Comprenderán que me sintiese justamente orgulloso de este informe y que, para que no hubiera ningún retraso, hiciera que uno de los chicos del hotel lo llevase a Lewes al día siguiente, viernes, para que saliera en el primer correo. Holmes lo recibiría la tarde de ese mismo día, lo cual le daba tiempo sobrado para hacer sus preparativos, y para escribirme de paso. En esta ocasión, pensé, seguramente recibiría algo menos seco y más útil que su comunicado previo.
El fin de semana transcurrió con lentitud. La mañana del lunes me levanté temprano. Había llegado el correo y habían puesto las cartas en los casilleros, pero no había nada para mí. El conserje me llamó, cuando me alejaba.
– Llegó esto para usted, doctor. Iba a ponerlo en el casillero.
– ¿Cómo ha llegado aquí?
– En mano, señor. Con el mismo chico.
Decir que me sorprendí sería quedarse corto. No obstante, supuse que la carta me aclararía el misterio. En vez de eso, lo aumentó más aún.
«Es de la mayor importancia que, a la una y media del mediodía, esté en la puerta que lleva a las cocinas», había escrito Holmes. «Por favor, convenza a su amigo Pearce deque le acompañe. Los dos deberán ir armados. Sé que usted lleva consigo su revólver de servicio. Sin duda, Pearce tendrá un arma de caza. Deben llevarlas cargadas. Nos enfrentamos a animales muy peligrosos. Por favor, cuando estén ante la puerta sigan las instrucciones que se les dé.»
A esas alturas ya estaba completamente confundido y pensé que lo único que podía hacer era lo que me decía. Cuando llegué a la cabaña encontré a Pearce disponiéndose a almorzar. Le mostré la carta.
– ¿Supongo bien al asumir que es de su amigo, el señor Holmes? -dijo tras leerla lentamente.
– No hay ninguna duda. No creo que haya ningún hombre capaz de imitar su letra lo bastante bien como para engañarme.
– Parece saber lo que quiere. Será mejor que sigamos sus instrucciones. ¿Nos acompaña a almorzar? Sólo es cuestión de poner un plato más -añadió con esa sonrisa suya que siempre hacía aparición cuando había algo de diversión en perspectiva-. Si vamos a cazar tigres, será mejor hacerlo con el estómago lleno.
Encontré reconfortante la confianza de Pearce en Holmes, e hice justicia al excelente filete de faisán que preparó su mujer. A la una y media me condujo por un camino trasero hasta la puerta de la cocina. Se había puesto un abrigo ligero para ocultar la escopeta que llevaba. Yo llevaba mi fiel revólver en el bolsillo del chaleco, como cada vez que acompañaba a Holmes en los momentos críticos de sus casos, aunque no podía recordar otra ocasión en que tuviera menos idea de por qué lo llevaba o sobre quién debería usarlo.
A lo largo de la mañana habíamos oído el ruido de disparos lejanos, pero ya no se oían y supuse que invitados, batidores y criados se habían enfrascado en una de esas opíparas comidas al aire libre características de estas cacerías. El jardín y los terrenos circundantes estaban desiertos y no pude oír a nadie moviéndose en el interior de la casa. Llegamos a la puerta, y estaba a punto de llamar cuando la abrieron. Había especulado varias veces sobre quién podría aparecer para darme instrucciones. Todas las especulaciones resultaron estar muy descaminadas ya que, al otro lado de la puerta, llevándose un dedo a los labios pidiendo silencio, estaba Len, el mozo de cuadras.
– Espero que los dos vayan armados. Síganme -dijo hablando en voz baja. Confieso que habría dudado de no habernos indicado, diciendo esto, que conocía el contenido de la carta de Holmes. Pero tal como estaban las cosas, hice lo que me dijo.
Recorrimos un largo pasillo situado en el sótano, subimos dos tramos de escaleras y atravesamos una puerta cubierta por un tapete verde que nos condujo hasta lo que supuse sería el pasillo principal de los dormitorios. Había varias puertas a ambos lados del mismo, y pude ver a medio camino del lateral izquierdo una puerta que debía ser aquella ante la que cayó el cuerpo de Terence Black. El silencio era completo.
Len abrió una puerta que había en nuestro extremo del pasillo y nos hizo pasar al interior. Saltaba a las claras que era un dormitorio de caballero. Cuando la puerta estuvo cerrada, me volví furioso hacia él.
– Quizá ahora será tan amable de explicarse.
Se llevó el dedo a los labios, antes de responder en voz muy baja:
– Le ruego que guarde silencio, doctor. Le prometo que no será por mucho tiempo.
Por primera vez, noté en su cara un aire de astucia y determinación que desde luego no estaban allí antes.
– Muy bien. Ya que parecemos estar metidos en la misma representación, sigamos en ella hasta el fin -dije. Y el silencio volvió a reinar tras esto.
El pasillo estaba alfombrado y era muy difícil estar seguros, pero al cabo de unos diez minutos creí oír pasos, dos grupos de pasos, pasando ante nuestra puerta. Luego el sonido de una puerta abriéndose en el pasillo. Tras esto, otra vez silencio.
Len entreabrió entonces un poco la puerta y miró por ella. Yo podía ver el pasillo más allá de su cabeza. La puerta de la habitación, que yo aventuré perteneciente a la señora Ruyslander, se abrió, y Peterson salió de ella, seguido de sir Rigby Bellairs, que llevaba una pequeña caja en las manos. Les vi mirar en nuestra dirección y creí que habían notado nuestra puerta entreabierta, pero, no era a nosotros a quien miraban, sino al lacayo alto que caminaba hacia ellos por el pasillo con paso seguro.
– ¿Qué diablos hace usted aquí, Simpson? -dijo sir Rigby en un tono donde se mezclaban el desconcierto y la furia.
– Estaba echándoles un ojo a los diamantes de la señora Ruyslander -dijo el lacayo-. ¿Adivino al decir que están en esa caja?
Fue sólo cuando habló cuando supe con toda seguridad quién era.
– Supongo que la vez anterior que intentó cometer este robo fue interrumpido por Terence Black -continuó diciendo el lacayo-. Naturalmente, debió silenciarlo. Sí, ya veo que los dos están armados. Lo que no sé es cuál de ustedes utilizó su arma contra el pobre muchacho.
– ¿Acaso importa eso? -repuso sir Rigby con voz espesa-. Parece que la historia se repite. Le encontramos aquí, con los diamantes en su poder…
– No, no -dijo Holmes-. Me temo que esta vez eso no funcionará. Les superamos en número. Permítanme que haga las presentaciones. Me llamo Sherlock Holmes. Este es mi colega, el doctor Watson. Naturalmente, reconocerá al hombre de la escopeta como a su propio jardinero en jefe. Y finalmente, éste es el inspector Leonard Blunt, del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.
– Quedan los dos acusados de robo -dijo Blunt, dando un paso al frente-. Y uno de ustedes será, además, acusado de asesinato.
Peterson soltó su pistola. Tras dirigimos una mirada de furia, primero a su compañero y luego a nosotros, sir Rigby le imitó reticente.
Fin todo caso, Peterson, que además de matón era cobarde, proporcionó a la Corona pruebas contra su jefe. Su insistencia en que fue sir Rigby quien mató a Black se vio respaldada por pruebas forenses que demostraron que la bala de su arma coincidía con la del lacayo asesinado. Peterson recibió una breve pero saludable sentencia de cárcel. Sir Rigby fue ahorcado.
Fue un caso interesante dijo Holmes-. Es cierto que yo disponía de algo más de información que usted, pero supe desde el principio quiénes eran los culpables.
Lo que yo sabía, y usted no, era que sir Rigby era uno de los cuentacorrentistas recalcitrantes del Mayhews Bank. Por tanto, estaba al tanto de que andaba desesperadamente escaso de dinero y de que haría cualquier cosa para obtenerlo. El resto estaba en el artículo del periódico. Contenía tres improbabilidades flagrantes. Yo, al igual que usted, había estudiado el excelente artículo sobre la mansión Corby, en el libro de Gillespie sobre «Mansiones Inglesas». Una vez lo hice, me di cuenta de lo improbable que era el que un solo disparo, que, por cierto, no oyó la señorita Macalister pese a estar despierta, despertase a Peterson, que dormía igual de lejos en el otro ala. Y si le despertó, ¿cómo pudo llegar al mismo tiempo que los caballeros que dormían allí? No, no. Estuve seguro desde el principio de su participación en el asunto. La sospecha se convirtió en certeza en cuanto le vi. La curiosa forma de sus orejas me permitió reconocerle como George Peters, un hombre con abundantes antecedentes criminales. Y si él estaba mezclado, seguramente también lo estaría su patrón. El segundo detalle fue el que estropearan la cerradura de la puerta. Habría resultado casi imposible que lo hiciera un lacayo, supervisado y ocupado en sus deberes. En cambio era muy fácil para sir Rigby o su mayordomo. Finalmente estaba el narcótico en el café. Esto exculpaba por completo a Black. Había tres lacayos sirviendo el café, ¿cómo podía estar seguro de que sería él quien sirviera el café a la señora Ruyslander? Aparte de esto, ¿ha meditado usted sobre cómo podría añadirle la droga mientras se lo servía? Seguramente fue obra de lady Bellairs, una vez le sirvieron el café. Supongo que ella estaba metida en el asunto, aunque no podrá probarse nunca. Pero la justicia está servida sin necesidad de buscar un tercer culpable. Supongo que esto aclara los puntos principales.