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Dejé la mochila y la cámara en el suelo del laboratorio, y colgué el sombrero en la puerta. Como recordaba que los Morlocks habían jugueteado con la máquina, me dediqué a repasarla. No me preocupé en limpiar las manchas marrones y los trozos de hierba y moho que todavía se adherían a los carriles de la máquina; nunca me ha preocupado el aspecto exterior. Pero uno de los carriles estaba doblado; lo enderecé, comprobé los tornillos y engrasé las barras de cuarzo.

Mientras trabajaba, recordé el pánico vergonzoso que experimenté al descubrir que había perdido la máquina a manos de los Morlocks, y sentí un súbito afecto por la cosa. La máquina era una caja abierta de níquel, cobre y cuarzo, ébano y marfil, bastante elaborada (quizá como los mecanismos internos de un reloj de iglesia) y con un asiento de bicicleta incongruentemente colocado en medio. Cuarzo y cristal de roca, bañados en plattnerita, brillaban en la estructura, dando al conjunto un cierto aspecto irreal y raro.

Por supuesto, nada de eso hubiese sido posible sin las propiedades de la extraña sustancia denominada plattnerita. Recuerdo la noche en que llegó por casualidad a mis manos una muestra de ese materiaclass="underline" dos décadas atrás, un desconocido había llamado a mi puerta y me la había dado. «Plattner», la llamó. Era un tipo corpulento, varios años mayor que yo, con una extraña y amplia cabeza gris, a iba vestido con colores de selva. Me dio instrucciones para estudiar la potente sustancia que me había entregado en un frasco de medicamento. Bien, aquello había permanecido sin investigar en un estante durante más de un año, mientras me dedicaba a hacer progresos en trabajos más importantes. Pero finalmente, una tarde aburrida de domingo, cogí el frasco…

¡Y lo que descubrí, finalmente, me había llevado a eso!

Era la plattnerita, sumergida en barras de cuarzo, lo que impulsaba la Máquina del Tiempo, y hacía posible sus hazañas. Pero me halaga pensar que fue necesaria mi particular combinación de análisis e imaginación para descubrir y explotar las propiedades de esa sustancia sorprendente, en una situación en la que hombres menos capacitados hubiesen fracasado.

Había vacilado a la hora de publicar mis trabajos, ya que se trataba de un campo extravagante, sin verificación experimental. Me prometí a mí mismo que en cuanto volviese, con especimenes y fotografías, redactaría mis estudios para Philosophical Transactions; sería un famoso complemento a los diecisiete artículos sobre la física de la luz que ya había publicado allí. Sería divertido, se me ocurrió, ponerle un título anodino como «Algunas especulaciones sobre las anómalas propiedades cronológicas del mineral plattnerita», y enterrar en medio la revelación impactante de la existencia del viaje en el tiempo.

Finalmente acabé. Me volví a poner el sombrero sobre los ojos, recogí la mochila y la cámara y las coloqué bajo el asiento. Luego, sin pensarlo, fui a la chimenea del laboratorio y cogí el atizador. Sopesé su masa (¡pensaba que podría serme útil!) y lo coloqué en la estructura de la máquina.

Me senté en el asiento, y apoyé la mano en la palanca blanca. La máquina tembló como el animal del tiempo en el que se había convertido.

Miré el laboratorio, su realidad terrena, y me sorprendió hasta qué punto estábamos ambos fuera de lugar, yo con mi ropa de explorador aficionado y la máquina por su aspecto extraterreno y por las manchas y rasguños del futuro, aunque los dos éramos, en cierta forma, hijos de ese lugar. Sentí la tentación de quedarme un poco más rezagado. ¿Qué daño podía hacer el pasar otro día, semana o año allí, inmerso en mi cómodo siglo? Podría recuperar fuerzas —y curar mis heridas. ¿Estaba precipitándome una vez más en aquella nueva aventura?

Oí pasos en el corredor de la casa y vi que accionaban el picaporte. Debía de ser el Escritor que entraba en el laboratorio.

De pronto, tomé la decisión. Mi valor no crecería con el paso del tiempo aburrido y moroso del siglo XIX; y además, ya había dicho todos los adioses que me preocupaban.

Empujé la palanca hasta el fondo. Tuve la extraña sensación de girar que se produce en los primeros instantes del viaje en el tiempo, y luego vino la sensación de caer de cabeza. Creo que solté una exclamación al experimentar de nuevo esa incómoda sensación. Me pareció oír un golpe de vidrio: quizás una ventana del techo que había estallado por el desplazamiento del aire. Y, durante un breve fragmento de segundo, le vi en el quicio de la puerta: el Escritor, una figura fantasmal a indefinida, con una mano alzada hacia mí: ¡atrapado en el tiempo!

Pero desapareció, barrido a la invisibilidad por mi viaje. Las paredes del laboratorio se volvieron nebulosas a mi alrededor, y una vez más las inmensas alas de la noche y el día se agitaron alrededor de mi cabeza.

LIBRO UNO

La Noche Negra

1. EL VIAJE EN EL TIEMPO

Hay tres dimensiones espaciales por las que el hombre puede vagar libremente. El Tiempo no es sino una cuarta dimensión: idéntica a las otras en sus principales características, excepto por el hecho de que nuestra conciencia se ve obligada a viajar por ella a un paso fijo, como la punta de mi pluma sobre esta página.

Si —ésas eran mis especulaciones en el curso de mis estudios sobre las peculiares propiedades de la luz— uno pudiese girar las cuatro dimensiones de Espacio y Tiempo —convirtiendo la longitud en duración, por así decirlo— ¡entonces podríamos recorrer los pasillos del tiempo con la misma facilidad con la que cogemos un taxi a West End!

La plattnerita introducida en la sustancia de la Máquina del Tiempo era la clave de esa operación; la plattnerita permitía a la máquina girar, de forma poco usual, a una nueva configuración de la estructura del Espacio y el Tiempo. De esta forma, los espectadores que observasen la partida de la Máquina del Tiempo —como el Escritor— verían que la máquina giraba vertiginosamente antes de desvanecerse en la historia; asimismo, el conductor —yo— inevitablemente sufría mareos, producidos por la fuerza centrífuga y de Coriolis, que te hacían sentir como si te salieses de la máquina.

Por todas esas razones, el giro inducido por la plattnerita era de un tipo diferente al de una peonza, o al de la lenta revolución de la Tierra. La sensación de girar se contradecía por completo, desde el punto de vista del conductor, con la impresión de estar quieto sobre el asiento, a medida que el tiempo dejaba atrás la máquina, porque se trataba de una rotación del Espacio y el Tiempo en sí mismos.

A medida que las noches sucedían a los días, la forma nebulosa del laboratorio desapareció y me encontré en espacio abierto. Una vez más recorría el periodo del futuro en el que, suponía, el laboratorio había sido derribado. El Sol volaba por el cielo como una bala de cañón, múltiples días condensados en un minuto, iluminando un pálido y esquelético andamio a mi alrededor. El andamio desapareció pronto, dejándome al descubierto al lado de la colina.

Mi velocidad en el tiempo se incrementó. El parpadeo de noches y días se combinó en un azul profundo, y pude ver la Luna, girando en sus fases como la peonza de un niño. Y a medida que viajaba más rápido, la bola de cañón del Sol se transformó en un arco de luz, un arco que se elevaba y cruzaba todo el cielo. A mi alrededor, el clima oscilaba, y las ráfagas de nieve invernal y verde primaveral marcaban las estaciones. Finalmente, ya acelerado, penetré en una nueva quietud tranquila en la que los ritmos anuales de la Tierra misma —el Paso del anillo solar por sus solsticios— latían como un corazón sobre el paisaje.