Nos internamos en la mezquina aguanieve y, tras cosa de una hora de vagar por las resbaladizas calles, no parecíamos estar más cerca de nuestro destino que cuando dejamos el familiar vecindario al sur de Central Park. No obstante, el arisco conductor aparcó momentos después ante un edificio abandonado, desprovisto de ventanas, y cuya siniestra fachada color amarillo ocre había sido profusamente decorada con esa peculiar forma artística urbana conocida como grafiti. El edificio parecía ser un almacén, y quizá en otro tiempo fuese el hogar de alguna que otra alegre industria, pero aquel mísero día parecía estar abandonado, con un cierre de metal corrugado bloqueando la entrada a su doble puerta de garaje.
– ¿Es aquí? -inquirí.
El conductor se limitó a encogerse de hombros y señalar significativamente al taxímetro, que marcaba 22,50 dólares. Un pequeño precio si el viaje me traía noticias de Diana, reflexioné.
– ¿Y dónde está el canal? -pregunté, mirando por la ventanilla lateral a un paisaje de rotas calzadas, cubos de basura volcados y automóviles canibalizados. Mi sueño de secretos placeres venecianos se evaporaba en una incómoda sensación de peligros que acechaban detrás de cada una de las puertas que me miraban en esta olvidada calle.
El conductor señaló vagamente en la dirección a la que miraba el taxi. Miré por entre el manchado parabrisas y vi, emergiendo de la penumbra que teníamos ante nosotros, la tracería de hierro de un pequeño puente. El bajo edificio gris, que al parecer era mi destino, se extendía al norte hacia las orillas del canal, si es que había un canal.
Pagué al conductor, añadiendo a la tarifa los prometidos diez dólares, y gateé fuera del taxi hasta quedar expuesto a la helada aguanieve, que, en este desierto vecindario, iba acompañada por un fuerte viento que amenazó con derribarme. Apenas cerré la puerta, el conductor pisó a fondo el acelerador y el taxi se alejó a toda prisa, cruzando el puente y desapareciendo de mi vista. Estaba solo, sin noción alguna sobre la forma de entrar en el edificio o de lo que podría encontrar al otro lado de esas insalubres paredes.
Un examen más atento de la entrada me reveló dos cosas. El cierre de acero estaba asegurado con un pesado candado, y en el muro contiguo había empotrado un timbre corriente. Estaba a punto de llevar mi dedo a él cuando tuve un repentino pensamiento de prevención. De haber alguien en el edificio, él o ella (¿me atrevería a pensar que Diana estaba en el interior, quizá prisionera y esperando a que la rescatara?) no podría abrir el cierre desde dentro, estando además al tanto de mi presencia y pudiendo, mediante alguna otra salida, abandonar el edificio e incluso atacarme por la espalda desbaratando así mi misión.
Miré a uno y otro lado de la desolada calle. A lo lejos, un autobús se arrastraba hacia mí. A pocos metros, un gato muy sucio cruzó bruscamente la calle para refugiarse bajo los restos de un automóvil, del que quedaba poco más que un chasis retorcido. No vi ningún ser humano en la calle, cosa poco sorprendente en vista del tiempo reinante, pero un escalofrío me advirtió que estaba siendo observado. Quizá fuera mi imaginación, pero he aprendido a confiar en esas sensaciones de alarma. Puede que no fuese mas que un ama de casa ociosa, mirando por la ventana de uno de los edificios cercanos, pero quizá fuese algo más hostil. ¿Qué haría Diana en mi lugar?, me pregunté.
Mientras titubeaba, deseando no haberme apresurado tanto en despachar a Rameshwar Das y su taxi, una moto apareció por una esquina cercana, deteniéndose en el bordillo. Su conductor desmontó y aseguró rápidamente la máquina, con un aparato en forma de U, a una farola donde un cartel advertía a los motoristas: «Ni se os ocurra aparcar aquí».
– ¿Por qué has lardado tanto, pavo?-me ladró el motociclista.
Aunque su atuendo se asemejaba al del mensajero que me había entregado el sobre en mi puerta, y su cara se veía tapada por un pasamontañas similar al que añadía unas gafas protectoras de plexiglás, me di cuenta de que no era el mismo individuo. Esta persona era pequeña y ágil, y su voz aguda, casi afeminada en su entonación. Empecé a temer que había caído en alguna clase de trampa o en una conspiración de gamberros motoristas.
Me cogió la mano y empezó a arrastrarme hacia la orilla del canal. Yo me detuve, exigiendo una explicación.
– No hay tiempo -repuso, con voz aflautada-. Tenemos que entrar antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué? -inquirí.
Pero estaba destinado a continuar ignorante. Con fuerza sorprendente para alguien de su tamaño, me obligó a seguirle cuando dobló la esquina del edificio amarillo, y luego por la embarrada orilla del canal. Aunque nos movimos con rapidez, no pude evitar darme cuenta de que las aguas que lamían los muros contenedores de cemento del canal eran de un repugnante tinte verdoso y de que un olor peculiar llenaba el aire helado. Una capa de hielo bajo nuestros pies transformó nuestro rápido avance en extremo peligroso, y a mi mente acudió la imagen fugaz de un chapuzón en las venenosas aguas. Eso a cuenta de lo de las góndolas.
Mi guía me soltó la mano cuando recorrimos todo el lateral del edificio y llegábamos a su trasera y, de alguna parte de su persona, sacó una llave formidable de la clase conocida como Fichet, y la insertó prestamente en una cerradura igualmente formidable de una puerta metálica, enclavada en un nicho de la lisa pared. La puerta se abrió con un crujido, y yo miré por encima de su hombro a la completa oscuridad.
– ¡Adentro! -siseó el motorista, mientras extraía de la bolsa de su espalda una potente linterna con la que procedió a iluminar el interior.
Le seguí intrigado, mirando al sendero de luz en un intento de descubrir los motivos de mi presencia allí. El anillo de mi dedo meñique pareció irradiar cierta cantidad de calor dentro de mi guante, lo cual, para un alma supersticiosa, quizá significase un mensaje de su propietario. Pero me precio de ser una persona práctica, aunque soy muy consciente de que hay fuerzas en el universo de las que nada sabemos, pese a toda nuestra sorprendente tecnología, y me acordé de que ésta era la mano que el joven aferró tan vigorosamente en nuestra travesía por la embarrada orilla del canal. Probablemente el calor que notaba no fuera más que una magulladura dejada por ese apretón. Me lo quité de la cabeza y me concentré en lo que nos rodeaba.
Mi pequeño compañero iba delante, caminando de puntillas, iluminando esto y aquello con su linterna A su luz, capté retazos de un mobiliario lujoso: aquí un vislumbre de una barra de bar con espejo donde filas de botellas, vasos y narguiles esperaban un momento de celebración, allí el brillo apagado de un tapizado de terciopelo rojo alegrado por cojines de intrincado dibujo oriental. Aunque yo también caminaba de puntillas en una imitación inconsciente de mi guía, no había necesidad de tal precaución. Una gruesa alfombra acolchaba cualquier ruido que pudiéramos hacer en nuestro avance.
– ¿Qué es este lugar? -me aventuré a preguntar.
– Guarda silencio-fue la susurrada respuesta-. Pueden haber dejado a alguien de guardia.
Algo había cambiado en su voz. Todavía era aguda e impaciente, y aún conservaba ese irritante tono de mando, pero la elección de palabras ya no era la de un golfillo callejero.
– ¿Quién eres? -exigí-. No daré un paso más hasta que lo sepa.
Mi guía apagó la linterna y nos inundó una completa oscuridad. Pero incluso en esta negrura estigia, yo tenía los sentidos completamente alertas. Oí un chasquido inconfundible y noté contra mi garganta el frío y delgado filo de una navaja.
– Lo sabrás cuando debas -susurró mi compañero-. Esperaba no tener que emplear la fuerza. Va contra mis principios, pero no me dejas otra alternativa. Que me sigas voluntariamente o a punta de navaja es algo que me trae sin cuidado, pero, sígueme o no volverás a ver a tu amiga.