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– ¿Suerte, Watson?-dijo dando media vuelta al púgil y empujándolo hacia la salida de la calle-. ¿Cuándo me ha visto usted confiaren la suerte? La derecha de este hombre está muy maltratada, mientras que su izquierda está casi normal, lo cual hace evidente el hecho de que prefiere boxear con la derecha y que, desde luego, golpearía primero con ella. Por tanto, yo me moví a su izquierda. Como puede ver, le han roto varias veces la nariz, lo cual me dijo que no sería especialmente vulnerable a un directo en ella. Por tanto, cuando me moví a su izquierda, le golpeé el riñón y luego el plexo solar, allí donde los pulmones almacenan la mayor parte del aire. Ya estaba indefenso cuando le propiné los siguientes dos golpes a los nervios de la mejilla y el cuello.

– Discúlpeme, Holmes -dije, con algo de sarcasmo, mientras volvíamos a la calle y empezábamos a buscar un policía-. Nunca debí pensar que podría llegar a necesitar mi ayuda.

– Todo lo contrario, Watson. Me quedaba por saber cuál era el arma que llevaba consigo, si es que llevaba alguna. De habernos tenido que enfrentar a armas de fuego, habría agradecido que le disparase certeramente entre los hombros. Soy un observador de la naturaleza humana, un aficionado al campo de la anatomía humana y un detective consultor, pero, desde luego, no soy un inconsciente.

Encontrar un policía y explicarle la situación resultó ser algo más difícil de lo que le habría gustado a Holmes, pero por fin encontramos uno, un viejo amigo a punto de jubilarse que reconoció a Holmes y que se alegró de poder serle útil. Estuvimos ante el edificio de Bellowdnes Road menos de una hora después de dejar el 221B. Holmes parecía animado y despejado pese a no haber dormido en las últimas veinticuatro horas.

– ¿No se habrán ido? -pregunté mientras llegaba a la puerta.

– ¿Por qué iban a hacerlo? No tengo que estar en Dartmoor hasta las siete. Creen haberme engañado y esperarán a recibir la confirmación de mi muerte a manos de Malcom Bell, que debería traerles el caballero que acabamos de entregar a la policía. 1'enga el arma preparada, Watson. El final de este singular caso está próximo.

Probó el tirador de la puerta y, al no poder abrirla, llamó con fuerza. La puerta se abrió casi de inmediato y Holmes entró al interior, empujándola aún más para descubrir a una corpulenta mujer morena vestida de negro.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó ella con indignación.

– Devolver esto -dijo enseñando el frasco.

– Esto no es… -empezó a decir, pero fue interrumpida por una voz de hombre que surgió de las sombras del interior.

– Basta, Rose -dijo el hombre-. Lo sabe.

– Haga el favor de salir a la luz -dije con aplomo, apuntando con mi Webley a la oscuridad e intentando aparentar que podía verlo claramente. Afortunadamente, cojeó hasta la polvorienta penumbra del pequeño umbral.

– Supongo que son parientes de Malcom Bell -dijo Holmes.

– Yo soy su hermana Rose y éste es mi esposo Nicholas -dijo la mujer.

Entonces, de pronto, empezó a derrumbarse y el hombre avanzó para servirle de apoyo.

– Me temo que Malcom Bell va a sufrir una última decepción -dijo Holmes.

Una fría ráfaga de aire me azotó el cuello y seguí a Holmes al interior de la casa, cerrando la puerta con el hombro, sin dejar de apuntar con la pistola.

– No crea-dijo el hombre, llevando a su ahora sollozante esposa hasta una tosca silla de madera-. Rose no llora porque nos haya descubierto. Malcom pensó que usted podría resultar demasiado listo. Ya tenía en su celda un frasco con veneno auténtico, y si usted aparecía por ella, pensaba cambiar los frascos, tanto si podía matarle como si no.

– Para así poder ser acusado de haber introducido el veneno -dijo Holmes-. Malcom Bell habría obtenido el mérito de haberme vencido, tanto si yo sobrevivía como si no. ¿Y si yo no me presentaba?

– Si usted no se presentaba antes de las siete, Malcom, a esa hora en punto, sacaría el frasco de su escondite y lo bebería brindando por usted y por el verdugo. Quizá no pudiera obtener su venganza, pero habría evitado la horca y la justicia de usted.

– Rápido, Watson -dijo Holmes-. La hora.

– Faltan segundos para las siete -dije sacando mi reloj del bolsillo-. No veo que podemos…

– Avíseme cuando sean las siete en punto -repuso Holmes, sacando de su bolsillo el frasco con clarete.

El hombre, la desfallecida mujer y yo, intercambiamos una desconcertada mirada, pero unos diez segundos después dije:

– Están dando las siete.

Holmes alzó el frasco.

– Por un enemigo formidable al que me complace y entristece perder.

Y se bebió el líquido ambarino hasta la última gota.

LA HABITACIÓN FANTASMA – Gary Alan Ruse

El brillante fogonazo del relámpago, seguido a continuación por el seco chasquido del trueno, tuvo lugar cerca, alarmantemente cerca, de las ventanas de nuestro piso en Baker Street, iluminando cortantemente la habitación y haciendo que me sobresaltara. Mi amigo Sherlock Holmes notó mi turbación y dejó que un asomo de sonrisa irrumpiera brevemente en su solemne faz. A continuación, volvió a centrar su atención, engañosamente casual, en el presunto cliente sentado ante nosotros.

Era media mañana de un triste y gris día de primavera, y una lluvia miserable caía en el exterior pareciendo envolver en su húmeda mortaja a todo Londres, quizá a toda Inglaterra. Nuestras lámparas de gas estaban encendidas y un pequeño y alegre fuego ayudaba a disipar la penumbra además de la humedad reinante. Y su cálido brillo resultaba muy favorecedor a nuestra visitante, una joven a quien yo calculé veintitantos años. Era hermosa de una forma serena, y sus modales eran cordiales y femeninos, pese a su postura decorosa y ceñudo semblante. Holmes parecía intrigado por ella, sus ojos avisados la estudiaban con curiosidad analítica, y, también, con lo que me parecía anticipación. Yo no dudaba que esperaba reencontrar la excitación de un caso tras pasar varias semanas de aburrimiento. Pero, ¿qué horribles eventos o actos miserables podían acechar a una joven tan corriente y agradable?

– Le ruego que continúe -le dijo Holmes-. Iba a decimos lo que la trae aquí con un tiempo tan espantoso. Watson, quizá a la señora le gustaría una taza de té.

– Sí, gracias -replicó ella cuando yo me levanté y crucé hasta la mesa donde esperaba una humeante tetera en la bandeja de la señora Hudson.

La joven asintió agradecida al aceptar la taza y le dio un sorbo. Después, pareció prepararse mentalmente para lo que iba a decir.

– Ha sido muy amable aceptando verme, señor Holmes, habiéndole avisado con un poco tiempo.

– En absoluto. Ha venido en buen momento.

– Empezaré diciéndoles que me llamo Grace Farrington, y que necesito su consejo con urgencia. Si parezco titubear al hablar, es sólo por temor a que, cuando le haya contado mi historia, en el peor de los casos me considerará una loca, y en el mejor una necia.

– Entonces no tema por ello. Puede hablar libremente y estar segura de recibir toda nuestra respetuosa atención.

– Quiero que sepa que soy una mujer racional -aseguró-, poco dada a vuelos de la imaginación, o a delirios de ninguna clase. No creo en fantasmas, ni en aparecidos, ni en espiritismos. Pero he visto algo que desafía toda explicación.

Holmes inclinó ligeramente la cabeza, llevándose a los labios sus entrelazados dedos.

– ¿Cuándo y dónde ocurrió ese suceso?

– Hace una semana, bien avanzada la noche, en la mansión de mi tía abuela lady Penélope, viuda del difunto vizconde de Thaxton-replicó-. La mansión está en Surrey, cerca de Woking. Debería explicar antes que el día anterior había vuelto a Inglaterra tras una larga ausencia.

– Sí -dijo Holmes secamente-. Noto que ha estado usted recientemente en la India, con su marido, un oficial del ejército de Su Majestad.