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Pero me adelanto a los hechos y tal vez, por consideración hacia el posible lector en cuyas manos caiga algún día, en las décadas venideras, esta memoria, será mejor que me presente: soy el doctor Real, especialista de las enfermedades que desquician no el cuerpo sino el alma. Oriundo de la Bajada Grande del Paraná, nací y crecí en las colinas delicadas que ven llegar, desde el norte, la corriente incesante y rojiza del gran río. Con los franciscanos aprendí las primeras letras, pero cuando llegó la edad de profundizar mis estudios, Madrid les pareció a mis padres más aceptable que cualquier otro lugar como capital del saber, lo que puede explicarse por el hecho de que ellos mismos eran castellanos, y porque esperaban que hasta Alcalá de Henares no llegaría el tumulto que, partiendo de Francia, desde hacía seis o siete años sacudía a Europa. A diferencia de mis padres, a mí era ese tumulto lo que me atraía, y como ya había empezado a interesarme por las enfermedades del alma, cuando llegó a mis oídos que habían liberado de sus cadenas a los locos en el hospital de la Salpetrière, supe que era en el fervor de París y no en los claustros soñolientos de Alcalá donde proseguiría mis estudios. Como todas las otras y en cualquier período de la historia, la última década del siglo pasado fue tumultuosa; como todos los padres, los míos trataron de educarme al margen del tumulto; y, como todos los jóvenes, era justamente en el tumulto donde a mí me parecía que empezaba la verdadera vida.

No me equivocaba. En los hospitales de París descubrí una ciencia nueva, y entre sus principales representantes, al doctor Weiss. Un puñado de médicos que eran a la vez pensadores afirmaban que, de ciertas enfermedades del alma, como algunos filósofos de la antigüedad lo habían entrevisto, y aun cuando factores corporales podían ser a veces determinantes, había que buscar la causa no en el cuerpo sino en el alma misma. El doctor Weiss había ido de Amsterdam a París con el fin de confirmar esa observación; yo, mucho más joven, a enterarme de que tanto el sabio holandés como esa observación existían, y hasta podría decirse que formaban una entidad. Al tiempo de llegar, la idea se volvió una evidencia apasionada, y el doctor Weiss mi amigo, mi maestro y mi mentor. De manera que cuando decidió instalarse en Buenos Aires para ejercer según sus principios la nueva disciplina, me convertí con toda naturalidad en su ayudante. Demás está decir que antes de tomar su decisión definitiva me interrogó a fondo sobre la región y sus habitantes, pero como mi intención en esta memoria es respetar la verdad en forma escrupulosa, debo reconocer que instalarse en América había sido su proyecto desde mucho antes de conocerme, y que su interés por mi insignificante persona se acrecentó cuando supo por terceros que yo era originario del Río de la Plata. Ya en aquel entonces, las colonias españolas de América atraían a científicos, comerciantes y aventureros; la empalizada con que la Metrópoli pretendía aislarlas estaba agujereada por todos lados, de modo que era de lo más fácil colarse por los huecos, y hasta los que habían sido nombrados por Madrid para impedirlo se beneficiaban con la situación. Pero el doctor Weiss no era hombre de actuar de contrabando. Antes de cruzar el océano y, debo decirlo, con más facilidad de lo que me costó unos años más tarde atravesar un mar de tierra firme, pasamos por la Corte y unos meses después ya habíamos obtenido la autorización necesaria. Así que en abril de mil ochocientos dos, la Casa de Salud del doctor Weiss se inauguró a dos o tres leguas al norte de Buenos Aires, en un lugar llamado Las tres acacias, no lejos del río, pero en terreno alto para prevenir las inundaciones, con el triple beneplácito, que no duró mucho, de los notables locales, de las autoridades del Río de la Plata y de la Corona. Los propósitos del doctor no eran filantrópicos, pero enriquecerse era para él más bien un medio, que le permitiría proseguir sus investigaciones y, de ser posible, recuperar una parte de su inversión inicial, que le insumió la totalidad de la herencia familiar, en libros, viajes, influencias para obtener las autorizaciones necesarias, y sobre todo, en la construcción y puesta en funcionamiento de la Casa de Salud propiamente dicha, un vasto edificio de varias alas, de espesas paredes blancas y techo de tejas, en las barrancas que dominan el río. La Casa se conformaba a un modelo que existía ya en Europa, y sobre todo en París, donde varias instituciones de ese tipo habían sido fundadas en los últimos años, pero la arquitectura se inspiraba en el convento, en el beguinage, en el retiro filosófico, con vagas reminiscencias de la Academia y del Jardín de Epicuro, rechazando las cadenas, la cárcel, las mazmorras; un hospital ideal para dar reposo y cuidado que, por sus características, no podrían por desgracia aprovechar más que los enfermos ricos. Pero la intención del doctor Weiss era la de ocuparse también, por otros medios y en algún otro lugar, de los pobres, que aun cuando le hubiesen resultado indiferentes, lo que por cierto no era el caso, sus intereses científicos se lo exigían, puesto que para él las enfermedades del alma, si la mayor parte tenía sus causas en el alma misma, podían deberse en algunos casos a causas concomitantes que provenían de diferentes partes del cuerpo, junto con otros motivos exteriores, originarios del mundo circundante, clima, familia, condición, raza, vicisitudes. Que únicamente los ricos pudiesen pagarse el tratamiento da una idea de su complejidad minuciosa: cada enfermo era considerado como un caso único, con pertinencia y dulzura, en una cura de larga duración que exigía, además de tiempo, espacio, ciencia y trabajo. La Casa de Salud sustituía el hogar que los enfermos habían perdido y, consciente de que las familias ricas no sabían qué hacer con sus locos, y que, por proteger su propia reputación, no se resignaban a dejarlos errar por las calles como hacen los pobres con los suyos, hubiesen deseado encontrar un lugar que pudiese acogerlos, el doctor tuvo la idea de abrir su Casa: fue tal vez la primera de ese género en todo el territorio americano,

Desde antes de su inauguración el número de familias postulantes fue asombrosamente elevado, y si bien todas eran de Buenos Aires, a los pocos meses de empezar a funcionar, comenzaron a llegar pedidos de las provincias, del Paraguay, del Perú y del Brasil, lo cual mostró la gran necesidad que existía en América de un lugar donde se trataran, con los últimos adelantos de la ciencia, la frenitis, la manía, la melancolía y otras dolencias del alma más o menos conocidas. A decir verdad, hasta que llegamos el doctor Weiss y yo a tratar de curarlas, esas enfermedades no parecían existir entre las clases superiores de América, que es lo que corresponde inferir del silencio que imperaba en todo el continente sobre el tema, a menos que, no existiendo la ciencia capaz de identificarlas, esas enfermedades hayan sido tomadas como rasgos normales del temperamento, lo que podría explicar quizás muchos hechos incomprensibles de nuestra historia. Lo cierto es que la Casa estuvo casi llena al poco tiempo de abrir y que al año siguiente nomás el doctor empezó a evocar la construcción de un ala suplementaria.

Esa buena acogida se explica con facilidad: para quien no sabe llevarlos, los locos, si rara vez se muestran peligrosos, son siempre cansadores. Aun cuando pongan buena voluntad y sobre todo mucha paciencia, al cabo de cierto tiempo las familias terminan exhaustas. Tratar de conseguir que un loco se comporte como todo el mundo, es como querer torcer el curso de un río: no digo que sea imposible, pero únicamente un buen ingeniero, sin poseer desde luego ninguna garantía anticipada de que lo logrará, puede intentar que el agua corra en otra dirección. Para el común de la gente, el comportamiento extravagante de los locos es pura y simplemente obstinación, cuando no mendacidad. Impermeables al sentido común y a la razón, los que insisten demasiado en querer redimirlos, terminan ellos mismos viendo sus propios juicios alterados. Hay que tener en cuenta también que cuanto más rígidos son los principios del ambiente en el que viven, más sobresale la rareza de los lunáticos, y más absurdos parecen sus dislates. Entre los pobres, obligados, para sobrevivir, a profesar principios más flexibles, la locura parece más natural, como si contrastara menos con la sinrazón de la miseria. Pero una de las pretensiones mayores de los poderosos, aquella que justamente quiere fundar la legitimidad de su poder, es la de encarnar la razón, de modo que, en su seno, la locura representa un verdadero problema para ellos. Un loco pone en peligro una casa de rango desde el techo hasta los cimientos, y hace perder respetabilidad a sus ocupantes, lo que explica que en general se escondan las enfermedades del alma como si fueran males oprobiosos. También allá debe haber muchas familias que no saben qué hacer con sus locos, me dijo un día en Madrid el doctor Weiss, en la época en que esperábamos las autorizaciones de la Corte para abrir nuestra casa en el Virreynato. Para la ciencia que ha hecho de ellos su objeto, los locos son un enigma, pero para las familias en el seno de las cuales viven, un problema. Es obvio que estas complicaciones surgen cuando los signos exteriores de demencia son demasiado evidentes, porque, en los casos en que pasa desapercibida, que son mucho más frecuentes de lo que se cree, la sinrazón misma puede erigirse en principio y manejar, con la conformidad de casi todos, los hilos del mundo.

Como me doy cuenta de que en muchas de mis palabras trasunta aún hoy la influencia de mi venerado maestro, creo que es conveniente evocarlo en forma más detallada. De su físico, baste decir que delataba a primera vista al hombre de ciencia: alto, un poco grueso, las profundas entradas que dejaba en su frente rojiza un pelo rubio ceniciento, siempre revuelto, revelaban la constante actividad interior de la cabeza, un poco más grande que lo normal y bien asentada entre los hombros vigorosos. Detrás de unos quevedos enmarcados de oro que, cuando no estaban encaramados en su nariz, bailoteaban contra su pecho suspendidos de una cadenita de oro que colgaba alrededor del cuello, brillaban sus ojos de un azul clarísimo, móviles y perspicaces, ligeramente irónicos, y que, en los momentos de gran concentración, desaparecían detrás de los párpados que se entrecerraban delatando la ocupación máxima de la mente. Su cara rubicunda y franca se ensombrecía un poco cuando examinaba a un enfermo, pero a la hora de la cena, después de una jornada de intenso trabajo, el vino y la conversación eran sus placeres principales. A casi diez años de su muerte, no cometo ninguna infidencia escribiendo que su pasión por el sexo femenino, aun a una edad avanzada, era más que ordinaria y que, como ocurre a menudo en los pueblos septentrionales, las razas oscuras merecían su predilección. Los lupanares no lo amedrentaban, más aún, ejercían sobre él una fascinación desmedida, y de las mujeres casadas parecían emanar para su sensualidad incomprensibles atractivos suplementarios. Como yo era su interlocutor principal, su ayudante, su discípulo fiel, y me encontraba tan a menudo a su lado que hubiese podido confundírseme con su sombra, me convertí por razones obvias en su confidente, de modo que considero con toda tranquilidad de conciencia ser la persona que, por lo menos en el último tercio de su vida, mejor lo conoció. Después que la Casa de Salud dejó de existir y que, de regreso a Europa, por causas ajenas a nuestra voluntad, debimos separarnos, y él regresó a Amsterdam mientras que yo entraba como interno en el hospital de Rennes, del que en la actualidad soy subdirector, hasta el día de su muerte seguimos escribiéndonos y mezclando en nuestra correspondencia, con soltura y jovialidad, los tópicos científicos con los personales. Su higiene corporal era meticulosa y, si el tiempo era cálido, le gustaba vestirse impecablemente de blanco, de modo que cuando estaba en Buenos Aires, en las noches de verano, cuando después de 1a cena salía a ejercer su pasatiempo favorito, no era raro que, desde los umbrales oscuros, desde las habitaciones en penumbra, por las ventanas abiertas de par en par buscando crear una imaginaria corriente de aire, al verlo pasar, alguna voz masculina murmurara en la oscuridad, entre socarrona y comprensiva: ái va el doctor rubio a buscar putas. Creo que la mejor manera de describir al doctor Weiss tiene que ver con esa capacidad que poseía de practicar libremente sus vicios a la vista de todos sin perder respetabilidad. Probablemente la razón fuese que nunca mezclaba los placeres con el trabajo y que era hombre de palabra: jamás le oí decir una mentira ni prometer nada que no estuviese dispuesto a cumplir. Su gusto inmoderado y misterioso por las mujeres casadas lo obligaba a veces a no pocos malabarismos morales, y en dos o tres ocasiones, empujado por las circunstancias a una inevitable duplicidad, lo vi renunciar con resignación a goces que ya le estaban asegurados. De sus inclinaciones había hecho un estilo de vida, una disciplina del saber y del vivir, casi una metafísica. En una carta del último período me escribió: El instante, respetado amigo, es muerte, sólo muerte. El sexo, el vino y la filosofía, arrancándonos del instante, nos preservan, provisorios, de la muerte. Si bien no parecía establecer ninguna distinción entre sanos y enfermos, era a los enfermos a quienes trataba con mayor probidad; parecía considerar que les debía más respeto que a los sanos. Y en cierto sentido era exacto: abandonados por sus familias, que rara vez venían a verlos, los locos estaban enteramente en nuestras manos, de modo que para ellos representábamos el último puente con el mundo. Al inaugurar la Casa de Salud, el doctor Weiss nos había advertido, a mí y a los otros miembros del personal, que mentirles a los locos era un acto insensato, y que si lo hacíamos seríamos percibidos por los enfermos igual que las personas sanas perciben a esos locos que hacen todo lo posible por disimular su locura, sin darse cuenta de que son esos esfuerzos los que los traicionan. Según el doctor Weiss el engaño es superfluo porque la locura, por el solo hecho de existir, vuelve a la verdad problemática. Un detalle que me intrigaba cuando lo oía dialogar con los enfermos era que muchas veces, ante las afirmaciones más descabelladas de los locos, en sus ojos azules más que en sus labios, que se apretaban un poco, se encendía fugaz una sonrisa de aprobación.