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Me han dicho que en la actualidad (1835 más o menos según mis cálculos. Nota de M. Soldi) se degüella fácil por esas tierras; en mi época, era el fusilamiento lo que parecía estar de moda. De ese final luctuoso y, en resumidas cuentas, bastante degradante, nos salvó un aliado imprevisto, el cónsul inglés, el cual pensaba de nosotros -se me perdonará que por hacer más fluido mi relato le atribuya a un diplomático, inglés por añadidura, la facultad de pensar- que éramos un par de charlatanes, aunque en realidad sospechaba, con justa razón por otra parte, que el doctor Weiss y yo, que solíamos cruzarlo a menudo en las reuniones mundanas, nos dábamos algunas panzadas de risa a su costa. Poco tiempo después de haberse instalado de nuevo en Amsterdam, el doctor me escribió: Hénos aquí sanos y salvos otra vez en Europa, y eso gracias a míster Dickson. El pobre, dividido como está entre su odio a España por razones comerciales y su odio a todo lo que es revolucionario por idiosincrasia nacional, se encuentra siempre sirviendo a dos amos a la vez sin tenerle simpatía a ninguno. Y sin embargo, su sentido del honor, sin ningún asidero en la realidad, nos salvó la vida. No creo ofender a nadie explicando, veinte años más tarde, las alusiones que contiene la carta del doctor.

Desde hacía unos meses, en la Casa se encontraba internado un joven chileno enfermo de melancolía, cuyo padre, por haber elegido la causa de España, había sido ejecutado bajo el cargo de alta traición en Valparaíso. Un espía del gobierno informó a un jefe militar de Buenos Aires sobre la presencia del joven chileno en Las tres acacias, y el jefe militar sostenía que el doctor y yo, pretextando su enfermedad, lo manteníamos en la Casa para protegerlo, que en realidad no estaba enfermo sino prófugo, lo cual probaba según ese militar que, como algunos lo sospechaban, éramos espías del rey de España. El joven, presa de la más honda melancolía, estaba enfermo grave y, como es natural, nos negamos a entregárselo. Pero cuando los emisarios del militar se retiraron, el doctor Weiss, con expresión preocupada, me explicó que tanto él como el militar sabían que el joven chileno no era más que un pretexto, y que las verdaderas razones eran las sospechas inconfesables del militar de que su mujer lo engañaba con el doctor: sospecha calumniosa, suspiró el doctor, porque Mercedes y yo ya hace seis meses que hemos dejado de vernos. En cierto sentido, fue la incomprensible inclinación de mi querido maestro por las mujeres casadas lo que estuvo a punto de llevarnos ante el pelotón de fusilamiento.

Dos o tres días más tarde nos arrestaron, amenazando al personal para obligarlo a volverse a sus casas. Dos hombres nobles que, preocupados por los enfermos, volvieron clandestinamente a la Casa, fueron azotados, estaqueados, y enrolados por fuerza en el ejército. Con saña y deliberación el edificio fue saqueado y destrozado mientras que, aterrados, los enfermos se dispersaron. El doctor y yo estuvimos presos en el campamento del jefe militar durante tres semanas hasta que un día, al alba, nos vinieron a buscar, y haciendo bromas y diciendo que nos iban a fusilar, nos llevaron al campo, y después de darnos unos golpes nos montaron semidesnudos en un solo caballo en pelo -yo llevaba las riendas- y nos liberaron.

En Buenos Aires, el doctor fue a pedir cuentas al gobierno por la conducta imperdonable de ese militar, y de esa manera nos enteramos del detalle más horrible de nuestra aventura: a pesar de su enfermedad, el joven chileno había sido arrestado por orden del militar, y fusilado al día siguiente bajo el cargo no menos ignominioso que falso de traición. La pena y la furia nos tironeaban, haciéndonos vacilar entre el agobio y la venganza, pero lo más urgente era salir en busca de los enfermos que la soldadesca había dispersado, de modo que, con el apoyo de nuestros protectores, formamos una partida y salimos a la inmensidad de la llanura para tratar de encontrarlos. El fiel Osuna, para quien los años no parecían pasar, nos guiaba por ese espacio uniforme y, como él, siempre idéntico a sí mismo, en el que él solo era capaz de distinguir los detalles y los matices. Pero durante las semanas en que los buscamos día y noche, ni un solo rastro descubrimos de los enfermos que los militares habían dispersado. Años más tarde, hasta el día de su muerte a decir verdad, el doctor y yo seguíamos especulando en nuestra correspondencia sobre las explicaciones posibles de esa desaparición total y repentina.

Por primera vez pude observar en las facciones del doctor el reflejo de una pasión hasta entonces desconocida en él, el odio, y un sentimiento que me entristecía todavía más: el remordimiento. Durante varios días, deambuló silencioso y sombrío por entre el desorden enconado que la soldadesca había dejado en la Casa, el huerto y los jardines pisoteados, las plantas arrancadas de cuajo, los vidrios rotos, los muebles hechos pedazos, los libros deshojados y chamuscados, los papeles dispersos. Los años más fecundos de nuestra vida acababan de ser destruidos sin razón alguna por la barbarie que, para disimular sus instintos inconfesables, pretendía erigirse en orden y en ley. Debo hacer notar también que de los pensionistas que acogía la Casa blanca del doctor Weiss, a pesar de que hasta sus propias familias los habían repudiado, ninguno hubiese, abandonados por la razón y todo como estaban, cometido esos actos incalificables, lo que podría probar -argumento que le escuché varias veces formular al doctor- que la razón no siempre expresa lo óptimo de la humanidad.

Esa noche dormimos en las ruinas, y al día siguiente nos instalamos en Buenos Aires con lo que logramos salvar del desastre; algunos libros, cinco o seis páginas de un herbario, el busto de Galeno que por milagro quedó intacto. Pero la pesadumbre sin fondo que parecía haberse apoderado del doctor duró poco, porque tres o cuatro días más tarde una determinación nueva, y tan intensa que me inspiraba un poco de pavor, apareció en su cara. Cuando estuvo convencido de que la pondría en práctica, una chispa de satisfacción grave, casi solemne, se instaló en su mirada. Una noche, de vuelta de una fonda, con la locuacidad que le daba el vino, me explicó su plan: retaría a duelo al militar. Esa idea insensata, que equivalía a un proyecto de suicidio, el doctor me la expuso con su claridad lógica acostumbrada, y tan satisfecho de su evidencia racional, que daba la impresión de haber olvidado sus numerosos años de práctica médica, durante los cuales su preocupación principal había sido la de desmantelar, con paciencia y penetración, las falacias alucinatorias de los enfermos de las que ellos, igual que el doctor ahora, eran incapaces de ver por sí mismos la concatenación descabellada. Según el doctor, el militar no dejaría de perseguirnos, lo cual era sin duda exacto, y no teníamos más alternativas que huir o enfrentarlo. Pero era evidente que no podíamos ir a buscarlo a su campamento, en el que la superioridad numérica de sus tropas era un obstáculo insalvable, ni asesinarlo en la vía pública, ni denunciarlo a las autoridades, de las que de todos modos formaba parte y sobre las que tenía una fuerte influencia. Tampoco podíamos tenderle una emboscada (no hago más que enumerar las opciones, a cual más absurda, que iba proponiendo el doctor). Según él, el ofenderlo delante de testigos, obligándolo a batirse a duelo, presentaba dos ventajas fundamentales: primero, el incidente contribuiría a difundir en la población, y quizás en todo el mundo civilizado, el vandalismo del militar, la destrucción de la Casa, el fusilamiento del joven chileno y la dispersión de los enfermos y, segundo, y esto lo expresó con el orgullo un poco pueril de quien acaba de construir un silogismo sin fallas, el duelo era la única opción que autorizaba una esperanza lejana de salir vivos de la aventura. Al mismo tiempo, la provocación haría recaer toda la responsabilidad sobre su persona, poniéndome al abrigo de represalias. (Este desvelo delicado por mi seguridad, era desde luego una confesión tácita del origen galante de todo el conflicto.)

Tan inatacable le pareció al doctor el programa suicida que acababa de exponerme que, frotándose las manos, me dijo con su habitual falta de hipocresía que una vuelta por el lupanar le refrescaría las ideas y me dejó en la calle oscura y fangosa, aterrado por lo que se avecinaba. La huida me parecía, sin ninguna duda posible, la más sensata de las soluciones. Es verdad que el doctor no era de aquéllos que, con el pretexto del estudio, descuidan el mantenimiento del cuerpo, pero ya no era un hombre joven, y además su adversario, en tanto que militar, era un verdadero profesional de la muerte. El desenlace de ese combate desigual era inequívoco. Pero el brillo satisfecho en la mirada del doctor Weiss me privaba de antemano de toda veleidad de disuadirlo.

Ideas tan descabelladas como las suyas empezaron a acosarme. Nada estimula más el desvarío que enfrentar una situación para la que no se estaba preparado; tan inmanejable como para el salvaje el minué, para el avaro el despilfarro, eran para nosotros, hombres de aulas y de bibliotecas, el poder arbitrario y la violencia. Se me ocurrió que podía adelantarme al doctor y provocar yo mismo un duelo con el militar, del que mi juventud me acordaría más posibilidades de salir victorioso, pero si por si acaso hubiese llegado a costarme la vida, hasta el día de hoy estoy seguro de que nadie hubiese podido disuadir a mi maestro de provocar a su vez al causante de todos nuestros problemas, de modo que mi sacrificio no hubiese servido de nada. Convencerlo de huir hubiese supuesto un esfuerzo agotador, pero sobre todo inúticlass="underline" sólo alguien que como yo conociera la ductilidad elegante de su pensamiento podía ser capaz de distinguir su determinación de la mera testarudez. Una vez que tomaba una decisión era poco probable, por no decir imposible, que algo o alguien pudiese impedirle ponerla en práctica. Avanzando casi a tientas por las calles fangosas de Buenos Aires, muchas soluciones igualmente imposibles y fragmentarias me asaltaban en confusión y parecían eficaces durante algunos segundos hasta que, mostrando su carácter absurdo, con la misma febrilidad con que se habían erigido en el interior de mi cabeza, fugaces, se desmoronaban. Únicamente cuando recuperé la tranquilidad de mi cuarto y, sobre todo, la posición horizontal, y el cansancio del día empezó a disiparse, mis ideas fueron haciéndose más claras, permitiéndome concebir la solución que, no por ser la más novelesca, dejaba de ser la más sensata: ir a hablar con la esposa del militar.