– Debo confesar que no dejé de refunfuñar camino del «palacio eléctrico», como los llamábamos entonces.
– Probablemente será una tontería detestable -dije-. Si Holmes lo supiera, llevaría a los tribunales a la gente que lo hizo. No tengo ninguna duda.
– Sólo es un entretenimiento inofensivo, John -retrucó ella-. Relájate y disfrútalo. Estoy segura de que Holmes también lo haría.
– Lo dudo mucho -repliqué con una risotada contenida.
Sentado en la oscuridad, mientras la película daba comienzo, consideré las posibilidades de una siesta rápida mientras se proyectaba. Ya había visto antes funciones cinematográficas y, una vez asimilada la maravilla de ver un tren dirigiéndose hacia ti, se te hacen muy evidentes las severas limitaciones de esta gastada novedad.
La escena inicial del silencioso drama que se desarrollaba ante nosotros tenía tres personajes. Una hermosa ingenua con una expresión franca y dulce, un caballero con capa negra y chistera que parecía demasiado afable y obsequioso y que inmediatamente despertó mis sospechas sobre sus auténticas motivaciones, y una encorvada anciana que vendía flores en una esquina de la calle. La realista escena de calle atrajo mi interés más que los actores que estaban en ella, hasta que mi mujer se inclinó para susurrarme algo al oído.
– ¿Alguna de esas personas te resulta familiar? -preguntó.
– ¡Cielos, sí! -dije, dándome cuenta repentinamente.
La indefensa y atractiva jovencita era la mujer que conocí como señora de Albert Fenner. Pero, ¿cómo podía reconocerla mi mujer? Estaba seguro de que ella no la había conocido nunca.
El reconocerla hizo que me tomara un interés más personal en la trama. Resultaba obvio que el caballero de la capa, que aparentaba ser su protector, en realidad estaba conduciéndola a una trampa. Llevaba en el bolsillo una copia del testamento del padre de ella, que examinó cuando la joven se volvió a hablar con la florista, permitiendo hábilmente que la cámara leyera por encima de su hombro que él, su tío, sería el heredero de la fortuna de su padre si ella moría antes de cumplir los veintiún años.
La escena cambió milagrosamente -debía admitir que los individuos de la cámara eran bastante listos- a una pequeña habitación donde el tío se enfrentaba con un revólver a su confiada sobrina. Lo apuntó hacia ella. Sentí el impulso de correr por el patio de butacas hasta la pantalla y ayudarla, pero, naturalmente, me di cuenta de que todo era una representación. Por la ventana de la habitación entró un atractivo joven, obviamente un caballero amigo de la dama, que forcejeó unos momentos con el villano por la posesión del arma. Poco a poco, el hombre más alto venció al más joven, y en la siguiente escena, el muchacho estaba atado a una silla de la habitación, con la chica llorando en un rincón y el villano empuñando aún el arma.
El muchacho habló entonces, y en la pantalla apareció una representación de sus palabras: «No escaparás. He contratado los servicios de Sherlock Holmes».
El villano encontró en esto motivo suficiente para una estruendosa hilaridad. Me retorcí en la silla.
– Me encantaría darle un puñetazo -le dije a mi esposa, pero ella me agarró el brazo. Algunos espectadores que nos rodeaban habían empezado a dirigir molestas miradas en mi dirección. Me recordé a mí mismo que sólo era una película y me calmé.
En la siguiente escena, el malvado tío arrastraba a la fuerza a su sobrina por la calle, pasando junto a la anciana florista.
– ¿No ves a nadie que reconozcas? me preguntó mi esposa.
¡Y asiera! El malvado lío era el hombre que dijo llamarse Anthony Croydon. Debí haberme dado cuenta antes. Pero mi mujer tampoco lo había visto anteriormente.
Aparté por un momento los ojos de la pantalla y miré a su encantador y enigmático perfil. Las mujeres tienen más enigmas para nosotros que los que podría concebir el profesor Moriarty.
El siguiente movimiento del tío fue arrastrar a su reticente pupila hasta la entrada de una estación del subterráneo. Creí saber cuál era su plan: arrojarla al paso del tren simulando un accidente. Justo cuando parecía no haber esperanza de que fuera salvada, la ayuda vino de un lugar inesperado. La anciana florista corría hacia el tío. Aterrorizado, el malvado dejó en el suelo a la joven, ahora desmayada, y huyó. La persecución por las calles de Londres resultaba emocionante, tan emocionante que olvidé por completo mi sorpresa ante las inesperadas proezas atléticas de esa anciana mujer.
Por fin, el malvado tío se vio acorralado, y la persecución terminó con un notable despliegue de puñetazos. En esos momentos, el sombrero y la peluca de la florista se habían perdido ya en la persecución, y quedaba muy claro que era un hombre, lo cual explicaba muchas cosas. La florista era obviamente un boxeador entrenado, un logro, gracias a Dios, conseguido por pocos miembros del bello sexo.
Por fin, la florista volvió su cara a la cámara haciendo que yo recibiera una impresión que me hizo exclamar en voz alta, para irritación de los que me rodeaban.
– ¡Es Holmes!
Creo que mi esposa lo supo todo el tiempo. Seguramente, ella, que conocía a Holmes mucho peor que yo, no habría sido capaz de reconocerle antes que yo a través de uno de sus disfraces. Fue sólo camino de casa cuando me di cuenta de lo inadecuado de la película como crónica de una de sus hazañas. La falta de habla obviaba cualquier posibilidad de desplegar su notable razonamiento deductivo. Y me molestaba bastante que los autores de la película ofrecieran la impresión, con la colaboración de Holmes, de que trabajaba solo, sin la ayuda de un asociado.
Por fin me di cuenta de que los disfraces que Holmes usaba cada vez que me visitaba no estaban conectados con la práctica o la prevención de la profesión de detective, sino más bien con una lucrativa actividad paralela como actor de cine. Ya lucra porque las promesas monetarias fuesen demasiado atractivas para ser ignoradas o por la oportunidad de interpretar diferentes papeles además del propio, Holmes había acabado cediendo a los empresarios del celuloide. Creo que debieron intentar convenid lo muchas veces antes de aquel día que he descrito aquí, explicándose así la risible y desesperada elaboración del esfuerzo que realizaron en esta ocasión. De hecho, la amplitud de todo lo que estaban dispuestos a hacer debió ablandar la resolución de Holmes. En cualquier caso, esta tardía y grata segunda carrera debió ayudar a Holmes a seguir adelante en los años posteriores a Baker Street. Muchas veces me he preguntado cómo la apicultura en Sussex, o incluso escribir un libro sobre la detección del crimen, podían resultar entretenimiento suficiente para un hombre de su enorme intelecto e indudable afición a lo teatral.
SHERLOCK HOLMES Y «LA MUJER» – Michael Harrison
Navidad, 1929
La muerte de lady de Bathe acaecida el año que termina, me ha recordado ciertos hechos que, pese a estar destinados a una publicación póstuma o (lo que es más probable) a no publicarse en absoluto, deben quedar consignados de una forma perdurable para todos aquellos que, en años venideros, deseen conocer toda la verdad sobre el singular e imperecedero amor de mi amigo Sherlock Holmes.
Naturalmente, había muchas personas al tanto de lo que sucedía al margen de las noticias publicadas (aunque en ningún modo al margen de su contenido) en periódicos y revistas, que están al corriente desde hace tiempo de que la dama a quien yo llamé «Irene Adler» en Un Escándalo en Bohemia era la conocida (quizá demasiado conocida) amiga íntima de todos los miembros masculinos, tanto jóvenes como de edad madura, pertenecientes a la Familia Real de la época, empezando por su Alteza Real el príncipe de Gales… aunque Su Alteza no fue el primer miembro de la Familia Real en cultivar la amistad de la dama, que en aquella época era esposa del señor Edward Langtry.