Выбрать главу

La dama fue hasta la cama y descubrió a la señora Ruyslander tan profundamente dormida, que necesitó un esfuerzo considerable para despertarla. Y cuando por fin se incorporó, parecía demasiado desconcertada para entender lo sucedido. Sir Rigby actuó con admirable decisión. Dejando a su mujer al cargo de la invitada, salió al pasillo, ordenó a Peterson que guardara la puerta del dormitorio, hizo que los demás volvieran a sus habitaciones y envió a un criado a Lewes a por la policía.

A continuación el periódico informaba sobre la encuesta, que tuvo lugar tres «lías después. Se habían destacado varios hechos, todos los cuales parecían apuntar en la misma dirección.

La primera pregunta a responder era, ¿qué hacía Black en el pasillo? El personal del interior de la casa estaba aislado en dos alas; el masculino en el ala oeste, bajo la vigilancia de Peterson, que también dormía allí, y el femenino en el ala este, bajo la vigilancia igualmente atenta del ama de llaves, la señora Barnby. Para llegar de su cuarto al pasillo del ala sur, Black debió bajar por la escalera de atrás hasta la planta baja y luego subir por la escalera principal. Un viaje considerable, y para el que no estaba autorizado.

Finalmente, las pruebas médicas revelaron que se debió administrar un fuerte sedante a la señora Ruyslander. Los testigos recordaron que se había quejado de estar somnolienta casi inmediatamente después de haber tomado la taza de café de después de la cena. Lady Bellairs aportó más evidencias al respecto. Dijo: «No apruebo el hábito de que los caballeros se demoren mucho tiempo en tomarse su oporto. Saben que el café no se servirá hasta que no salgan del comedor, y en esta ocasión se unieron a las señoras casi veinte minutos después de retirarnos de la mesa. Entonces hice una seña a los tres lacayos que esperaban para que sirviesen el café.»

El forense: «¿Recuerda quién le sirvió el café a la señora Ruyslander?»

Respuesta: «Lo recuerdo con claridad. Fue Terence Black.»

La teoría que empezaba a tomar forma era la de que Terence Black, ayudado por un cómplice sin identificar, planeaba robar los diamantes de la señora Ruyslander. Había estropeado la cerradura de su habitación y puesto un sedante en su café. En el último momento debió tener alguna disputa con su cómplice. Este disparó a Black, bajó por la escalera de mano y desapareció.

El juez dictaminó un asesinato cometido por una o varias personas desconocidas. La policía de Lewes llamó a Scotland Yard y la investigación seguía su curso a cargo del inspector Leavenwurth de las Fuerzas Uniformadas y el inspector Blunt de la División de Investigación Criminal.

Al pie del recorte Holmes había escrito: «Leavenworth es un asno pomposo. Blunt es un buen hombre».

Veinticuatro horas después, y a instancias de Holmes, me instalé en Las Armas del Rey, un pequeño pero confortable hostal situado en la calle principal de Corby. Mis instrucciones eran las de contactar con personal de la mansión para ver si podía localizar algún sospechoso dentro o fuera de la casa, y hablar más detenidamente con Mary Macalister.

Estoy seguro de que no nos lo ha contado todo -dijo Holmes-. Si vamos a ayudarle a limpiar el nombre de su prometido, deberá ser franca con nosotros.

Eran sugerencias fáciles de hacer, pero no tan fáciles de llevar a cabo, y debo confesar que hice muy pocos progresos en la primera quincena que pasé allí.

Sabía por los periódicos que muchos de los invitados que estuvieron en la cacería de perdices de octubre habían vuelto para la primera de una serie de batidas de faisanes, planeadas para la segunda semana de diciembre. Esta vez era una partida mucho mayor que la anterior, de unas cuarenta damas y caballeros con sus propios sirvientes, y supuse que el personal de la casa habría aumentado de forma proporcional. Noté que la señora Ruyslander seguía estando entre los huéspedes. Evidentemente, su experiencia anterior no la había alarmado demasiado.

El tamaño e importancia de la asamblea, junto con la alarmante experiencia anterior indujeron a sir Rigby a tomar ciertas precauciones. La casa de la finca y su jardín fueron rodeados por un formidable muro, donde sólo había dos entradas, situadas en los pabellones del sur y del oeste. De día estaban vigiladas por el encargado de cada pabellón y, de noche, las puertas se cerraban y se reforzaban con cadenas. No obstante, si yo no podía entrar, la información sí podía salir. Los sirvientes de la casa podían estar trabajando duramente en el interior, pero los mozos del establo y los jardines tenían más libertad de movimientos y solían ir al bar de Las Armas del Rey. Siendo yo un residente resultaba natural que me dejase caer por allí todas las tardes y escuchara su charla, o que incluso me uniera a ella. Me enorgullezco de decir que mi estancia en el ejército me familiarizó con toda clase de hombres, pero esta vez me resultó muy difícil obtener de ellos algo masque unas cuantas respuestas educadas y nada comprometidas.

La única excepción fue un individuo con cara de rata, al que los demás llamaban Len, que según averigüé, tenía un trabajo temporal en los establos. No parecía muy popular entre los empleados fijos y, por tanto, estaba más que dispuesto a aceptar mis invitaciones a pintas de cerveza y a proporcionarme sus opiniones sobre la vida en general, y de la mansión Corby en particular.

– Una panda de presumidos que no han realizado ni un turno de trabajo honrado en toda su vida -dijo Un amigo mío que consiguió trabajo de lacayo dice que, por la noche, las mujeres bajan de sus habitaciones cubiertas de perlas y diamantes suficientes para mantener a diez familias pobres durante toda una vida.

Le invité a más cerveza y manifesté mi acuerdo sobre que la riqueza de este país estaba dividida de forma injusta. No intentaré reproducir su acento, que era una especie de cockney.

– ¿Y a qué vienen aquí? A disparar a un montón de pájaros que nunca les han hecho daño. Si quieren disparar, que ingresen en el ejército.

Manifesté mi acuerdo, quizá con demasiada fuerza, porque me dijo:

– ¿No será usted un miembro del ejército?

– He tenido alguna experiencia en él -dije-, pero como médico.

– ¿Y qué es lo que hace usted aquí, si no le importa que se lo pregunte?

Me importaba mucho, pero pedí otra pinta para los dos, lo cual pareció satisfacerle. Entonces me vi obligado a escuchar una sarta de faramalla socialista, que a la media hora ya me tenía bastante harto, y me retiré a mi cuarto. Había pensado en escribir un informe a Holmes pero me di cuenta que, por el momento, no tenía nada que informar, y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, yo estaba sentado en un banco del exterior de la taberna fumando mi pipa de después del desayuno, cuando oí un estruendo de cascos de caballo bajando por la calle empedrada. Había algo alarmante en ese sonido y, cuando aparté la pipa y me puse en pie, vi aparecer un caballo. Dos cosas me parecieron evidentes. El caballo iba desbocado y su jinete, una niña de once o doce años, era incapaz de hacer nada al respecto.

Cuando el caballo llegó a mi altura, salté hacia adelante y conseguí coger la brilla con una mano y a la muchacha con la otra. El brusco frenazo del caballo, que giró en redondo y se encabritó de forma salvaje, tiró a su jinete. El que yo la tuviese agarrada del brazo frenó su caída, pero no pude evitar que se golpease la cabeza con el bordillo que había frente a la taberna. Afortunadamente, uno de los cantineros vino corriendo y sujetó al caballo, que se tranquilizó en cuanto le trataron con firmeza, y pude atender a la muchacha. Parecía haberse desmayado y había perdido mucha sangre, pero yo tenía suficiente experiencia en heridas de cabeza para saber que la situación no era de gravedad. La llevé al salón de la taberna, la deposité en el sofá y empecé a limpiarla y a vendarla con la ayuda de la patrona. La muchacha abrió los ojos unos minutos después, e intentó incorporarse. La patrona le dijo que siguiera tumbada.