Había estado leyéndole La Isla del Tesoro, pero resultaba claro que, en esta ocasión, su atención estaba en otra parte. Afuera, empezaba a asomar el crepúsculo. La ventana aún estaba abierta y por ella entraba la húmeda fragancia de los lejanos pastizales. De- pronto, me di cuenta de que el muchacho me había cogido del brazo y me miraba fijamente a la cara con sus grandes ojos oscuros.
»-Doctor Agar-me dijo casi sin aliento-, ¿conoce a un hombre alto con una gran nariz ganchuda y que use chistera?
»Estuve a punto de reírme por la intensidad de su pregunta, pero algo en su voz me contuvo.
»-¿Por qué lo preguntas, Peter? -dije.
»-Porque viene a ese prado todas las tardes y mira mi habitación.
»Debo confesar que me recorrió un escalofrío al oír esas palabras, señor Holmes, pero intenté sonreír alegremente.
»-Vamos, Peter -le dije-. Te pasas aquí todo el día con tus libros y sin duda habrás leído algo en ellos que…
»-Usted cree que me lo estoy imaginando, doctor Agar -me interrumpió cortante-, pero no es así. Ha venido los tres últimos días.
»Le pregunté a qué hora vio a esa persona, y me informó que aparecía sin falta a media tarde. Pero, parece ser, no veía al hombre en sí, sino a su sombra, proyectándose en el prado junto a la casa de verano. Naturalmente, achaqué a su solitaria existencia lo que me decía. Pero, en mi siguiente visita, volvió a mencionar el asunto, esta ve/ con más intensidad. Había vuelto a ver al extraño dos días atrás, y esta vez podía describírmelo con más exactitud.
»-Bueno -le dije algo impaciente-, descríbelo.
»-Es muy alto y lleva un largo sobretodo con el cuello alzado. Tiene las manos en los bolsillos. Lleva una chistera muy alta y tiene una barbilla afilada y la nariz ganchuda.
»-¿Y en qué dirección estaba mirando?
»-Su cara estaba de perfil, pero en un ángulo que daba la sensación de mirar a mi ventana. Había algo espantoso en él, doctor Agar, algo tan siniestro, que no pude soportar seguir mirándolo. Me arrastré hasta mi cama y enterré la cabeza bajo las sábanas. Había desaparecido cuando me atreví a volver a mirar luego, esa misma tarde.
»Llevaba un rato dándole palmaditas en la mano, intentando reconfortarlo a mi pobre manera, y la puerta se abrió de repente y apareció el padre Wainwright. Sus oscuros y severos rasgos se oscurecieron más aún al mirarnos.
»-Así que para esto sirven sus visitas -dijo con voz amenazadora-. Para escuchar las estúpidas ensoñaciones de un niño. Sí, lo he oído, y puedo decirte, muchacho, que si sigues con estas tonterías, volverás al piso de abajo.
»-¡Pero, padre!-protestó el pobre muchacho-. Si tan sólo viniera aquí una tarde para verlo usted mismo… Le juro que…
»-¿Me juras? -El clérigo miró con desdén a su hijo-. ¿Te atreves a referirte a un acto solemne como ése en relación con un asunto tan trivial como éste? -Fue hasta la ventana y la cerró con firmeza-. Creo que sería aconsejable que nos dejase, doctor Agar. Y, ya que está usted aquí, quizá fuese el momento apropiado de decirle que mi esposa y yo preferiríamos que limitase sus visitas a sólo una por semana.
»-¡Mi querido señor…! -protesté.
»-Una vez por semana, doctor. Y considérese tratado de forma muy indulgente. Si estas tonterías continúan, le consideraré personalmente responsable y veré de contratar a otro médico.
»Iba a replicar a esta desagradable e injusta acusación, cuando el muchacho enterró de pronto la cabeza en las almohadas y empezó a llorar de forma convulsiva.
»-Calma, calma, hijo mío. -El clérigo posó una mano en la cabeza de su hijo y la acarició cariñosamente, pues es obvio, señor Holmes, que, a pesar de todo, quiere mucho a Peter-. Intentemos olvidar todo este asunto.
»Fue entonces cuando el muchacho volvió su pálido rostro hacia nosotros, con sus enormes y febriles ojos llenos del mayor terror.
»-¡Usted no lo comprende, padre! -gritó-. No se lo he dicho todo. También la he visto a ella, y a los niños… -las últimas palabras eran casi un chillido.
»Entonces fue cuando le tocó a Wainwright mostrar sus emociones. Adquirió una palidez mortal, se mordió el labio, y se pasó una mano por la frente.
»-¿Qué… qué quieres decir? -tartamudeó.
»-Ayer vi la sombra del hombre, tal y como la había visto en otras ocasiones. Y, entonces, los vi a ellos. Justo delante de él, y mirándole de frente, estaban las sombras de una mujer y dos niños.
»-Descríbelos -dije yo.
»-Ella era corpulenta, y llevaba una especie de abrigo grueso. Resguardaba a dos niños en los pliegues de su abrigo, y los tres parecían mirar fijamente al hombre.
»Pude ver cómo Wainwright daba media vuelta y se tambaleaba hasta la ventana. Se apoyó en el alféizar, y vi que el sudor le surcaba las mejillas. Me ofrecí a ayudarlo, pero me apartó con un gesto.
»-Váyase, Agar, en el nombre de Dios. Déjeme solo.
»Tras eso, me marché con toda la dignidad que me permitían las circunstancias.
»No obstante, mientras me dirigía hacia el camino, me vi invadido de pronto por la sensación de que estaba siendo vigilado. Miré hacia atrás, a las ventanas de la sala de estar y allí, perfectamente visible a través del cristal, estaba el padre Wainwright en persona mirándome fijamente. Un escalofrío me recorrió mientras le contemplaba. Había algo terrible en esos rasgos taciturnos, inamoviblemente fijados en mí.
»Me sentí aliviado de poder volver a casa e intentar olvidar todo el siniestro asunto. Entonces, casualmente, a cosa de las once de esa misma noche, me llamó un paciente de la granja Dean.
»Ya era medianoche cuando volvía a casa y decidí hacerlo por el viejo camino que pasa junto a la vicaría de Buckley, sólo por la sencilla razón de que hacía una noche espléndida y cálida con una brillante luna. Ya imaginará que, cuando pasé ante su puerta, mi mente volvió al extraño asunto que se desarrollaba allí. De pronto, fui consciente de un fuerte olor a quemado proveniente del jardín de la vicaría. Detuve la calesa y rodeé a pie el muro del jardín, que tiene forma de herradura y circunda el lugar, con una puerta de hierro forjado en el centro. Me descubrí subiéndome al tocón de un árbol y mirando sobre el muro. Afortunadamente, elegí un lugar que me proporcionaba una vista muy clara del prado de la parte de atrás de la casa. Todo él, y el gran cedro que lo dominaba, estaba bañado por la luz de la luna. Y allí, junto a las puertas de cristal, vi al reverendo Joseph Wainwright en persona. Parecía estar completamente loco, señor Holmes. Tenía el cabello alborotado y farfullaba algo para sí. Miraba a su alrededor como si fuera un gran mono, moviendo maderos y transportando combustible que arrojaba a un pequeño montón de troncos ardiendo, cuya luz iluminaba sus rasgos de forma chillona. Y vi que sonreía de forma diabólica, murmurando al mismo tiempo “Con esto valdrá. Con esto valdrá”. Al cabo de un rato se alejó y oí cómo se cerraba una puerta.
»Me quedé cierto tiempo indeciso, alarmado por lo que acababa de ver. El espeso humo de la conflagración llenaba el prado y me llegaba a los ojos, haciéndome llorar. Entonces, movido por mi abrumadora curiosidad (yo no soy ningún héroe, señor Holmes), trepé con sigilo sobre el muro y me moví con precaución hasta el fuego. Imagine mis sensaciones cuando vi, con toda claridad, en medio del fuego, una chistera y los humeantes restos de un sobretodo.
Vi cómo Holmes se animaba; sus ojos brillaban por la excitación.
– Di media vuelta y salí corriendo sin más -continuó nuestro cliente-. De alguna forma, no me pregunte cómo, conseguí subirme al muro, rezando desesperadamente para que la aterradora figura del clérigo no apareciera repentinamente. Misericordiosamente, no lo hizo. Hoy, no pudiendo soportarlo más, decidí visitar al único hombre de Inglaterra que podía ser capaz de arrojar alguna luz sobre el asunto.
– Y me alegro mucho de que lo haya hecho así -dijo Holmes encendiendo la pipa y estirando las piernas hacia el hogar-. Dígame, ¿hay entre sus conocidos alguno que se parezca a la figura vista por el muchacho?