MARY: (con frialdad) ¿Quién es esta vez? ¿Violet Hunter o esa vampiresa de la Ferguson?
WATSON: ¿De qué estás hablando?
MARY: Lo sabes perfectamente. Holmes, ¡ja! La última vez que dijiste que le necesitaba, volviste con un largo cabello castaño en el abrigo.
WATSON: ¡Te dije que era de una mangosta!
MARY: No me importa su nacionalidad. Te dejaré, como no dejes de verte con otras mujeres. ¡Pon eso en tu pipa y ve fumándolo!
WATSON: Luego hablaremos de eso.
MARY: Desde luego que sí. James.
WATSON: John. Me llamo John.
MARY: Lo que sea.
(WATSON sale de escena, MARY sigue haciendo punto durante un momento y luego se incorpora en actitud de escucha. Ya segura de que se ha ido su marido, coge el teléfono y gira la manivela.)
MARY: El profesor Moriarty, por favor, (espera) ¿Hola? ¿Jimmy? Mary. Se ha ido. No, no volverá hasta tarde. ¿Estás libre esta noche? Estupendo. ¿Cómo? (hace una pausa) ¿Una nueva monografía? Sí, tráela de todos modos, (coqueta) Sí, me encantará discutir la dinámica de tu asteroide. Contaré los minutos. Adiós, amor.
(Cuelga el teléfono. TELÓN).
LOS DOS LACAYOS – Michael Gilbert
En el otoño de 1894, como sin duda encontrarán en mi relato del caso sobre el constructor de Norwood, vendí mi pobre consulta médica y volví a vivir con Holmes en nuestras viejas habitaciones de Baker Street. Su sensacional regreso de una muerte supuesta, seguida del juicio del coronel Sebastian Moran por el asesinato del honorable Ronald Adair, había revivido y, de hecho, incrementado su labor hasta el extremo de que pasaba más tiempo fuera que dentro de casa, y me encontré pasando largas horas solo, frente al fuego de la chimenea de nuestra sala de estar.
No era algo que me molestase, y esa tarde en particular el viento convertía la lluvia que caía en la calle en heladas lanzas. La herida recibida en Maiwand catorce años atrás ya estaba curada, por supuesto, pero sigo notando pinchazos cuando el tiempo tiene un carácter especial. Para pasar el rato, cogí un libro de los largos estantes de libros mayores y cuadernos de recortes que se alineaban en la pared junto a la chimenea. Resultó ser una caja hueca en vez de un libro y contener diversos objetos. No estaban colocados en un orden determinado aunque, sin duda, cada uno de ellos significaba algo para Holmes.
Unos gemelos de perlas, un abrecartas con la hoja rota, un mazo de cartas que, al ser examinado, reveló carecer de as de espadas y tener dos ases de bastos. Ninguno me dijo nada hasta que cogí una pequeña caja de cartón que, a juzgar por las polvorientas migajas de su interior, contuvo en el pasado una porción de un pastel de boda, En la tapa se podía leer: «Mary Macalister y sargento Jacob Pearce. Capilla Baptista de Friary Lane. 10 de diciembre de 1886.»
– ¡Cielo santo! ¿Esta boda tuvo lugar hace ocho años? Parece como si fuera ayer -estaba pensando cuando oí los pasos de Holmes en la escalera y le vi entrar, al parecer de muy buen humor.
Parecía que su investigación sobre los documentos del ex presidente Murillo iba muy bien. Miró la caja que yo tenía entre las manos.
– Veo que está usted rememorando uno de sus primeros éxitos -dijo.
– Suyo, Holmes. No mío.
– Todo lo contrario, mí querido amigo. Usted hizo todo el trabajo preliminar. Y estoy seguro de que la señora Pearce supo valorarlo. ¿Acaso no le nombró padrino de su primer hijo y le llamó John por usted?
Fue un día de noviembre de 1882 cuando Mary Macalister vino a nuestras habitaciones de Baker Street. He dicho «vino». Habría sido más exacto decir que fue empujada a ello, porque fue sólo la insistencia de la señora Hudson lo que le hizo subir las escaleras y llegar a nuestra puerta. Era una chica bonita, con un cutis fresco de sonrojadas mejillas. No necesité los poderes deductivos de Holmes para darme cuenta de que venía del campo y que era de origen relativamente humilde. También había estado llorando.
Holmes le hizo pasar con toda cortesía y le pidió que se sentara, y, como parecía abrumada por la situación, fue la señora Hudson quien habló por ella.
– La señorita Macalister es mi sobrina -explicó-. Trabaja en la mansión Corby.
– ¿La casa de sir Rigby Bellairs? -dijo Holmes.
La chica asintió.
– ¿Y qué ha hecho sir Rigby para causarle esa agitación?
– Oh, no, señor. No fue sir Rigby. Fue Terence.
– ¿Terence Black?
– Sí, señor.
– Ya veo -dijo Holmes-. ¿Amigo suyo quizá?
La chica, que parecía a punto de romper a llorar, tragó saliva antes de contestar.
– Estábamos prometidos. La boda iba a celebrarse a fin de mes.
– Entonces, la acompaño en el sentimiento.
– Le dije que si alguien podía hacer algo por ella ese sería usted -dijo la señora Hudson.
Pude leer la indecisión en el rostro de Holmes. Aunque considerado por algunas personas como un misógino desprovisto de sentimientos humanos, la visión de la belleza en apuros siempre le conmovía. Pero yo sabía que, en aquellos momentos, estaba enfrascado en una compleja investigación en la City de Londres. No era el tipo de casos al que daba preferencia, pero en aquellos principios de su carrera no podía permitirse ser demasiado selectivo y ese asunto, en el que estaban mezclados varios miembros de la nobleza y una de las principales firmas financieras de la ciudad, difícilmente podría descuidarse por los apuros de una sirvienta, por muy conmovedora que fuese.
Todos estos pensamientos debieron pasarle por la mente mientras la señora Hudson y la muchacha le observaban ansiosas.
– Le ayudaremos si podemos -dijo finalmente-. No puedo prometer nada personalmente, pero mi colega, el doctor Watson, hará la investigación preliminar para sacar a la luz los hechos omitidos por la prensa del país, y me mantendrá informado de todo.
– Es usted muy amable, señor. Es más de lo que podíamos haber esperado -dijo la señora Hudson antes de que la muchacha pudiera hablar, y suave, pero firmemente, la condujo hasta la puerta bajando a continuación por las escaleras.
– Nuestra casera está convirtiéndose en toda una estratega -dije-. Estoy seguro de que la señorita Macalister habría preferido su atención personal.
– Se subestima usted -dijo Holmes, mirando sus recortes de prensa-. The Globe dio la mejor versión del caso Corby. Lo discutiremos esta tarde y veremos si es posible hacer algo. Mientras tanto, tengo que volver a la City.
«Tragedia en Corby Manar» era la cabecera del artículo. Empezaba con un breve resumen de la carrera de sir Rigby Bellairs y una descripción de la mansión de Corby. No pude evitar reflexionar sobre el hecho de que esos detalles se considerasen más importantes que el destino de la comparativamente menos importante víctima del crimen. Parecía ser que sir Rigby y su esposa fueron despertados, poco después de la una de la mañana del 7 de octubre, por el sonido de un disparo de pistola. Advirtiendo a su mujer que no le siguiera, recorrió el largo pasillo sur que daba acceso a las habitaciones de invitados. En ese momento tenía la casa llena de ellos para una cacería, ya que la finca era famosa tanto por sus perdices como por sus faisanes.
Al dejar su dormitorio, y a tres puertas de distancia de su cuarto, estuvo a punto de caer sobre el cadáver de Terence Black, uno de los lacayos contratados para aumentar el servicio de cara a la ocasión. Black tenía un tiro en el corazón y debía haber muerto instantáneamente.
La habitación ante cuya puerta había caído estaba ocupada por la señora Ruyslander, viuda de Jacob Ruyslander y propietaria de los famosos diamantes Ruyslander. Al no oír ningún sonido en el interior de la habitación, sir Rigby probó la puerta y descubrió, para su sorpresa, que no parecía estar cerrada. Lo primero que vio, al aventurarse en el interior, fue que la ventana estaba abierta y que había una escalera de mano apoyada contra ella. Podía ver su extremo superior sobresaliendo del alféizar. Para entonces ya habían acudido al pasillo varios invitados masculinos junto con el mayordomo, un ex soldado llamado Peterson. Lady Bellairs estaba con ellos. «Vea si puede despertar a la señora Ruyslander», le dijo sir Rigby tras hacerle una seña.