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– Tengo mi viejo revólver de servicio.

– Entonces téngalo a mano. El reverendo Joseph Wainwright no es un hombre en cuyo temperamento confiaría de querer ponerlo a prueba.

El reloj de la iglesia daba la medianoche cuando por fin dejamos el camino para entrar en un viejo sendero. El cielo que teníamos encima de nosotros era una masa de deshilachadas nubes que atravesaban la faz de la luna. A nuestra derecha estaba el Bosque Quarry, oscuro y amenazador, y en la distancia podía atisbarse la siniestra fachada de la vicaría, que sobresalía entre los árboles. No se veía ninguna luz, y el edificio gótico parecía desprender una ominosa quietud, llena del misterio y el terror que acechaba entre sus paredes cubiertas de liquen.

– El padre Wainwright es un personaje interesante, ¿verdad?-remarcó mi amigo cuando llegamos a la puerta del jardín, manteniéndose cerca de la densa sombra del sicomoro-. ¿No hay nada que le pareciera curioso en su comportamiento?

– ¿Usted cree que conoce la identidad de ese hombre? -susurré-. Yo juraría que sí.

– Sí, eso sugiere su reacción ante la historia del muchacho. Pocas veces he visto tanto miedo en el rostro de un hombre. Aun así, mi querido Watson, seguramente había algo más que miedo.

– ¿Qué quiere decir?

– Culpa. Es obvio que el hombre alberga un doloroso secreto. Y yo diría que en ese secreto hay tanta culpa como remordimiento. Pero, a lo que hemos venido. Páseme esa linterna. -Se arrodilló, iluminando la tierra-. Tal y como sospechaba; alguien ha estado cavando aquí.

Empezó a apartar la tierra suelta con las manos desnudas.

– Si valora su vida, no pierda de vista la vicaría, Watson -murmuró, concentrado en su labor.

Al cabo de un tiempo, lanzó una sonora exclamación de triunfo.

A la luz de la antorcha, vi que había encontrado algo brillante y metálico. Acercándome más, vi que era un reloj de oro con su cadena.

– Fíjese en esto, Watson. -Me señaló una débil inscripción en el reloj-. «A A.H.W. de J.W. 1864.»

– ¡En nombre del cielo! -exclamé-. ¿Qué significa esto?

– Maldad, Watson -replicó con gravedad, guardándose el reloj en el bolsillo y ajustándose el chaleco-. Vámonos. Aquí ya no aprenderemos nada más.

Pero sucedió algo más. Mientras rehacíamos el camino, se me ocurrió mirar atrás, a la vicaria. Quizá fuesen imaginaciones mías, pero habría jurado que, por un momento, una luz brilló en una habitación del piso superior, y que vi claramente recortado contra ella la figura de un hombre alto con chistera que parecía mirar fijamente a la noche. Un momento después, la visión desapareció. Llamé la atención de Holmes al respecto, y nos detuvimos unos minutos a esperar. Pero ya no se veía ninguna luz, y todo estaba tan oscuro y silente como una tumba.

Nos levantamos muy tarde, y nos sentamos a almorzar en el salón de la taberna a una hora bastante avanzada. Holmes parecía sumido en profundos pensamientos. Se sentó junto a la ventana, siendo el mismo retrato del desaliento.

– Tengo una extraña premonición, Watson -dijo-. Va a ocurrir algo. Aunque este asunto es tan extraño, está compuesto de hebras tan diversas, que en esta etapa es imposible determinar qué giro repentino tomarán los acontecimientos.

– ¿Cree que el muchacho está en peligro?

– En un gran peligro. Pero, si pudiéramos identificar ese peligro, este caso dejaría de ser ese problema de connoisseur que sin duda es. De hecho, es uno de los más memorables de mi carrera. Sus sutilezas son mucho más profundas que el mero atisbo de unas sombras en el prado de una vicaría, pero…

Se interrumpió bruscamente. Sus dedos tamborilearon excitados en la mesa.

– ¿Qué pasa, Holmes?

Vi que miraba intensamente por la ventana al patio empedrado. El sol brillaba luminoso, y oía cantar a los pájaros, pero evidentemente la belleza de la tarde se le escapaba a mi amigo.

– El empedrado -murmuró-. ¡Por los cielos, qué ciego he estado! -Se llevó la mano a la cabeza-. Vamos, Watson. ¡Nuestro sitio está con los Wainwrights!

Salimos corriendo al patio y unos minutos después bajábamos el escarpado camino que llevaba a la vicaría. De pronto, llegó a nosotros el sonido de un caballo y un carruaje conducidos a toda velocidad y, un instante después, vimos aparecer al doctor Agar tomando una curva cerrada, el látigo en mano y el rostro distorsionado por el horror. Lanzó un terrible grito al vemos, el látigo cayó de su mano y él mismo se cayó del asiento, cuando tiró de las riendas, y aterrizó entre los setos. El aterrorizado caballo pasó junto a nosotros con gran estruendo, arrastrando su carruaje sin jinete.

– Mi querido señor, ¿qué ha sucedido?

Holmes ayudó al infortunado doctor a ponerse en pie.

– ¡Algo terrible, señor Holmes, una tragedia espantosa!

Sherlock Holmes me mostró una faz cadavérica.

– Díganos, doctor Agar.

– El joven Peter Wainwright ha muerto. Su cuerpo se encontró hace apenas una hora. Se arrojó por la ventana de su habitación.

Las estremecedoras noticias nos sumieron en el silencio por unos momentos. Vi a Holmes cubrirse el rostro y dar una patada al suelo.

– ¡Qué estúpido he sido! -exclamó amargamente- Pero, ¿cómo iba a saber yo el momento exacto, la hora…? Supongo que va por la policía. Entonces, apresúrese. Watson y yo iremos a la vicaría.

– Le indujeron a ello, señor Holmes. Todavía vivía cuando llegué. Me habló.

– Holmes aprestó el oído.

– ¿Y qué es lo que dijo?

– Dijo, muy débilmente, porque sufría mucho por el dolor y estaba muy cerca de su fin: «Fue él, doctor Agar. ¡Vino por mí!» Esas fueron sus últimas palabras.

Holmes me cogió del brazo.

– Vamos, Watson. No hay ningún momento que perder. ¡Ya que no hemos podido salvarlo, al menos podremos vengarlo!

Poco después, nos encontramos una vez más en el siniestro salón. El padre Wainwright estaba sentado con la cara enterrada en sus manos. Rompió en sollozos cuando intentó describir lo sucedido. Fue Jack Wainwright quien nos proporcionó los terribles detalles.

– Peter parecía estar bien cuando fui a verle a la hora del almuerzo, señor Holmes, listaba dibujando y hablaba muy excitado sobre enviar uno de sus dibujos al Festival de Reading. A cosa de las dos estábamos lodos en esta habitación tomando el té. Padre estaba hablando de los arreglos para la Garden Fête de la semana próxima cuando oímos un grito en el piso de arriba. Subimos corriendo. La ventana estaba abierta de par en par… Atine, nuestra doncella, que acababa de subirle el té a Peter, estaba ante ella, señalando hacia abajo casi histérica. Peter estaba en el jardín. I.o llevamos dentro y llamamos al doctor Agar, pero murió al poco de llegar el doctor.

La señora Wainwright, con un pañuelo en sus enrojecidos e hinchados ojos, movió una mano hacia la puerta.

– Si quiere ver a mi hijo, señor Molinos, está en la habitación contigua. ¡Oh, por lo que ha debido pasar para acabar haciendo esto! Debí mostrarme más paciente y comprensiva con él, pese a lo agotador que podía llegar a resultarme; él se merecía que lo hiciera.

Su hijo Jack la rodeó con un brazo.

– Vamos, madre, no se culpe. Hizo por él todo lo que pudo -dijo.

Durante todo este tiempo, el padre Wainwright continuó sentado con la cabeza entre las manos, con las lágrimas surcándole el rostro, en un retrato tan abyecto de dolor paternal que se me encogía el corazón con solo mirarle. Examinamos el cuerpo del infortunado muchacho en una pequeña habitación adjunta, con las persianas a medio recoger. Incluso en la rigidez de la muerte, su rostro tenía una mirada del más absoluto terror, con labios entreabiertos y ojos que miraban fijamente.

Un somero examen por mi parte me reveló que la muerte sobrevino por una fractura doble en el cráneo y en la espina dorsal. No pude hacer menos que reflexionar sobre el abrumador pathos de la muerte. Me pareció un destino particularmente cruel que una vida así, por muy frágil que ésta fuese debido a su mortal enfermedad, terminase de este modo.