Выбрать главу

Anthony Croydon resultó ser un hombre pequeño, de rasgos de comadreja, con los modales y la ropa de un soplón de las carreras de caballos. Prosiguiendo con su perversa pauta, Holmes trató con mucha franqueza a Croydon, contándole de inmediato su deducción sobre el agua y la glicerina, para sorpresa de Croydon, y preguntándole por detalles sobre el asunto que quería consultarle Croydon.

– Señor Holmes, trabajo con el cinematógrafo desde su comercialización en el 96. En marzo de aquel año vi la notable representación que R. W. Paul hizo en el Olympia, e inmediatamente me di cuenta de las posibilidades que tenía el medio, tanto para la diversión como para la enseñanza. Empecé el negocio con un amigo mío que tenía cierta habilidad mecánica. Lo hicimos todo. Iniciamos el negocio justo a tiempo de hacer una película sobre el Derby de Persimmons del 96, y exhibimos la película en musichalls y en todas las ferias del país. Filmamos la Regata Henley y la Carrera de Barcas y el Jubileo del Diamante de Su Majestad, aunque esta vez tuvimos un mal sitio para rodar. Hasta filmamos la guerra Boer.

Dudo que un acontecimiento tan trágico sea algo que pueda tomarse a la ligera di je con algo de severidad, incapaz de guardar silencio por más tiempo. El discurso de Croydon daba la sensación de estar preparado para ser soltado cuando hiciera falta, pero Holmes escuchaba absorto y, al parecer, con respetuosa atención.

– No quería ofender a nadie, doctor -dijo Croydon-. Pero es que no filmamos realmente la guerra, ¿sabe? La recreamos en nuestros estudios, con actores haciendo el papel de soldados. Aunque, debo decir que quedó muy realista, con cartuchos explotando, cuerpos cayendo y todo eso. En fin, como en todos los negocios, éste tiene sus altibajos, y hace ya tiempo que para mí son sólo bajos. Tras ese pequeño incidente que nos alejó de los teatros, el negocio se fue por la alcantarilla en sus tres cuartas partes, y cometí la torpeza de vendérselo a mi socio por una fracción de su valor. Ha montado un estudio propio en Brighton y ha pasado de filmar sucesos de actualidad a rodar películas «hechas», empleando a los mejores actores de Londres. Y yo, me entristece decirlo, me veo en la calle.

– Su discurso sobre el negocio del cinematógrafo resulta muy interesante e instructivo, señor Croydon -dijo Holmes-. Pero no me ha explicado cómo puedo serle de algún servicio. ¿Quizá tiene que ver con recuperar su parte del negocio?

– No, es mucho más importante que eso, señor Holmes. Mucho más. Resulta que, en América, soy el heredero de una fabulosa fortuna, que me ha dejado un excéntrico tío buscador de oro. Me dejó un mapa con la localización de su filón en el Colorado, pero ha desaparecido la mitad del mapa, y estoy convencido de que mi antiguo socio se la ha apropiado.

– Entonces, ¿desea que recupere la otra mitad? -dijo mi amigo completamente serio, mientras miraba fijamente al visitante.

Creo que lancé un resoplido, pero los dos hombres me ignoraron. Seguramente, aquí había un campo mucho más fructífero para la risa que en el apuro de la pobre señora Fenner. ¡Robado la mitad del mapa! Era una historia absurda e improbable. Quise preguntar por qué no el mapa entero, pero Holmes prescindió de este obvio argumento.

– ¿Y dónde está el alojamiento de su socio? -preguntó Holmes.

– Tiene sus habitaciones justo detrás de su estudio. Seguramente tendrá que ir allí, señor Holmes. Quizá con algún disfraz. Tengo entendido que es usted un genio del disfraz.

– Me adula. No, el estudio de su antiguo socio es el último sitio donde debería mirar. Hay algunas cosas que resultan demasiado obvias para que den algún fruto. Dígame, Watson, ¿puede usted acompañarme en un viaje al norte? Me atrevería a decir que, en menos de dos horas, podríamos estar en un carruaje de primera con rumbo a Doncaster.

– ¡Doncaster!-exclamó Croydon-. ¿Qué pinta Doncaster en todo esto?

– Usted estuvo allí mientras trabajaba en el cinematógrafo, ¿verdad?

– Bueno, sí, varias veces, para filmar imágenes de San Leger. Pero…

– ¿Y no fue en Doncaster donde su socio se apropió de la mitad del mapa?

– No, señor. Nunca estuvimos juntos en Doncaster.

– Tal y como esperaba -dijo Holmes-. Entonces debe estar en Doncaster. Y ahora, si usted me perdona, señor Croydon, tenemos trabajo que hacer. Esté seguro de que tendrá su mapa.

Acompañó afuera al desconcertado y aturdido señor Croydon. Cuando el hombre de aspecto de comadreja se fue, Holmes prorrumpió en una risa largo tiempo contenida. Nunca le había visto tan divertido, ni me sentí yo más incapaz de compartir el chiste.

– Entonces, ¿nos vamos a Yorkshire? -pregunté bastante bruscamente una vez remitió el torrente de hilaridad.

– No, no, por supuesto que no, Watson. Y lo que es más, deberíamos evitar Brighton en los días sucesivos. A no ser que tenga usted la secreta aspiración de ver proyectada su figura en una pantalla.

Se dio cuenta de mi confusión y por fin se apiadó de mí.

Mi querido amigo, las deducciones que hice inicialmente sobre los dos mensajes eran precisamente las deducciones que querían que yo hiciera. Es obvio que la dama y el caballero estaban compinchados. De hecho, incluso puede que sean marido y mujer.

– ¡Impensable! -protesté.

– ¿Es más difícil de creer que el mapa del tesoro de Colorado? -preguntó, y pareció a punto de volver a sumirse en la hilaridad. Pero se controló y continuó hablando-. Naturalmente, resulta increíble que la esposa del actor no hubiera pensado en la posibilidad de que su marido apareciera en el cinematógrafo. Y menos cuando se supone que su marido fue visto completamente maquillado en la vecindad de uno de ellos. Además, ¿piensa usted que los actores de cine, al igual que los actores de teatro, van por las calles con el maquillaje puesto? Seguramente se lo aplicarán y se lo quitarán en la escena de sus… ¿de sus delitos?-lanzó una risita-. No, todo fue un montaje, liso, junto con el asunto del medio mapa del tesoro, se suponía que debía atraerme a un estudio de Brighton donde, clandestina o abiertamente, planeaban inmortalizarme en celuloide. Tal vez siguiendo a algún ladrón por las calles. Pero, seguramente, Watson, esa no es forma adecuada de exhibir mis talentos ante el público, por pequeños que éstos sean. Además, no tengo ni la necesidad ni el deseo de más publicidad.

– No he notado que la despreciara en el pasado.

– No, pero puede que mi retiro no esté muy lejos. Aspiro a una vida tranquila escribiendo y dedicándome a la apicultura, y la continuada representación sensacionalista de mis hazañas, ya sea mediante sus relatos bastante coloridos en las revistas, o mediante. Dios no lo quiera, el cinematógrafo, no sería bienvenida. Yo me atrevería a decir que no hemos oído la última palabra de esos avezados camarógrafos, Watson. Quizá lo adecuado sea alejarse unos días de Londres. Pero no a Doncaster, donde, antes de que pasen muchas horas, quizá haya un equipo de cinematografía esperándonos.

Una vez Sherlock Holmes se retiró a su granja de abejas de Sussex Downs, sus visitas a Londres fueron pocas. Por norma, viajaba de incógnito y durante este periodo solía visitarme llevando una gran variedad de diversos y notables disfraces. Su aversión a la publicidad y su insistencia en que ya habían pasado sus días de detective consultor me los expresaba de forma tan intensa que muchas veces me recordaba a la dama que protesta demasiado. Quizá añoraba de verdad los placeres de la caza, especulé yo, y simplemente no quería admitirlo. Y o, desde luego, echaba de menos los viejos tiempos, y mi mujer parecía ser consciente de ello, hasta cuando yo estaba a oscuras en lo referente a las causas de mi desasosiego crónico.

Fue durante uno de esos periodos de desasosiego, varios años después de la aparición en Baker Street de la señora Fenner y el señor Croydon, cuando mi mujer me indujo a visitar un cinematógrafo no muy lejos de nuestra casa para ver una película titulada El triunfo ele Sherlock Holmes.