– ¡Henry! El señor Holmes y el doctor Watson se marchan.
– ¿Está bien? -preguntó Holmes, con repentina alarma en la voz.
– ¡Oh, Dios mío!-dijo Sarah retrocediendo, llevándose una mano a la boca-. Está…
Se derrumbó desmayada antes de que yo pudiera llegar a ella. Holmes corrió hasta el hombre de la silla.
– ¡Tenga cuidado, Watson! -advirtió-. No estamos solos en la habitación.
Hice una inspección ocular de todos los rincones, con el revólver en la mano.
– Holmes, ¿quiere decir…?
– Henry Dade ha muerto. En su cuello se ven las punciones gemelas de los colmillos de una serpiente. Es otra vez la banda de lunares.
Ayudé a Sarah a recuperarse con la ayuda de unas sales olorosas, y ella insistió en acudir a la policía, mientras Holmes y yo registrábamos la habitación en busca de la mortífera culebra de los pantanos.
– Quizá haya vaciado sus colmillos, pero aún sigue siendo peligrosa -advirtió Holmes-. Tenga el arma preparada.
– La ventana está cerrada, Holmes. ¿Cómo ha podido entrar en la habitación esa terrible criatura?
– Quizá conozcamos la respuesta cuando la encontremos.
Pero no encontramos a la culebra de los pantanos ni a ninguna otra serpiente en la habitación donde estaba el cuerpo de Henry Dade. Se registró sin resultado cada pulgada de la habitación. Yo tuve especial cuidado con el paragüero, temiendo que uno de los bastones cobrara vida en mi mano como le sucedió a Aarón, pero continuaron siendo de madera.
– No está aquí -dije por fin, tras media hora de búsqueda.
– Estoy de acuerdo, Watson.
Sarah había vuelto con el agente de policía Richards, un corpulento joven con poca experiencia en muertes violentas.
– Tendré que llamar a Scotland Yard -nos dijo-. Aquí no tenemos recursos para investigar un asesinato mediante la mordedura de una serpiente.
– El doctor Roylott… -empecé a decir.
– La investigación oficial dictaminó que el doctor Roylott murió accidentalmente, cuando jugaba con una mascota peligrosa. Pero usted dice que esto es un asesinato.
– La esposa de la víctima dice que lo es -corrigió Holmes-. Yo aún no he concluido mi investigación de los hechos.
– Lo mató su hermano -insistió Sarah Dade-. No hay otra explicación.
– No parece haberla -concordó Holmes-, pero, por favor, dígame cómo se introdujo en la habitación esa mortífera serpiente.
Al bajar, dejé la ventana entornada. Henry debió cerrarla cuando subió a dormir. La serpiente debió entrar por ella y esconderse en alguna parte.
– Pero, ahora, aquí no hay ninguna serpiente -indicó mi amigo. Y, después de ser mordido, su marido no estaba en condiciones de abrirle la puerta o la ventana a la serpiente. Recuerde que el doctor Roylott sólo vivió diez segundos.
– Es verdad -concedió ella-. Dios mío, ¿será posible que Ramón tenga el poder de convertir bastones en serpientes?
– Sea cual sea su poder, necesitamos hablar con él -decidió Holmes-. Y también con ese otro gitano, Manuel. Estaba al otro lado de la calle cuando se cometió la fechoría.
No había ningún médico en la aldea, así que fui yo quien declaró oficialmente muerto a Henry Dade. Aunque tenía poca experiencia con muertes por mordedura de serpiente, los síntomas parecían ser claros. Y, aunque la muerte por mordedura de serpiente no suele ser tan instantánea, sabíamos que era posible por el caso del doctor Roylott.
Cuando Ramón Dade llegó en compañía del agente Richards, se dirigió inmediatamente hacia el cuerpo de su hermano. Cuando se enfrentó a nosotros, tenía lágrimas en los ojos.
– Yo no he hecho esto. La serpiente ha estado todo el día en su jaula de la cabaña.
Sherlock Holmes se acercó a él.
– ¿Niega haber amenazado a la esposa de su hermano con esa serpiente?
– Sí, la amenacé -admitió-. Alejó a Henry de su familia por su oro. Mi hermano nos pertenecía a nosotros, no a ella.
– ¿Qué hay de la serpiente? -le preguntó Holmes al alguacil.
– La tengo en el coche, con su jaula.
– ¿Y el otro gitano, Manuel?
– Está abajo, pero no conseguirá ninguna información de él.
– Veremos -dijo Holmes.
Le seguí abajo para hablar con el gitano llamado Manuel. Cuando le vi de cerca, me impresionó la fea deformidad del hombre. El pobre diablo había sufrido alguna herida en su infancia que le había lesionado el funcionamiento del cerebro. Las pocas palabras que conocía eran puro ruido, apenas identificables por mis oídos.
Manuel -dijo Holmes-. Viniste esta tarde por aquí.
– Sí…
¿Te gustaban Henry y Sarah?
– Sí, gustaban.
– ¿Les hacías recados?
Asintió con la cabeza, sonriendo por haberlo entendido.
¿Y les trajiste hoy una serpiente, la serpiente de los gitanos?
Esto necesitó algo más de reflexión, pero finalmente sacudió la cabeza.
– No, serpiente no.
– ¿Alguna vez has tocado a la serpiente en su caja?
– ¡No, no! Serpiente mala.
Holmes suspiró exasperado e intentó un enfoque diferente.
– ¿Cogió hoy Ramón la serpiente? ¿Le has visto hoy con la serpiente?
Negó con la cabeza, pareciendo asustado.
– Muy bien -decidió Holmes. Aquí no descubriremos nada más. Vamos a mirar al villano en su jaula. Quizá nos diga cómo se cometió el crimen.
Para mí, la culebra de los pantanos tenía el mismo aspecto que unas horas antes. Sus motas pardas me parecieron casi hermosas, y debí recordarme que era una mortífera asesina.
– Tiene casi tres pies de largo, Holmes -observé.
– Casi la longitud de un bastón.
– ¿Otra vez con eso? Ya examinamos los que estaban en el paragüero.
– Sí que lo hicimos. ¿Y no le pareció extraño que un gitano convertido en herrero, un hombre razonablemente vigoroso en la cuarentena, tuviera esos bastones? Desde luego, no los necesitaba para apoyarse en ellos, y no llevaba ninguno ayer en Londres. ¿Qué hacen en su salón? ¿Qué finalidad tienen?
– Holmes, ¡no puede creer que la serpiente estuviese oculta en uno de esos bastones! Y aunque hubiera sido así, ¿cómo consiguió Ramón recuperarla?
– Hablemos con Sarah Dade sobre esta cuestión tan interesante de los bastones superfluos.
Sarah pareció sorprendida ante la pregunta de Holmes, pero la respondió de inmediato.
– Pertenecían al padre del anterior herrero, que murió el año pasado. Cuando el herrero se trasladó, dijo que no le eran de ninguna utilidad y los dejó con nosotros. Me pareció que quedaban bien en el paragüero.
– ¡Qué simple resulta la explicación! -dijo Holmes con una carcajada Watson, deberá recordarme esto la próxima vez que le parezca demasiado pomposo y seguro de mis deducciones.
Se decidió que Sarah Dade pasase la noche en el mesón de La Corona, por si daba la casualidad de que hubiera dos serpientes, una de ellas aún libre y sin descubrir en la vivienda de la herrería. El alguacil había prometido para la mañana siguiente una búsqueda más exhaustiva del mobiliario y los armarios, cuando llegase la gente de Scotland Yard para unirse a la investigación.
Cenamos con Sarah en el mesón, y ella seguía comprensiblemente perturbada polla muerte de su esposo.
– Fui yo quien insistió en que acudiera a usted -le dijo a Holmes- ¡Tenía tanto miedo de que sucediera algo como esto! Ahora ha muerto, y no me queda más que el recuerdo del breve tiempo que pasamos juntos.
– Su asesino será entregado a la justicia -le prometió Holmes.
Yo había supuesto que nos retiraríamos temprano y que pasaríamos una noche tranquila, pero, una vez en nuestras habitaciones, mi amigo empezó a recorrer el cuarto de un lado al otro como un animal enjaulado, sumido en profundos pensamientos. Por fin pareció tomar una decisión.