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– De un genio malvado, sin duda.

– Bueno, el arte que se lleva en la sangre puede asumir formas muy extrañas, Watson, como ya le he hecho notar antes. No en vano los Wainwrights están lejanamente emparentados con Daniel Wainwright, el disoluto pintor del siglo XVIII. En el caso de Jack, la herencia creativa se enfocó hacia unos fines más malévolos.

– Pero se necesitaba una gran ingenuidad por parte del clérigo para haberse dejado influenciar así por esas sombras, cuyo origen debió ocurrírsele a él, al llevar tanto tiempo viviendo allí.

– No necesariamente, Watson. ¿Cuántas veces se ha fijado usted en la extraña configuración de las chimeneas de Baker Street? Además, la gente es muy ingenua.

– Hay una cosa que sigue preocupándome. ¿Cómo es que la sombra del hombre tenía esa afilada nariz ganchuda que, al parecer, se asemejaba tanto a la del hermano muerto?

– La albañilería de la chimenea está rota en un lateral y sobresale una piedra de ella.

Mi amigo se volvió y examinó el ancho frontal de la casa, en cuyo tejado se amontonaban las palomas, al cálido sol y quietud de esa tarde de primavera.

– En todo esto hay una curiosa ironía, Watson. Pensar que esas sombras podrían representar tan exactamente un oscuro secreto familiar. Es una lección para todos nosotros; debemos afrontar la verdad que tememos, en vez de intentar reprimirla. Pero, toda la base del caso reside en la curiosa personalidad de la señora Sarah Wainwright.

– ¿Cómo es eso?

– En realidad, Jack estaba actuando de forma inconsciente bajo su penetrante influencia. Sentía que la eliminación del joven Peter le permitiría obtener su amor completa y totalmente, ya que no habría nada que distrajera su atención. El amor posesivo de la mujer por su hijo Jack, en quien prodigaba toda la pasión engendrada por su amargura marital, fue la auténtica fuerza que había tras los actos de su hijo mayor. Sí, mi querido Watson. Usted, que es tan ardiente aficionado al helio sexo, debería recordar en el futuro que, si desea estudiar la personalidad de una mujer, hay que fijarse en sus hijos. Es un axioma que pocas veces me ha fallado. Y ahora, si no le importa, daremos un paseo junto al río. Tengo fuertes deseos de saborear la cerveza local, de la que he oído decir cosas de lo más extravagante. Me he fijado en un encantador local público que sobresale por la ensenada, así que seré más que feliz poniendo el asunto a prueba.

Nota del Autor:

De: Su Último Saludo…

«…doctor Moore Agar… cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día…»

– «La Aventura del Pie del Diablo».

LA AVENTURA DEL SECUESTRO GOWANUSJoyce Harrington

Fue una deprimente tarde de enero hace pocos años, mientras yo intentaba, sin mucho resultado, aliviar los síntomas de un reciente resfriado, cuando sonó el teléfono interior y el portero me anunció la llegada de un mensajero con un paquete para mí. Mi primera intención fue la de pedir a Carlos que firmase la entrega. Ya la recogería más tarde, cuando bajara de mi piso en el ático para surtirme de una buena provisión de gotas nasales, pañuelos de papel y limones frescos. Pero las pomposas bufonadas de los culebrones de la tele habían perdido todo interés y la curiosidad se apoderó de mí. Le ordené que hiciera subir al mensajero.

El timbre sonó momentos después. Contesté a la llamada tal y como iba vestido, con una vieja bata de lana y una bufanda envuelta alrededor de la cabeza como si fuese un turbante, para protegerme de las corrientes de aire. El personaje que estaba ante mí en el umbral proporcionaba una visión sorprendente. Era alto, por encima de los seis pies, y estaba completamente vestido con spandex negro, a excepción de un casco negro de motorista y un pasamontañas multicolor que le cubría la cara, revelando sólo un par de grandes y luminosos ojos oscuros, que miraban impasiblemente a los míos desde lo alto, y una ancha y carnosa boca que no dijo una palabra. Llevaba una bolsa de lona negra colgando en cabestrillo de un hombro, y tenía las manos cubiertas por a justados guantes de cuero negro. En una de esas manos, llevaba un sobre marrón que me alargó junto a una hoja de papel y un bolígrafo. Un dedo enguantado señaló la línea sobre la que, sin duda, deseaba que yo firmase.

Lo hice, al tiempo que buscaba en el bolsillo de mi bata un billete de dólar con el que recompensar su labor. Me cogió bolígrafo, papel y billete y, todavía sin decir palabra, galopó hasta el ascensor, donde apretó enérgicamente el botón de llamada y esperó a que subiera, saltando impaciente sobre un pie y sobre el otro mientras la pesada taleguilla rebotaba en su espalda como un maligno jinete enano que obligase a un potro recalcitrante a esforzarse aún más.

Naturalmente, ya había visto a muchos de esos Mercurios sobre dos ruedas recorriendo las calles de la ciudad y, de hecho, más de una vez había escapado por poco de una colisión con alguno que otro de su especie, pero esta era la primera vez que alguien elegía este medio de comunicarse conmigo. Se volvió para mirarme, mientras yo permanecía allí, bastante más desconcertado de lo usual, debido, sin duda, a la congestión de mis senos nasales, y con una voz grave pronunció una sola palabra.

– Irregular.

¡Irregular, efectivamente! Me di cuenta de que yo estaba lejos de ser una figura elegante con mi nariz roja y mi cabeza envuelta en una toalla, pero, ¿qué derecho tenía él a hacer comentarios sobre mi apariencia, sobre lodo habiendo recibido tan generosa gratificación? listaba a punto de protestar vehementemente cuando, a través de mis taponados pasajes nasales, hizo erupción un estornudo de tal magnitud que fui incapaz de hablar durante varios segundos. Cuando se me despejaron los sentidos, tras haber empleado una media docena de pañuelos de papel, el zaguán estaba desierto, las puertas del ascensor cerrándose, y mi visitante desaparecido.

Volví a mi apartamento, dedicando mi atención al sobre que llevaba en la mano. Estaba dirigido a mí con gruesas letras negras que casi desafiaban el ser descifradas, y carecía de remite. El sobre en sí mostraba huellas de mucho uso, arrugado, doblado y con manchas de barro en las junturas. Le di la vuelta y descubrí que la solapa estaba sellada por varias capas de cinta transparente sobre la cual se habían impreso tres claras huellas digitales. Las miré un rato, pero no me dijeron nada, y añoré la vista aguda y la mente rápida de la antigua compañera de mi vida. Pero la polifacética y voluble Diana actriz, pintora, músico, poeta de cierto renombre, cocinera de categoría cordon bleu y cazadora de bestias salvajes, tal y como indica su nombre (pero con una Nikon en vez de con un rifle para elefantes), dentro de sus muchas habilidades- hacía mucho que había dejado nuestros mutuos aposentos en busca, como ella misma dijo, «del secreto de mi existencia».

Habían pasado dos años desde el día de año nuevo de 19__, en que llenó una pequeña mochila con sólo lo imprescindible y se marchó diciendo únicamente «Cuida del apartamento, Watson, amor mío. Volveré».

Por supuesto, le imploré que me permitiera acompañarla en su viaje, pero permaneció inflexible en su negativa. «Es demasiado peligroso, mi querido amigo, y tu disfrutas demasiado de las comodidades de la civilización», fue la única razón que me dio.

Otro hombre podría haberse sentido insultado por semejante comentario sobre su valor y resistencia, pero no yo. Diana podía resultar irritante, pero siempre tenía razón. Mi salud estaba deteriorada por algunas imprudencias juveniles cometidas durante la era de Acuario, cuando abandoné la escuela de medicina para llevar una vida hippy, En aquellos momentos me contentaba quedándome en casa y escribiendo en mi procesador de textos las aventuras de mi querida amiga, tal y como ella me las relató en indolentes tardes veraniegas (y en algunas de las cuales yo había tenido una modesta participación), mientras contemplábamos la gran metrópoli, reclinados en nuestra terraza.