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– ¿Cómo ha podido saber que pidió al conductor que le esperara, Holmes? En ningún momento se ha acercado a la ventana.

Holmes hizo un gesto con el dorso de la mano agitando sus largos dedos.

– Si el señor Edgewick no ha estado en Northwood, Watson, el sitio más lógico donde puede haber pisado el barro rojo es en el suelo de un coche de punto.

Edgewick se inclinó hacia adelante, intrigado.

– Pero, ¿cómo ha podido saber, para empezar, que yo llegué en un coche de punto y que le dije al conductor que esperara abajo?

– Por su bastón.

Dejé que mis cejas se alzaran mientras volvía a mirar a Edgewick.

– ¿Qué bastón, Holmes?

– Ese cuyo extremo dejó una huella circular en la bota derecha del señor Edgewick cuando se sentó en la cabina y lo apoyó en ella, como suelen tener por costumbre los hombres que usan bastón. El cuero todavía conserva la impresión y, dado que no lleva el bastón consigo y que sus pisadas al subir la escalera imposibilitan que subiera con él o que lo haya dejado en el vestíbulo, podemos deducir que lo dejó en el coche de punto. Y, como no parece un hombre descuidado o poseedor de una innumerable cantidad de bastones, eso sugiere que ordenó al conductor que le esperase.

Edgewick pareció encantado.

– ¡Ha sido soberbio! ¡Descubrir tanto de un mero par de botas!

– Un juego de salón cuando no se aplica de forma constructiva -interrumpió Holmes. Volvió a sonreír mientras unía las yemas de los dedos y le miraba por encima de ellos. Sus ojos eran ahora inmutables y estaban clavados con fijeza en nuestro invitado-. Y sospecho que le trae algún asunto serio que me permitirá aplicar adecuadamente mis habilidades.

– Oh, sí, así es. Ah, me llamo Wilson Edgewick, señor Holmes.

Holmes hizo un gesto en mi dirección.

– Mi socio, el doctor Watson.

Edgewick asintió con la cabeza.

– Sí, he leído sus relatos sobre algunas de sus aventuras. Por eso creo que podría ayudarme, o más bien ayudar a mi hermano Landen.

Holmes se retrepó en su sillón, entrecerrando los ojos. Yo sabía que cuando asumía esa actitud no era por somnolencia, sino que entonces estaba completamente alerta, convirtiéndose en un receptáculo de cualquier retazo de información que pudiera llegarle, aceptando esto como pertinente, rechazando aquello como irrelevante.

– Háblenos de ello, señor Edgewick -dijo.

Edgewick me miró. Y yo asentí, animándole.

– Mi hermano Landen está comprometido con Millicent Oldsbolt.

– ¿De Municiones Oldsbolt? -preguntó Holmes.

Edgewick asintió, nada sorprendido de que Holmes reconociera el nombre de Oldsbolt. Oldsbolt Limited era un importante proveedor de armas pequeñas para el ejército. De hecho, cuando yo estuve al servicio de la Reina, había disparado cartuchos Oldsbolt con mi revólver del ejército.

– La boda debía celebrarse la próxima primavera -continuó Edgewick-. Cuando Landen, y yo mismo, estuviéramos financieramente acomodados.

– ¿Acomodados en qué? -preguntó Holmes.

– Somos los representantes en Inglaterra de Richard Gatling, inventor del fusil Gatling.

– ¿Qué diablos es eso? -no pude evitar preguntar.

– Es una máquina infernal que utiliza muchos tambores y una sola recámara dijo Holmes-. Los cartuchos entran en la recámara mediante una larga cartuchera, mientras los tambores giran disparándolos uno tras otro en rápida sucesión. El que la maneja sólo tiene que apuntar en la dirección deseada y girar una manivela con una mano, mientras aprieta el gatillo con la otra. Se dice que puede disparar casi cien balas por minuto, y se ha utilizado con gran efectividad en las llanuras de América, en las guerras indias.

– ¡Muy bien, señor Holmes!-dijo Edgewick-. Veo que está muy versado en cuestiones militares.

– Parece un artefacto diabólico -dije, imaginando esos tambores giratorios sembrando muerte entre hombres y bestias.

– Tan diabólico como la guerra en sí -comentó Holmes-. No es ningún juego. Pero, prosiga con su relato, señor Edgewick.

– Landen y yo nos alojamos en la posada La Sota del Rey, en la aldea de Alverston, al norte de Londres, para estar cerca de la mansión Oldsbolt. Verá, queríamos vender el fusil Gatling a sir Clive para que pueda fabricarlo para el ejército británico. El fusil Gatling ha superado todas las pruebas, y sir Clive hizo una oferta que seguro que habría sido aceptada por el fabricante americano.

Holmes frunció los labios pensativamente antes de hablar.

– Está hablando en pasado condicional, señor Edgewick. Como si se hubiera anulado la boda de su hermano. Como si Oldsbolt Limited ya no estuviese interesada en su mortífera arma.

– Ambos planes han recibido un golpe muy severo, señor Holmes. Verá, sir Clive fue asesinado anoche.

Contuve el aliento por la sorpresa, pero Holmes se inclinó hacia delante, profundamente interesado, casi complacido.

– ¡Ah! ¿Asesinado? ¿Cómo?

– Salió muy tarde de la posada, y, volvía a casa, solo en su carruaje, cuando dispararon contra él. Un aldeano le encontró esta mañana, después de haber oído anoche el ruido.

Las fosas nasales de Holmes se contrajeron.

– ¿El ruido?

– Disparos, señor Holmes. Disparos hechos en rápida y rítmica sucesión.

– El fusil Gatling.

– No, no. Eso es lo que dice el jefe de policía de Alverston. Pero el fusil que usamos para fines demostrativos se limpió y no ha vuelto a ser disparado. ¡Lo juro! Naturalmente, tanto la policía local como los habitantes del pueblo piensan que Landen la limpió tras matar a sir Clive.

– ¿Su hermano ha sido arrestado por el asesinato de su futuro suegro? -pregunté asombrado.

– ¡Así es! -dijo Edgewick muy agitado-. Por eso me apresuré a venir aquí en cuanto se lo llevaron detenido. Pensé que sólo el señor Holmes podría subsanar un error semejante.

– ¿Tiene su hermano Landen algún motivo para asesinar al padre de su prometida?

– ¡No! ¡Todo lo contrario! La muerte de sir Clive significa la cancelación de la compra de los derechos de fabricación del fusil Gatling. Igual que de la boda de Landen y Millicent, claro está. Aun así…

Holmes esperó, con el cuerpo completamente rígido.

– Aun así, señor Holmes, el sonido descrito por quienes estaban en la posada no puede ser más que el estrepitoso y mecánico disparar del fusil Gatling.

– Pero usted ha dicho que lo examinó y que no había sido disparado recientemente.

– Oh, podría jurarlo, señor Holmes. De eso puede usted estar seguro. La semana pasada atravesamos el Atlántico con ella y el señor Gatling conoce el paradero de todas sus máquinas. Comprenda, señor, que es una máquina formidable que de caer en malas manos amenazaría la existencia de cualquier nación. Cambiará todo el concepto de la guerra y eso es algo que no debe tomarse a la ligera.

– ¿Cuántos disparos alcanzaron a sir Clive? preguntó Holmes.

– Siete. Todos en el pecho, con balas de gran calibre, como las que dispara el fusil Gatling. El médico del pueblo extrajo las dos balas que no traspasaron a sir Clive, pero se deformaron al tocar hueso y no puede determinarse su calibre exacto.

– Ya veo. Es todo muy interesante.

– ¿Vendrá cuanto antes a Alverston a ver lo que puede hacer por mi hermano, señor Holmes?

– ¿Ha dicho que sir Clive fue alcanzado siete veces, señor Edgewick?

– Así es.

Holmes se levantó de su sillón bruscamente, como propulsado por un muelle.

– Entonces Watson y yo tomaremos el tren de la tarde a Alverston y nos encontraremos con usted en la posada de La Sota del Rey. Ahora, le sugiero que vuelva con su hermano y su prometida, donde sin duda es muy necesitado.

Edgewick sonrió abiertamente de alivio y se levantó.

– Pienso pagarle bien, señor Holmes. Landen y yo no carecemos de medios.

– Y a discutiremos eso más tarde -dijo Holmes, posando una mano en el hombro de Edgewick y acompañándolo a la puerta-. Mientras tanto, dígale a su hermano que no tiene por qué preocuparse, si es inocente, y que muy bien podría vivir más años que el verdugo.