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Los científicos del siglo diecinueve habían predicho que finalmente las fuerzas de marea del Sol y la Luna harían que la rotación de la Tierra se ajustase al Sol, de la misma forma que la Luna se veía obligada a presentar siempre la misma cara a la Tierra. Ya había sido testigo de ese fenómeno en mi primer viaje al futuro: pero era algo que no ocurriría hasta pasados muchos millones de años. Y sin embargo, ¡a poco más de medio millón de años en el futuro me encontraba con una Tierra quieta!

Comprendí que había visto de nuevo la mano del hombre en acción: dedos que descendían de los de los monos se habían extendido por los siglos con la fuerza de los dioses. El hombre no se había conformado sólo con enderezar su mundo, sino que también había reducido el giro mismo de la Tierra, eliminando así para siempre el viejo ciclo del día y la noche.

Miré el nuevo desierto de Inglaterra. La hierba había desaparecido por completo, y sólo quedaba expuesto un barro seco. Aquí y allá vi parpadeos de algún arbusto resistente —de forma similar a un olivo que intentaba sobrevivir bajo el sol implacable. El poderoso Támesis, que se había desplazado como una mina en su lecho, se encogió entre sus orillas hasta que ya no pude ver el brillo de sus aguas. No sentía que esos últimos cambios hubiesen mejorado el lugar: al menos el mundo de Morlocks y Elois había mantenido el carácter esencial de la campiña inglesa, con mucho verde y mucha agua; el efecto, reflexiono ahora, debía ser similar al de remolcar las Islas Británicas al trópico.

Imaginen al pobre mundo, con una cara vuelta siempre hacia el Sol, y la otra alejada de él. En el ecuador, en el centro del lado diurno, debía de hacer calor suficiente como para hervir las carnes de un hombre sobre los huesos. Y el aire debía de estar huyendo del lado supercalentado, con vientos huracanados, hacia el hemisferio más frío, para quedar allí congelado formando una nieve de oxígeno y nitrógeno sobre los océanos helados. Si en ese momento hubiese detenido la máquina, quizás esos grandes vientos me hubiesen arrastrado, ¡como el último suspiro de los pulmones del planeta! El proceso sólo acabaría cuando el lado diurno estuviese seco y al vacío, desprovisto de vida; y el lado oscuro quedase cubierto por una costra de aire congelado.

También comprendí con creciente terror que ¡no podía volver a mi época! Para volver debía detener la máquina, y si lo hacía me encontraría en un mundo sin aire, ardiente, tan estéril como la superficie de la Luna. ¿Pero me atrevería a continuar, hacia un futuro incierto, y esperar encontrar en las profundidades del tiempo un mundo habitable?

Ya sabía con seguridad que algo había fallado en mis percepciones, o recuerdos, de mi viaje en el tiempo. Si me era apenas creíble que durante el primer viaje pudiese haber pasado por alto la desaparición de las estaciones —aunque no lo creía—, me resultaba inconcebible que no hubiese notado el cambio en el giro de la Tierra.

No había ninguna duda: viajaba a través de sucesos que diferían, enormemente, de los que había presenciado la primera vez.

Soy un hombre especulativo por naturaleza, no me faltan nunca una o dos hipótesis; pero en aquel momento estaba tan conmocionado que no podía pensar. Me sentía como si mi cuerpo siguiese avanzando por el tiempo; pero con el cerebro todavía en el pasado. Creo que el valor que había sentido al principio era sólo apariencia porque complacientemente me sabía dirigido hacia un peligro ya conocido. Pero ahora ¡ya no tenía ni idea de lo que me esperaba en los corredores del tiempo!

Mientras me entretenía con esas elucubraciones morbosas, presencié cambios posteriores en el cielo, ¡como si el orden natural de las cosas no hubiese sido suficientemente alterado! El Sol se volvía más brillante. Y, aunque es difícil estar seguro de por qué el brillo resultaba más intenso, me parecía que la forma de la estrella cambiaba. Se extendía por el cielo convirtiéndose en un trozo elíptico de luz.

Consideré la posibilidad de que se le hubiese hecho girar más deprisa, para que se aplastase debido a la rotación…

Y entonces, repentinamente, el Sol estalló.

3. EN LA OSCURIDAD

Penachos de luz emergieron de los polos de la estrella, como enormes llamaradas. En unos pocos latidos de mi corazón el Sol se cubrió de un brillante manto. Calor y luz golpearon de nuevo la castigada Tierra.

Grité y escondí el rostro entre las manos; pero todavía podía ver la luz del multiplicado Sol que se filtraba a través de la carne de los dedos, y era reflejada por el cobre y el níquel de la Máquina del Tiempo.

Entonces, tan rápido como había llegado, la tormenta de luz cesó, y una especie de cáscara se cerró alrededor del Sol, como una boca enorme que se tragase la estrella, y caí en la tinieblas.

Aparté las manos y me encontré en medio de la oscuridad más absoluta, incapaz de ver, aunque las manchas de luz todavía me bailaban en los ojos. Podía sentir el duro asiento de la Máquina del Tiempo debajo de mí, y al inclinarme pude encontrar las esferas de los indicadores; y la máquina todavía temblaba al proseguir su viaje por el tiempo. Comencé a temer que había perdido la vista.

La desesperación se adueñó de mí, más oscura que la oscuridad exterior. ¿Acabaría tan pronto mi segundo viaje en el tiempo, con tanta ignominia? Agarré los controles, mientras mi cerebro concebía planes en los que rompía las esferas de los indicadores cronométricos y, por medio del tacto, tal vez pudiese volver a casa .

… Y supe entonces que no estaba ciego: podía ver algo.

En muchos aspectos ése fue el hecho más extraño de todo el viaje hasta ese momento; tan extraño que al principio permanecí más allá del horror.

Primero distinguí una luz en la oscuridad. Era un brillo tan tenue y extenso, similar a la aurora, y tan débil que pensé que mis ojos me estaban jugando una mala pasada. Creí ver estrellas a mi alrededor; pero eran débiles, como si su luz me llegase a través de una ventana empañada.

Y luego, bajo el débil resplandor, vi que no estaba solo.

La criatura estaba a una pocas yardas por delante de la Máquina del Tiempo; o mejor dicho, flotaba en el aire, sin apoyo aparente. Se trataba de una bola de carne: algo así como una cabeza flotante, de unos cuatro pies de diámetro, con dos juegos de tentáculos que colgaban hacia el suelo como dedos grotescos. Su boca era un pico de carne, y no parecía tener nariz. Los ojos de la criatura —dos, grandes y oscuros— eran humanos. Parecía emitir un ruido —un murmullo bajo, como el de un río— y comprendí con horror que ése era exactamente el ruido que había oído al principio de la expedición, a incluso durante mi primera aventura en el tiempo.

¿Me había acompañado esa criatura —ese Observador, como la llamé— de forma invisible en mis dos expediciones por el tiempo?

De pronto, corrió hacia mí. ¡Apareció a no más de una yarda de mi cara!

Me derrumbé por fin. Grité y, sin pensar en las consecuencias, tiré de la palanca.

¡La Máquina del Tiempo volcó —el Observador desapareció— y volé por los aires!

Quedé inconsciente; no sé durante cuánto tiempo. Desperté despacio, con la cara pegada a una superficie dura y arenosa. Sentí como un aliento cálido en el cuello —un suspiro, un toque de pelos suaves contra mi mejilla—, pero cuando me quejé a intenté inclinarme, la sensación desapareció.

Extendí los brazos y busqué a mi alrededor. Para mi tranquilidad, me vi recompensado con un choque casi inmediato con una masa de marfil y cobre: era la Máquina del Tiempo, arrojada como yo en aquel desierto oscuro. Palpé con manos y dedos los carriles y travesaños de la máquina. Estaba volcada, y en la oscuridad no tenía forma de saber si había sufrido algún daño.