– He mandado a un chico por su padre -dijo-. Enseguida estará aquí.
Apenas dijo eso, el ruido de un coche ligero acercándose a toda velocidad anunció su llegada. En la habitación entró un hombre de cabello entrecano, de más o menos mi edad. Una vez vio que su hija no corría peligro, empezó, como todos los padres, a decirle lo que pensaba de su accidente.
– Deje tranquila a la pobrecilla, señor Pearce -dijo la patrona-. Este es el caballero al que debe agradecer que la cosa no fuera mucho peor.
El señor Pearce me miró por primera vez. El ceño fruncido fue sustituido por una sonrisa.
– Vaya, doctor -dijo-, esto si que es casualidad.
– Sargento Pearce -dije-. Hace años que espero poder volver a verle.
Sam Pearce había sido mi asistente médico y, cuando la fuerza del general Burrows fue desviada a Maiwand y yo me encontraba seriamente herido, me echó a lomos de un caballo y lo guió durante toda la noche hasta Kandahar. En aquellos momentos yo estaba tan aturdido, y luego pasé tanto tiempo en el hospital, que acabé perdiendo contacto con Sam, el cual dejó el ejército para irse a Canadá. Ni siquiera tenía una dirección a donde escribirle y, finalmente, renuncié a encontrarle y darle las gracias.
– ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha vuelto a Inglaterra?
– Canadá es un país espléndido para un hombre joven, pero, cuando se tiene mi edad, uno nota que su patria le llama. Tengo una bonita cabaña y un buen trabajo en la mansión. Jardinero jefe, con seis hombres bajo mis ordenes. Mi mujer tendrá muchas ganas de conocerle.
Durante todo esto, el apuro de su hija pareció pasar a un segundo plano. Tras una última regañina por montar un caballo que no podía dominar, subimos a su coche y nos dirigimos hacia el pabellón sur de la mansión.
– Este es un viejo amigo -le dijo Pearce al guardián-. No olvides su cara y déjale entrar siempre que quiera.
El guardián me aseguró que gozaba de completa libertad para pasar al recinto. Diez minutos después, nos sentábamos ante un fuego de troncos en la agradable morada de Sam Pearce.
El castillo había caído.
Tomé enseguida la decisión de confiar en Pearce. Tenía una confianza absoluta en mi antiguo ayudante médico. Sólo temía que pudiera incomodarle la idea de que yo hiciera las veces de espía. No debí preocuparme por ello. Su reacción fue de indignación, no contra mí, sino contra el inspector jefe Leavenworth.
– Ese hombre es un imbécil -dijo, haciéndose eco de la opinión de Holmes-. No ve más allá de sus narices. Como había una escalera de mano apoyada contra la ventana que, por cierto, provenía del viñedo, ha llegado a la conclusión de que debía estar implicado uno de mis jardineros. Los conozco desde hace años y le dije que confiaba en ellos tanto como él en sus agentes, e incluso más aún.
– Eso no le gustó nada -dijo la señora Pearce con una sonrisa.
– Le dije que si, como nos habían dicho, los ladrones habían estropeado la cerradura del dormitorio, ¿para qué necesitaban la escalera? Sólo tenían que bajar al piso inferior y salir por la puerta de atrás. Es muy cerrado. La gente a la que debería haber interrogado es al personal de dentro. Sobre todo a los contratados durante la ultima semana. Nadie sabe nada de ellos. Vienen con referencias, pero pueden ser falsificadas.
– Se suponía que Peterson debería controlarlos -dijo su esposa.
– Peterson es un bocazas y un matón.
No es muy popular-concordó su esposa-. La señora Barnby, el ama de llaves y una gran amiga mía, suele hablar a menudo de él.
Y hay una cosa que no se mencionó en la encuesta -dijo Pearce-. Tiene un revólver. Creo que lo trajo consigo cuando dejó el ejército.
– ¿De verdad? -dije. A cada momento se abrían nuevas posibilidades-. Entonces, ¿creen que el cómplice de Terence Black fue uno de los otros lacayos temporales?
– Lo que es yo, nunca creí que Terence tuviera algo que ver -dijo la señora Pearce-. Era un muchacho de lo más bueno que se puede encontrar. A la pobre Mary Macalister casi se le rompe el corazón.
– Si es tan amiga del ama de llaves -dije-, supongo que podría arreglárselas para que dejara a Mary venir aquí a hablar conmigo. Estoy seguro de que hay algo que no nos ha contado.
– Haré que venga mañana a tomar el té -prometió la señora Pearce.
Antes de irme, Pearce me llevó a dar un paseo por los jardines, de los que se sentía justamente orgulloso. En esa época del año no había mucho que ver en los parterres, pero había tres invernaderos y multitud de hileras de campanas y cajoneras. Por fin llegamos al viñedo, que debía ser uno de los mejores del país, con su propio sistema calefactor y un impresionante enramado de parras sujetas a un enrejado. Al salir por el otro lado llegamos al establo, y allí reconocí una figura. Era Len, mi conocido socialista Estaba en animada conversación con un lacayo alto y delgado. Ambos nos daban la espalda, y se me ocurrió pensar que se habían puesto en esa posición para no ser vistos desde el patio del establo.
Al oír nuestras pisadas, Len se dio media vuelta y me reconoció.
– ¿Observando a los grandes y poderosos en su ambiente nativo, doctor? Me dijo.
– Observando los jardines -me limité a decir.
El lacayo aprovechó la ocasión para marcharse.
– Parece que hay un lacayo que no está confinado a los barracones -comenté a Pearce al despedirme.
– Ese individuo alto es una adquisición reciente. Creo haberle visto antes por los establos. Estaría convenciendo a Len para que apueste por él esta tarde en Ludlow.
– Probablemente.
Esa tarde me dispuse a redactar mi primer informe a Holmes. Espero que no fuese un documento excesivamente presuntuoso, pero no podía evitar el sentirme complacido por los progresos obtenidos.
Los periódicos de la mañana llegaban a Corby a las ocho en punto y, tras un tranquilo desayuno, pude leer que las carreras principales de Plumpton y Ludlow habían sido ganadas por extranjeros, y me pregunté si el lacayo alto habría hecho su agosto en alguna de ellas. También estudié un informe, en las páginas de economía, sobre el asunto que ocupaba la atención de Holmes. Estaba escrito con la medida reserva que emplean los periodistas cuando presienten un escándalo inminente, con el temor a dar nombres concretos. Leyendo entre líneas, deduje que el Mayhews Bank, una pequeña pero respetable institución bancaria, tenía graves problemas. Un consorcio de tres eminentes cuentacorrientistas (no se daban nombres) debían al banco una suma considerable de dinero. El préstamo era conjunto y no podía reclamarse sin el consentimiento de los tres hombres. Uno de ellos estaba enfrentado a los otros dos. El problema del banco resultaba claro. Lo último que querría hacer es iniciar una acción legal contra tres clientes importantes. Por otra parte, el banco debía pensar en el interés de los demás cuentacorrientistas. Pronto tendría que tomarse una decisión, según el redactor financiero.
Cuanto más lo estudiaba, menos me parecía un asunto que requiriera el talento de Holmes. Tampoco podía sentir mucha simpatía por cualquiera de las partes en disputa. Los financieros de la City de Londres me parecían tan irresponsables e implacables como los patanes de la frontera del noroeste. Me concentré en mi propio problema. ¿Podría Mary Macalister arrojar alguna luz sobre él cuando nos reuniéramos?
La señora Pearce fue fiel a su palabra y Mary estaba esperándome cuando llegué. Al principio me sentí decepcionado. Estaba dispuesta a hablar en términos generales sobre la vida en la mansión: la bondad de la señora Barnby, la rudeza de Peterson, la cacería que tendría lugar el siguiente lunes… pero eso no era lo que yo quería. Al final me di cuenta de que era la presencia de los Pearce lo que le inhibía. Creo que ellos también se dieron cuenta y, una vez tomamos el té, se fueron con mucho tacto.