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– ¿Hombre o mujer? -preguntó Holmes, alzando la mirada de su manuscrito.

– Un hombre, señor. Alto, con cabellos negros como el carbón y ojos oscuros. Dice que es muy importante.

– Hágale entrar, entonces, señora Hudson.

Ella volvió un momento después con un hombre que era tal y como lo había descrito. Dijo llamarse Henry Dade y aceptó el asiento que le señaló Holmes.

– Gracias por recibirme tan pronto -empezó. En su voz había trazas de algún acento, pero no pude localizarlo-. Es muy importante.

– Ah, señor Dade -dijo Holmes, dando un paso hacia delante con una sonrisa en los labios-. Veo que ha renunciado a la vida errante de un gitano y se ha establecido en el noble comercio de la herrería.

El hombre de cabello negro se echó hacia atrás alarmado.

– ¿Quién le ha dicho que soy un gitano? ¿Ha venido Sarah antes que yo?

– No, no. Me he limitado a observar el agujero casi cerrado que hay en cada lóbulo de sus orejas, donde antes estaban los pendientes. Y su camisa chamuscada por la poca familiaridad con el manejo de los fuelles; la zona chamuscada se detiene abruptamente en el sitio donde la cubriría un mandil de herrero.

– Es usted un mago, señor Holmes. Todo lo que he oído sobre usted es cierto.

– Siéntese y deje que le prepare una taza de café caliente. El aire de estas mañanas de septiembre resulta algo frío. Y le ruego que me cuente la misión que le trae a mi morada.

Henry Dade dirigió una mirada insegura en mi dirección.

– Es de naturaleza confidencial…

– Watson es mi mano derecha. Estaría perdido sin él.

– Muy bien. -Dade aceptó el comentario y se sentó para contar su historia-. Como ya sabe, hace poco que abandoné la vida vagabunda de un gitano para convertirme en herrero, en la aldea de Stoke Moran, al oeste de Surrey…

Las palabras tuvieron un efecto inmediato en Sherlock Holmes.

– ¡Stoke Moran! ¿Era usted el herrero de ese lugar en abril de este año?

– Lo era, señor. Estoy al tanto de sus tratos con el doctor Roylott. Quizá haya oído que tuvimos una disputa la última semana de marzo, poco antes de su visita. Roylott me arrojó a un río por encima del parapeto. Quería haber hecho arrestar al hombre, pero su hijastra, Helen Stoner, me pagó una buena suma para acallar el incidente.

Holmes había llamado a la señora Hudson, y cuando ésta apareció le pidió que trajera café, dirigiéndose a continuación al visitante.

– Dígame, ¿cómo está la señorita Stoner desde los infortunados acontecimientos del pasado abril?

– Está de vacaciones en el sur de Francia, recobrándose de su penosa experiencia.

– ¡Bien, bien! Prosiga, por favor.

– Grimesby Roylott siempre fue un amigo para los gitanos vagabundos y les permitía acampar en sus terrenos. De hecho, de eso discutíamos el día en que me arrojó al río. Mi hermano Ramón se había quedado con la banda de gitanos en las propiedades de Roylott y quería que volviera con ellos. Se oponía a mi matrimonio con Sarah Tinsdale, una joven de la aldea. Decía que yo había traicionado el modo de vida gitano. Ese día acusé a Roylott de envenenar la mente de Ramón contra mí, y me arrojó al agua.

»Como ya sabe, Roylott era propietario de una cheetah y un babuino que vagaban libremente por sus tierras. Tras su muerte el pasado abril, la señorita Stoner decidió disponer de ellos. Mi hermano Ramón le hizo una oferta que ella aceptó. Se llevaría los animales, junto con cualquier otra clase de vida salvaje que pudiera encontrar en la propiedad. La señorita Stoner sólo quería librarse de ellos.

– Prosiga.

– Una de las cosas que mi hermano encontró en el lugar fue un compañero de la temible banda de lunares, la mortífera culebra de los pantanos, causante de los trágicos eventos del pasado abril.

– ¡Es imposible! -exclamé-. Sólo había una serpiente, y vi a Holmes arrojarla personalmente a la caja de hierro. La policía dispuso luego de ella.

– Roylott tenía una segunda serpiente en una jaula de alambre que guardaba en una de las cabañas anexas a la casa. Mi hermano la encontró y se la llevó junto con la cheetah y el babuino. Me temo que ahora pretende utilizarla del mismo modo que Roylott, para causarnos daño a mi esposa o a mí.

– ¿Le ha amenazado?

– Peor aún, ha amenazado a Sarah. Se cruzó con ella en la aldea hace dos días. Llevaba la serpiente consigo, en su carromato, y se la enseñó. Le dio un susto de muerte.

Holmes cogió su pipa y la llenó de tabaco.

– A mí me parece, señor, que su problema concierne a la policía local en vez de a un detective consultor de Londres. No hay ningún misterio que resolver, y no tengo por costumbre proporcionar servicio de guardaespaldas.

– He acudido a usted por el incidente anterior, señor Holmes. Dicen que la culebra de los pantanos es la serpiente más mortífera de la India. Usted se ha enfrentado a una y la ha vencido. Le suplico que nos proteja a Sarah y a mí de la ira de mi hermano.

Casi podía ver la indecisión escrita en la cara de Holmes. La señora Hudson entró en ese momento con un humeante puchero de café y la expresión fue sustituida por su familiar sonrisa.

– Ciertamente puedo hablar con él. Impedir un crimen por adelantado es preferible a resolverlo una vez se ha cometido el acto.

– ¿Entonces vendrá a Stoke Moran?

– Mañana tomaremos el primer tren que salga -prometió Holmes-. Puede reservamos una habitación en el mesón La Corona. Lo recuerdo como un alojamiento suficientemente agradable.

Nuestro visitante se marchó después de tomar el café, y Holmes observó por la ventana cómo se alejaba.

– ¿Qué sucede? -pregunté-. Parece incómodo, Holmes.

– Toda la historia parece rebuscada en extremo, Watson. Esta historia de una segunda serpiente quizá no sea más que un truco gitano de alguna clase.

– ¿Por qué vamos entonces?

Holmes sonrió antes de contestarme.

– Si es una trampa, deseo averiguar cuál es su propósito, y si representa algún peligro para la señorita Stoner cuando vuelva de sus viajes.

Recordando nuestra anterior excursión a Stoke Moran, metí mi revólver en el bolsillo del abrigo cuando salimos por la mañana. Era un húmedo día de otoño, uno de los primeros que seguían a un verano inusualmente agradable. El tren de la estación de Waterloo llegó a su hora y lo tomamos hasta Leatherhead, alquilando un coche en la taberna de la estación, tal y como hicimos en el viaje precedente, casi seis meses antes.

– Esta vez el tiempo no es tan agradable -remarcó Sherlock Holmes-. Pero la primavera siempre alberga más promesas que el otoño. ¡Mire, Watson! ¡Ahí está el campamento gitano!

Estábamos pasando ante el frontón gris y el elevado y puntiagudo tejado de la mansión del difunto Grimesby Roylott, y a lo lejos, casi a la misma distancia en que estaba la arboleda, podía verse el hilillo de humo de un fuego de campamento.

– Cierto. Creo que puedo ver a uno de esos animales, la cheetah, rondando en libertad.

– ¡Conductor, haga el favor de dejarnos aquí! -gritó Holmes.

– Hay una caminata de una milla hasta el pueblo -dijo el conductor de sombrero negro volviéndose hacia nosotros.

– No importa. La recorreremos a pie.

– Es todo recto por este camino.

Holmes le pagó y bajamos del coche, contemplando cómo daba la vuelta para regresar a Leatherhead. Entonces empezamos a caminar por el campo, cruzando la valla que bordeaba el camino y subiendo por la suave cuesta de la colina, en dirección al campamento gitano. Al acercarnos, la cheetah sintió nuestro olor y se agazapó. Durante un tenso momento, mi mano buscó mi revólver en el bolsillo del abrigo, pero entonces apareció un joven gitano, con una colorida camisa, y corrió para coger al animal del cuello.