fuego señalando el camino.

Pronto dejamos atrás el resplandor de las llamas, y caminamos en la oscuridad interrumpida únicamente por pedazos de cielo azul entrevistos entre las ramas. No pasó mucho tiempo en aquella oleosa oscuridad antes de que oyese el sonido de pies pequeños, el suave arrullo de voces a nuestro alrededor; recuerdo un tirón en la chaqueta y luego en la manga.

Había dejado a Weena en el suelo para buscar las cerillas, y hubo una lucha a la altura de mis rodillas porque los Morlocks, como insectos persistentes, habían caído sobre su pobre cuerpo. Encendí una cerilla, cuando se iluminó su cabeza vi una fila de blancas caras de Morlock, iluminadas como por un flash, todas vueltas hacia mí con sus ojos rojo grisáceo, y entonces, en segundos, huyeron.

Había decidido encender otro fuego y esperar la mañana. Había encendido alcanfor y lo había colocado en el suelo. Había arrancado ramas secas de los árboles, y había encendido un fuego de madera verde…

Me puse de puntillas, e intenté mirar a lo más alto del bosque. Deben imaginarme en medio de aquella oscuridad, bajo un cielo sin Luna, y el fuego que se extendía en la parte más alejada del bosque como única iluminación.

Allá —¡lo tenía!— una línea de humo se enredaba en el aire, formando una silueta estrecha contra el brillo de fondo. Ése debía ser el sitio donde había decidido establecer el campamento. Estaba a cierta distancia —quizás a unas dos millas hacia el este, en lo más profundo del bosque—, y sin pensármelo más me metí en el bosque.

Durante un rato no oí nada más que el sonido de las ramitas al romperse bajo mis pies y el rugido remoto y somnoliento del incendio. La oscuridad sólo estaba truncada por el resplandor del incendio, y por fragmentos de cielo azul profundo sobre mi cabeza. Sólo podía ver las raíces y troncos que me rodeaban como siluetas y tropecé varias veces. Luego oí pasos a mis alrededor, tan suaves como la lluvia, y el extraño murmullo que es la voz de los Morlocks. Sentí un tirón en la manga, algo en el cinturón y dedos en el cuello.