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– Hay cosas que deben hacerse esta noche, Watson. Acompáñeme, y traiga su revólver.

– Holmes…

Pero no me diría nada más y, antes de darme cuenta, estábamos dejando el mesón amparados por la oscuridad, saliendo precavidamente por la puerta de atrás. Nos movimos por callejuelas, llegando a la herrería por su trasera y abriendo en silencio la puerta de atrás.

– Antes, me tomé la libertad de abrir esta puerta -me explicó entre susurros-. Ahora muévase en silencio. Vamos arriba, a la vivienda.

– ¿Cree que la serpiente sigue allí?

– Y a veremos.

Le seguí en la oscuridad, apenas capaz de distinguirle mientras subía lentamente los escalones, probando primero cada uno de ellos para saber si crujían.

– Sáltese éste, Watson -susurró a medio camino-. ¡No haga ningún ruido!

Entramos en el salón donde habían matado a Henry Dade y me hizo señas para que me apostara detrás del sofá.

– Mi revólver, Holmes -dije, ofreciéndoselo.

Lo rechazó con un gesto.

– Manténgalo preparado, Watson, pero no lo utilice a menos que yo se lo diga.

Fue como la noche que pasamos en el dormitorio de la señorita Stoner, una terrible vigilia en la oscuridad, y medio esperaba volver a oír el suave y claro silbido con que Roylott llamaba a la banda de lunares. El tictaqueo del reloj que había en la repisa de la chimenea fue el único sonido que oímos durante largo rato. Una pierna se me acalambró debajo de mí e intenté moverla hasta una posición más cómoda.

En ese instante oímos un crujido en las escaleras. Alguien, algo, se acercaba. Cuando la puerta se abrió lentamente hacia dentro, aferré el revólver con más fuerza. La figura que entró apenas podía discernirse en la oscuridad. Cruzó rápidamente la habitación y pareció arrodillarse junto a una de las sillas.

Fue entonces cuando Holmes actuó. Encendió una cerilla y gritó:

– ¡No se mueva! ¡Somos dos!

La figura se sobresaltó y Holmes saltó hacia adelante, con el brazo derecho alzado como para detener un golpe. La cerilla cayó al suelo y se apagó, volviendo a sumimos en la oscuridad. Oí el forcejeo, la respiración agitada, y corrí con mi arma.

– ¡Holmes! ¿Se encuentra bien?

– Eso creo, Watson, aunque estuvo muy cerca. Encienda otra cerilla, ¿quiere?

Lo hice, y a su brillo vi que tenía a Sarah Dade inmóvil contra el suelo. En su mano derecha, cuidadosamente sujeta por la poderosa garra de Holmes, había un par de agujas hipodérmicas atadas la una a la otra con un cordel.

– Aquí, Watson -jadeó Holmes mientras la mujer forcejeaba por liberarse-. ¡Aquí tiene los colmillos de la banda de lunares, y no son menos mortales que los de verdad!

Sherlock Holmes se explicó, una vez se llamó al agente Richards, y Sarah Dade fue puesta a su custodia.

– Estaba seguro de que vendría esta noche a coger esas agujas. Los hombres de Scotland Yard registrarían el lugar por la mañana, y no podía arriesgarse a que las encontrasen.

– Sigo sin comprenderlo, Holmes -admití-. Henry Dade presentaba todos los síntomas de haber muerto por la mordedura de una serpiente.

– Todo fue un hábil plan para deshacerse de un marido con el que sólo se había casado por su oro. Pese al veredicto de muerte accidental, el crimen del doctor Roylott era muy conocido en la aldea, naturalmente, como también lo era mi papel en la investigación. Cuando Ramón, el hermano de Henry, le enseñó a Sarah la serpiente e hizo algunos comentarios ambiguos, ella decidió interpretarlos como amenazas. Incluso fue aún más lejos, convenciendo a su marido para traerme aquí para protegerlos. Estando nosotros en la escena del crimen, cuando Henry Dade fuera asesinado, seguramente sería considerado otro crimen como los anteriores relacionados con esa mortífera serpiente. Preparó el crimen de tal forma que pareciera imposible que ella lo había cometido.

– ¡Fue imposible, Holmes! -insistí-. Sarah Dade estaba con nosotros en la herrería cuando mataron a su marido.

– Eso me pareció en su momento, Watson. Pero recuerde que Henry subió para dormir un poco, y que incluso parecía dormir cuando entramos en la habitación. Es exactamente lo que hacía, dormir en su sillón, hasta que Sarah acabó con su vida en nuestra presencia, inyectándole veneno en el cuello.

– ¿Quiere decir que vimos cometerse el asesinato?

– Eso me temo, Watson. ¿Recuerda la forma en que se abrigó con el chal? Fue para ocultar las dos agujas que había preparado con anterioridad. Hasta le agitó para cubrir su involuntaria sacudida al inyectarle el veneno. Murió casi al instante, y ella le tapó la cara en esos cruciales segundos. Entonces ya sólo le quedaba deshacerse de las agujas. Simuló desmayarse y, mientras estaba en el suelo, las guardó en la aparte inferior del sillón. Intentaba recuperarlas cuando la sorprendimos.

– ¿Qué había en esas agujas, Holmes?

– El veneno que Ramón Dade ha extraído de los colmillos de la culebra de los pantanos. Recuerde que nos dijo estar haciéndolo para mayor seguridad y, sin duda, también se lo dijo a Sarah cuando le enseñó la serpiente. Estoy seguro de que pagó al tonto de Manuel para que robase el veneno y se lo trajera. Les hacía recados en ocasiones y no se daría cuenta de la importancia de su tarea.

– ¿Cómo supo que era culpable, Holmes?

– Fue más cuestión de saber que la serpiente debía ser inocente. Confió en que la ventana estuviera entreabierta, pero Henry debió cerrarla cuando subió a echarse la siesta. No había manera de que la serpiente hubiera escapado, y no estaba en la habitación cuando la registramos. Las marcas gemelas de su cuello también me resultaron muy sugerentes. Estaban justo donde Sarah se inclinó sobre el hombre dormido. Pero, para estar seguro, necesitaba atraparla cogiendo esas agujas hipodérmicas.

– ¡Podía haberle matado, Holmes!

– Igual que la banda de lunares en nuestra visita anterior.

– La próxima vez que vengamos a Stoke Moran…

Sherlock Holmes me interrumpió con una carcajada.

– Espero, Watson, que ésta sea nuestra última visita. ¡Cojamos el primer tren y volvamos a la paz y la tranquilidad de Londres!

LA AVENTURA DEL INCOMPARABLE HOLMESJon L. Breen

Resulta difícil saber en cuántas ocasiones me ha entregado mi amigo Sherlock Holmes una carta o una tarjeta de visita, o cualquier otro objeto o mensaje, y me ha pedido que lo interpretase. Aunque nunca podía extraer de esos objetos tanta información como él, siempre disfrutaba con ese juego y me hago la ilusión de haber sido capaz, en alguna ocasión, de transmitir algún retazo de información que sirviera de ayuda a mi dotado compañero. En una de mis visitas periódicas a las viejas habitaciones de Baker Street, poco después de que alborease el presente siglo, mi amigo me entregó dos mensajes para mi inspección, y sí que eran singulares.

En los dos casos, el liso papel blanco parecía bastante vulgar, la mano que los escribió, cultivada. Una parecía claramente masculina, y la otra femenina, pero me robaron cualquier posibilidad de vanagloriarme de este descubrimiento porque el contenido de las notas hacía evidente su sexo. La primera decía:

«Sr. Holmes: Necesito desesperadamente su ayuda, pues estoy muy preocupada por mi marido, que últimamente ha estado comportándose de una forma excesivamente extraña. Sale maquillado de día, hasta en lunes. Por favor, dígame cuándo le vendría bien que le llamase.

– (firmado) Señora de Albert Fenner.»

Y la segunda:

«Sr. Holmes: Le pido permiso para consultarle sobre un asunto de lo más misterioso, y que podría beneficiarme grandemente de concluirse con éxito. Debo dejar claro desde el principio que su participación en mi problema tendrá que depender de un pago a la satisfactoria conclusión del mismo. En la actualidad estoy sin empleo (por el sencillo motivo de que el siguiente número resbaló torpemente en el agua y la glicerina), y no podré pagarle a no ser que mi misterio se resuelva.