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Un sobresalto imprevisto nos sacudió y, casi en seguida, una satisfacción no menos inesperada compensó el susto que habíamos recibido. En el silencio casi total en el que seguíamos, alertas y ansiosos, el curso de los acontecimientos, agrupados en la orilla de la laguna, fuimos atraídos por un rumor que, por lo menos para mí, resultaba difícil de identificar al principio, pero que poco a poco se fue precisando como un golpeteo de cascos de ganado resonando contra la tierra, al mismo tiempo que un tumulto de mugidos despavoridos, cada vez más cercano, llenaba el aire de la noche. Nuestro temor principal era que el ganado, el cual, de manera evidente, debía estar huyendo del incendio, y que por el estruendo que producía, debía formar una tropilla bastante numerosa, a causa del terror ciego que lo había hecho emprender la fuga en la oscuridad, no se precipitara sobre nosotros en estampida y nos pisoteara. Oíamos a los animales acercarse a toda velocidad, y empezamos a agitarnos en la negrura cuando los primeros cascos tocaron el agua en algún punto de la orilla opuesta de la laguna, y el ruido acuático que producían las patas, más los mugidos aterrorizados que resonaban en la noche (yo sentía la mano de Verdecito tirar con más fuerza todavía la manga de mi camisa) nos inducían a pensar que no podríamos evitar la catástrofe, cuando poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, algunos por el agua y otros en las inmediaciones de la orilla, los animales se alejaban hacia el extremo oeste de la laguna, donde era más playa, hasta que los oímos cruzar y seguir golpeando la tierra con los cascos mientras se alejaban a nuestras espaldas, en dirección al norte. La explicación de ese cambio brusco de rumbo la tuvimos de inmediato, con el trote de un caballo que, sin apuro, se acercaba, y que, con esa capacidad que tenía para auscultar lo invisible, Osuna reconoció, por el ruido de los cascos, como el caballo de Sirirí. Sofrenándolo a cierta distancia, el indio se identificó en la oscuridad y se unió a nosotros. A la luz de un farol y en medio de un círculo de caras ansiosas y cansadas, con su seriedad habitual contó que venía galopando a media legua al sur de nuestro campamento, cuando oyó el ganado que se precipitaba hacia la laguna, de modo que avanzando en diagonal a la carrera, interceptó la tropa, y la desvió hacia la punta oeste de la laguna. Sirirí dijo que de todas maneras eran unas pocas vacas que no hubiesen causado mucho desastre, aparte de los carros quizás, pero que venían tan asustadas que hacían ruido por muchas más de las que en realidad eran. La pericia de esos hombres para vivir en la llanura como los marineros en el mar, puede quedar demostrada por el hecho siguiente: Sirirí había acordado con Osuna y con el sargento un encuentro en la orilla del río Paraná, bien al este, pero, después de estimar el tiempo que le llevaría al fuego alcanzarnos, calculando la distancia que había hasta el río, había llegado a la misma conclusión que los otros dos expertos, decidiendo que el único lugar en las inmediaciones donde podríamos defendernos del incendio, era esa laguna en la que nos encontrábamos. Un detalle importante debe ser señalado: solo, Sirirí hubiese podido escapar del fuego con facilidad, ya que un jinete puede desplazarse diez veces más rápido que un convoy de carros. En poco tiempo, hubiese podido sacarle tanta ventaja al fuego que ese incendio que se aprestaba a devorarnos no hubiese representado ningún peligro para él. Y sin embargo, sabiendo que correría el mismo peligro que todos nosotros, había vuelto al campamento. Aparte del respeto meramente profesional que quizás le merecían Osuna y el sargento, ninguno de los otros miembros de la caravana le despertaba la menor simpatía. En el mes que había durado nuestro viaje, Sirirí nos había oído burlarnos, nos había visto pisotear las pocas cosas que en este mundo eran sagradas para él, las pocas verdades en las que según él valía la pena creer, y más de una vez, yo había podido ver el desprecio, la rabia, el escándalo pintarse en su cara cuando juzgaba alguno de nuestros actos. Y a pesar de eso, poniendo en peligro su vida, había vuelto con nosotros. Probablemente para él no había ninguna duda de que en el fuego del infierno, los miembros de la caravana arderíamos por toda la eternidad; pero, sin que ni él ni nosotros supiésemos bien por qué, contra el fuego real que se aproximaba, se había puesto de nuestro lado.

A la madrugada, ese fuego nos alcanzó. Protegidos por su vieja enemiga, el agua, lo vimos detenerse y bailotear en la orilla de la laguna. El frente del incendio se extendía interminable, de este a oeste. La crepitación de las llamas era ensordecedora, y los pájaros ávidos que se lanzaban entre las nubes de humo para comerse los insectos chamuscados, excitándose con el calor, el peligro, el fuego, la abundancia de alimento quizás, lanzaban unos gritos atroces, extraños en un pájaro, y ennegrecidos por la noche pero tornasolándose de pronto al resplandor de las llamas, parecían haber surgido de golpe de otro mundo, de otra era, de otra naturaleza cuyas leyes eran diferentes de las de la nuestra. El incendio iluminaba todo el campo alrededor, que asumía el brillo excesivo de una fiesta un poco ostentosa, y como las llamas se duplicaban al reflejarse en la laguna, cuyas aguas se habían vuelto de un color naranja ondulante, los que estábamos adentro, metidos hasta el cuello en ese elemento llameante y rojizo, teníamos la impresión de estar atrapados en el núcleo mismo del infierno, sobre todo porque, a causa quizás de la tierra recalentada y de la interminable extensión de las llamas, nuestra piel podía percibir cómo la temperatura del agua iba en aumento, a tal punto que empezamos a preguntarnos, en nuestro fuero interno desde luego, porque aparte de los hermanos Verde, que no había modo de hacer callar, nadie hablaba, si de un momento a otro no iba a hervir. El humo, que a la distancia parecía firme y duro como una muralla, era de cerca un fluido turbulento que se retorcía locamente, y entre cuyas masas agitadas y espesas, que cambiaban a cada momento de color, subían de golpe, para explotar en el aire y partir en todas direcciones como proyectiles, columnas furiosas de chispas y de materia ígnea que pasaban volando y crepitando sobre nuestras cabezas o se precipitaban sobre nosotros, o en el agua donde se apagaban súbitamente convirtiéndose en unos diminutos cabitos negros que flotaban en la superficie, o si no, sobrevolando la anchura entera de la laguna, iban a caer del otro lado, más allá de la orilla, donde algunos fueguitos dispersos habían empezado a arder. Verdecito se me colgó del cuello y me murmuraba en el oído, una tras otra, frases incomprensibles, pero su hermano mayor había terminado por callarse, y permanecía rígido y demudado por el terror, con el agua hasta el cuello, pero de espaldas a las llamas, para no verlas.

Era difícil calcular la anchura de ese muro de fuego; lo cierto es que el incendio costeó la laguna y siguió extendiéndose hacia el norte, así que en un determinado momento la superficie oval de la laguna, con nosotros adentro, los caballos que un grupo de soldados trataban a duras penas de retener, y que sólo lo lograron porque los habían maneado y atado entre varios, los perros que se hartaron de ladrar y los animales salvajes que por nada del mundo querían alejarse del agua, los pájaros que revoloteaban por el aire rojizo, ese espejo acuático que habíamos visto tan apacible y liso al atardecer, parecía una pesadilla oval pintada por un artista demente, y engarzada en un marco de llamas.

Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que había amanecido, pero que el humo ocultaba la luz del sol. No únicamente el humo; puntual, como lo había anunciado Osuna, la tormenta de Santa Rosa estaba llegando desde el sudeste: era la mañana del treinta. El fuego pasó de largo, siguiendo hacia el norte, y cuando el humo empezó a disiparse, vimos que el cielo se cubría de unas nubes espesas, de un gris azulado. Todo a nuestro alrededor, el campo estaba negro, pero sembrado de pequeños rescoldos rojizos, igual que un cielo nocturno agujereado de estrellas. Del suelo negro como el carbón brotaban muchos hilitos de un humo claro y exhausto, que se volvían invisibles a un metro de altura. No habíamos perdido un solo hombre, un solo animal, un solo carro. Pero a pesar de que el fuego, en su estúpido viaje hacia el norte, por esa vez, nos había acordado un nuevo plazo, no podíamos salir del agua, porque la tierra debía estar ardiendo todavía, como el piso de un horno de barro. El vasco se encaramó a su carro, desapareció en cuatro patas en el interior, y volvió a salir con tres porrones de ginebra que arrojó al aire y que los soldados, diestros y vivaces a pesar de la fatiga y del calor abrasador, abarajaron. Los porrones empezaron a pasar de mano en mano y al poco rato los ánimos reverdecían. Salvados del fuego porque sí, ya no teníamos mucho que perder. Consumiéndonos, las llamas hubiesen consumido también nuestro delirio, que era lo único verdaderamente propio que nos distinguía de esa tierra chata y muda. Y puesto que, indiferentes, casi desdeñosas, habían pasado de largo sin siquiera detenerse para aniquilarnos, nuestro delirio, intacto, podía recomenzar a forjar el mundo a su imagen.

La lluvia densa que cayó un día entero, atravesada de relámpagos aterradores que fueron para nosotros un nuevo motivo de pavor, no únicamente apagó los rescoldos y enfrió la tierra, sino que incluso restauró el invierno que habíamos perdido al promediar nuestro viaje, topándonos con ese verano indebido que trastocó el orden natural de las estaciones. Ahora sí, con el invierno vuelto a su lugar, se podía esperar la primavera. Durante dos o tres días viajamos lentos por una tierra negra, muerta, cenicienta, que una llovizna helada penetraba y volvía chirle, en un amasijo de pasto carbonizado, barro y ceniza. El cielo era igual de negro que la tierra y el agua que caía sin descanso, gris y glacial. Galopábamos exhaustos, reconcentrados, ateridos y lerdos, un poco irreales, habiendo casi olvidado, después de tantas vicisitudes, la razón de nuestro viaje. Pero al cuarto día, los campos quemados quedaron atrás, y en los que atravesábamos, siempre en dirección del sudeste, unos atisbos de verde tierno empezaron a divisarse entre los pastos muertos del invierno que terminaba. Al quinto, el sol había vuelto a salir en un cielo azul en el que no se veía una sola nube, y a través de un aire limpio y clarísimo a causa de la lluvia, cruzamos unos reseros, y a la tarde nomás avistamos las primeras chacras. La gente nos saludaba al pasar, y se quedaba mirándonos a causa de nuestro aspecto poco común, ya que, sucios y ennegrecidos por el sol y también por el fuego, el humo y la ceniza, exhaustos y miserables, no parecíamos ni resignados ni amargos. En los patios, los durazneros, con su impaciencia habitual, se habían llenado de flores rosas. Yo me quería un poco más a mí mismo que al principio del viaje y el mundo, contra toda razón, me pareció benévolo ese día. A la mañana siguiente, a unos quinientos metros en dirección del río, sobre la barranca, avistamos un largo edificio blanco y, en los fondos, tres altas acacias. Como en la cuarta Bucólica, las Parcas, por esa vez, dijeron que sí.