– Señor Holmes -dijo Grace Farrington de pronto-. Ha mencionado la muerte de lord Henry. ¿Sospecha que tampoco fue natural?
– En absoluto, querida señora. Lord Henry murió en un accidente de caza, en Africa, aplastado por un elefante solitario. Lo tenía olvidado hasta que miré por la claraboya y vi esos trofeos. Sospecho que fue por eso por lo que lady Penélope, apenada por la forma en que murió, ordenó cerrar la sala de los trofeos, y que por eso está tan descuidada. Al parecer esta habitación no se utiliza desde entonces, excepto con fines de almacén, hasta que vuestro primo la empleó para sus malvados proyectos. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?
Holmes había estado rebuscando en el cajón inferior de la cómoda cercana a la puerta, y ahora sacaba el fruto de su trabajo. Alzó los objetos para que pudiéramos verlos.
– El sonajero, señora Farrington -anunció-. Muy antiguo, a juzgar por su aspecto. Y el guante de mujer. Las manchas que usted mencionó sólo son producto del moho y la decoloración de los años. ¿Supongo bien al decir que son los que encontró aquella noche? Pero, aquí hay algo más que usted no vio. Quizá fuera el objeto de la búsqueda nocturna de su primo.
Holmes sacó una fotografía enmarcada para que pudiéramos verla. Era de dos mujeres muy jóvenes, en pie la una junto a la otra, en un jardín muy bien cuidado. La de la derecha sostenía un bebé en brazos.
– ¿Conoce usted a estas mujeres? -preguntó Holmes.
– ¡Oh, sí!-respondió Grace Farrington-. Estoy segura de que la mujer de la derecha es mi difunta abuela. ¡Qué joven está aquí! El bebé que sostiene debe ser mi madre, pues las ropas que lleva son de niña, y los demás hijos de mi abuela fueron niños.
La otra mujer bien puede ser la propia lady Penélope, Holmes -aventuré mirando a la foto y a la mujer drogada alternativamente-. El parecido es notable, pese a la diferencia de edad.
– Concuerdo con usted, Watson.
– Sí -afirmó la señora Farrington-. Pero no lo entiendo. ¿Qué podía haber en esta foto para provocar tal fascinación en mi primo? ¿Para que tuviera que registrar estos aparadores la misma noche de mi llegada?
Holmes estudió la foto un largo momento y, a continuación, clavó su mirada grave en los delicados rasgos de Grace Farrington.
No tendría sentido aventurar nada -dijo al fin-. En vez de eso, sugiero que los hechos provengan de la propia lady Penélope, cuando esté en condiciones. Doctor, ¿cree que es aconsejable moverla ya?
Volví a examinarla rápidamente y me sentí animado por lo que descubrí.
– Sí, su pulso se vuelve más regular. Creo que está en condiciones de hacerlo.
– Excelente -dijo Holmes, moviéndose hacia el pasillo-. Primero nos ocuparemos de poner a esos truhanes a buen recaudo, y luego improvisaremos una litera para transportar a lady Penélope a unos aposentos más convenientes. Una vez hecho eso, saldré con el procurador. Señor Trenton, necesitaré que dé su testimonio a las autoridades.
Encantado, señor-fue la respuesta del procurador.
Ah, buen muchacho. Capitán, vamos a ocuparnos de sus prisioneros.
Fue unas dos semanas después, con el tiempo notablemente mejorado, cuando Grace Farrington nos visitó nuevamente, esta vez acompañada de su marido. Entregó a Sherlock Holmes un grueso sobre lleno de billetes de banco.
De parte de lady Penélope -dijo-, en agradecimiento por sus extraordinarios servicios.
Holmes lo aceptó con una reverencia.
Es muy amable. Dígame, ¿cómo se encuentra?
Completamente recuperada. Por fortuna, su constitución es fuerte, y no tiene nada que ver con la impresión que quiso darnos mi primo. También es tan dulce y encantadora como me habían hecho creer sus cartas.
¡Maravillosas noticias!
Naturalmente, tampoco tiene problemas económicos, así que hemos vuelto a contratar a los sirvientes, y mi marido está haciendo todo lo que puede para ayudarla a arreglar los terrenos. Lady Penélope insiste en que ahora también es nuestra casa.
Entonces lodo ha salido bien -replicó Holmes. ¿Y le hicieron la pregunta de la foto?
– Así es. Me lo ha contado. Fue toda una revelación -dijo bajando un instante los ojos y sonrojándose-. Tome, señor Holmes. Se lo explica en una carta que me pidió que le entregase. Gracias. ¡Muchas gracias a los dos!
Tras esto, nos dio un abrazo a cada uno, para gran consternación de Holmes. Entonces ella y su marido nos desearon un buen día y abandonaron nuestro piso de Baker Street.
Holmes se sentó con un suspiro en su sillón, abrió la carta y la leyó en silencio durante un largo rato, pese a mi obvio interés. Entonces sonrió.
– ¡Ah! -dijo-. Tal y como sospechaba.
– ¿El qué, Holmes? No me tenga en suspenso.
– Usted notó en la mansión Thaxton que la mujer sin identificar de la vieja foto se parecía a lady Penélope, cosa muy cierta. Pero, al parecer, no notó que también tenía un notable parecido con nuestra cliente, Grace Farrington.
– ¿Con la señora Farrington? Vaya, sí. Supongo que tiene razón.
– Y con buenos motivos. Parece ser que lady Penélope, algunos años antes de casarse con lord Henry, tuvo una breve e infortunada relación con otro hombre. Tuvo un hijo, y como era joven y soltera, y de familia de alcurnia, se dispuso que su hermana adoptara al niño y lo educara como si fuese suyo.
– Entonces, ¿lady Penélope no es la tía abuela de la señora Farrington, sino su abuela?
– Así es -replicó Holmes-. Al parecer Jeremy Wollcott encontró la foto mientras exploraba la sala de trofeos, y le chocó tanto el parecido de la señora Farrington con la joven lady Penélope que tuvo que volver a verla. Irónicamente, eso fue su perdición. -Mi compañero me dirigió entonces una mirada compasiva-. Hay una cosa más. Debido a la naturaleza de esta información, lady Penélope me pide que conservemos todo este asunto en secreto, al menos hasta un previsible futuro.
– ¡Pero, Holmes! -grité-. Ya he pasado al papel todo lo sucedido.
– Vamos, vamos, amigo mío. No podemos hacer más que lo que nos pide.
Yo suspiré profundamente.
– Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto. Guardaré el relato con los demás casos de naturaleza delicada, y me limitaré a esperar que vean su publicación en alguna fecha posterior. -Guardé silencio durante un largo momento-. Pero hay algo que sigue preocupándome. El gran temple que tuvieron Wollcott y los demás para continuar con su impostura incluso después de la llegada de los Farrington, e incluso cuando nosotros entramos en escena.
– No tenían otra elección -dijo Sherlock Holmes-. Para entonces ya estaban muy metidos en su plan. Además, mi querido Watson -añadió con un guiño-, ¿cuándo ha visto usted a un actor, sea bueno o malo, que no prefiera tener una audiencia mayor?
El mes de abril del 83 siempre será recordado como la época en que mi buen amigo Sherlock Holmes y yo viajamos a Stoke Moran, en Surrey, con motivo de ese caso tan singular y escalofriante que he titulado en alguna parte como «La Aventura de la Banda de Lunares». Hasta ahora nada he escrito sobre los sucesos aún más extraños que conformaron una especie de secuela a aquel notable asunto. Acabaron relacionándonos con un criminal especialmente astuto y despreciable, y con una situación tan peligrosa como la de la memorable noche en que Holmes y yo hicimos guardia en el dormitorio de Helen Stoner en Stoke Moran.
Pero estoy adelantándome a los acontecimientos. El caso empezó realmente en septiembre del 83, unos cinco meses después de la conclusión del asunto de la banda de lunares. Estábamos pasando una temporada tranquila en Baker Street, y Holmes aprovechaba la calma para empezar a trabajar en su monografía sobre orejas humanas. Yo leía el Times de la mañana, cuando llamó la señora Hudson anunciando la llegada de un visitante.