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La noche del crimen, contada desde el punto de vista de Wilson, no difería mucho de la descrita por Beech y los parroquianos de la posada, aunque Wilson había estado en su habitación en el momento de los disparos y no los había oído.

– Al día siguiente, cuando se encontró el cuerpo de sir Clive, fui directamente a la casa de carruajes. El fusil Gatling estaba allí, montado en su carromato, y sin haber sido disparado desde la última prueba y limpieza.

– ¿Y le dijo eso a la policía? -preguntó Holmes.

– Lo hice, en cuanto se llevaron a Landen acusado del crimen. El jefe de policía Roberts repuso que había tenido tiempo suficiente para limpiarlo y volver furtivamente a su habitación tras haber disparado a sir Clive. Nadie vio a Landen hasta la mañana siguiente al asesinato, tiempo que él dijo haber pasado durmiendo.

Holmes caminaba lentamente a uno y otro lado, acariciándose la barbilla con la mano.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, por el amor de Dios? -barbotó Wilson, incapaz de soportar el silencio.

Holmes se detuvo y le miró.

– Watson y yo desharemos las maletas. Después, usted nos llevará a examinar el escenario del crimen, y a hablar con la familia de la víctima.

El resto de la tarde lo pasamos recolectando retazos de información grandes y pequeños, que significarían poca cosa para cualquiera que no fuese Sherlock Holmes, pero que yo le he visto utilizarlos una y otra vez para echar el nudo corredizo alrededor del cuello de todos aquellos que habían obrado mal. Era un proceso laborioso pero invariablemente efectivo. Abandonamos el camino en dirección a la mansión de sir Clive, pero nuestra primera parada fue donde había sido asesinado.

– Fíjese en esto, Watson-dijo Holmes, saltando fuera del carruaje-. El sendero se inclina hacia abajo al tiempo que efectúa una curva, así que los caballos deben aminorar el paso. Y esa arboleda de ahí es un buen escondite. Es un lugar perfecto para una emboscada.

Tenía razón, claro, como siempre. Pero el resto del terreno que había alrededor del escenario del crimen era casi plano, y cualquier pistolero oculto debía correr el riesgo de que alguien de la vecindad le viera huir una vez cometido el crimen.

Bajé del carruaje y me paré en el camino mientras Holmes se alejaba a examinar la arboleda. Volvió caminando con lentitud, con los ojos clavados en el suelo, parándose una vez para agacharse y pasar sus dedos por la tierra.

– ¿Qué está buscando? -me susurró Wilson Edgewick.

– Si lo supiéramos, no tendría mucho significado para nosotros -le dije.

– ¿Se ha encontrado alguno de los cartuchos usados? -le preguntó Holmes a Edgewick, cuando llegó a nuestra altura. Estaba limpiándose con el pañuelo una mancha oscura de los dedos.

– No, señor Holmes.

– ¿Y los casquillos usados se quedan en la cartuchera de municiones del fusil Gatling en vez de salir expulsados al dispararse?

– Exacto. Las cartucheras se llenan después con nueva munición.

– Ya veo. -Holmes se agachó bruscamente-. Hola. ¿Qué tenemos aquí, Watson?

Retiró algo pequeño y blanco casi de debajo de mí bota. Me incliné para verlo mejor.

– Una pluma, Holmes. Sólo es una pluma blanca.

Él asintió, envolviendo con aire ausente la pluma en su pañuelo para luego guardársela en el bolsillo del chaleco.

– ¿Y aquí es donde se encontró el cuerpo? -dijo, señalando a la cerrada curva del camino.

– A unos treinta metros de aquí -dijo Edgewick-. La versión oficial es que los caballos siguieron trotando después de que sir Clive muriera y soltara las riendas.

– ¿Y qué hay del caballo que se encontró parado a un lado?

– Supongo que estaría mal enganchado y conseguiría soltarse -repuso encogiéndose de hombros-. Pasa a veces.

– Sí, lo sé -dijo Holmes.

Caminó un poco más por los alrededores, mirando al suelo. Edgewick me miró, impaciente por llegar a la casa. Levanté una mano para advertirle que no interrumpiera la meditación de Holmes. Una bandada de reyezuelos abandonó las copas de los árboles, retorciéndose con el viento como si formaran una sola forma oscura.

Tras examinar el escenario del crimen, nos dirigimos a la casa de carruajes para ver el fusil Gatling. Estaba fabricado con acero azul y olía a aceite. Era terriblemente hermoso.

– Esto no debería usarse en la guerra -me oí decir con voz sobrecogida.

– Es tan terrible que quizá acabe eliminando la guerra como posible alternativa y se convierta en un gran instrumento de paz. Es nuestra más ferviente esperanza.

– Un concepto interesante -dijo Holmes. Olfateó los abarrotados tambores y recámaras de la máquina infernal. A continuación, se limpió de los dedos algo de aceite que había recogido del arma, y sonrió-. Creo que aquí ya hemos visto bastante. ¿Podemos ir ya a la mansión?

– Vamos -dijo Edgewick. Parecía tan molesto como impaciente-. Da la impresión de que los progresos serán lentos, y no tan seguros.

– En absoluto -dijo Holmes, acompañándole hasta la puerta y esperando mientras echaba el candado-. Ya he establecido que su hermano es inocente.

Me oí tomar aire.

– ¡Pero, Holmes…!

– No voy a hacer ninguna revelación aún -dijo Holmes, agitando lánguidamente una mano-. Sólo quería aliviar la angustia que nuestro joven amigo siente por su hermano. La explicación todavía está desarrollándose.

Cuando llegamos a la casa fuimos recibidos por Eames, el mayordomo, un hombre enormemente alto pero cadavéricamente delgado, que nos condujo hasta el salón. La habitación ocupaba la mayor parte del ala oeste de la irregular casa cubierta de hiedra, y estaba forrada con paneles de roble y bien amueblada con sillas cómodas, una mesa de juegos, una alfombra persa y un ardiente fuego en una impresionante chimenea de piedra. Unas puertas de cristal se abrían a un amplio césped.

Wilson Edgewick nos presentó. La mujer delicadamente hermosa pero de ojos tristes sentada en la silla de cuero era Millicent, la prometida de Landen. Junto a la ventana había una muchacha pequeña y morena de agradable semblante: Phoebe Oldsbolt, hermana menor de Millicent e interés romántico de Robby Smythe. Robby Smythe estaba sentado cerca de la chimenea de piedra. De pie, muy erguido, junto a un aparador y bebiendo de una copa de vino tinto, estaba un hombre corpulento vestido de tweed que fue presentado como mayor Ardmont, de la Caballería de la Reina.

– Sir Clive era un oficial de caballería retirado, ¿verdad? -preguntó Holmes tras mostrar sus condolencias a las desconsoladas hijas del difunto.

– Sí que lo era -contestó Ardmont-. Conocí a sir Clive en Aldershot hace años, y servimos juntos en Afganistán. Naturalmente, fue cuando éramos mucho más jóvenes. Pero, ahora, al volver de la India retirado, me enteré de que sir Clive había sitio asesinado. Consideré que mi deber era venir aquí y prestar todo el apoyo que me fuese posible.

– Muy atento por su parte -dije yo.

– Tengo entendido que es usted militar, Watson -dijo Ardmont.

Tenía la piel bronceada y unos ojos de cazador de un azul purísimo que se clavaron en mí. Esa mirada me produjo un escalofrío, como si yo fuera su presa.

– Sí -respondí-. He visto algo de acción. Hice el servicio como médico.

– Bien -dijo Ardmont, apartando la mirada-, todos hacemos lo que podemos.

– ¡El doctor Watson y usted deben dejar la posada e instalarse aquí hasta que se resuelva este horrible asunto! -le dijo Millicent a Holmes.

¡Háganlo, por favor! -canturreó su hermana Phoebe. Sus voces eran parecidas, agudas y musicales.

– Me sentiría mucho mejor si estuvieran aquí -dijo Robby Smythe-. Darían protección a las damas. Yo me quedaría, pero eso difícilmente resultaría apropiado.