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Y, diciendo esto, desapareció como un rayo.

Holmes se echó a reír cuando se hubo ido.

– Muffin. Porque fue lo mejor que probó nunca. -Entonces su rostro se volvió serio-. Pobre mujer. ¿Cuánto tiempo llevaría esperando para poder gastarse un penique en su deseo? Seguro que la niña nunca ha probado uno.

– No con lo que gana un pinche -concedí sirviéndome más té-. Se ha levantado pronto. ¿Un nuevo caso?

– Eso parece. Ha desaparecido un cofre con joyas que venía de la India en el Príncipe de Poona. Esta mañana me encontraré con el capitán de la nave y los representantes del virrey. Cuando sepa más detalles decidiré si me ocupo o no del caso.

– ¿No serán las gemas del Gaekwar de Baroda? -Había leído sobre su valor en los periódicos de la semana pasada.

– Así es. Seguramente sabrá, por su estancia en la India, que los súbditos del Gaekwar le regalan todos los años su peso en oro y joyas. Sin duda, a eso se debe que su aspecto emule al de un ganso de Estrasburgo a punto de convertirse en el plato fuerte de una comida. -Intercambiamos una sonrisa por haber visto fotografías del actual Gaekwar-. Parece ser que ha decidido convertir parte de su tesoro en pelos, guirnaldas, anillos y cosas así, seguramente como regalo para sus damas y cortesanos favoritos.

– Pero, ¿por qué en Londres? -Los hindúes del este eran conocidos por su talento como lapidarios.

– ¿Por qué? Porque parece ser que, hoy en día, los mejores cortadores de piedras se encuentran en Londres. Al menos eso piensa el Gaekwar. Y se niega a que sus gemas se corten en otro sitio.

Holmes iba vestido bajo su bata, a excepción de la chaqueta. Volvió unos momentos a su cuarto, para salir vestido con sus botas de campo, su sobretodo de Inverness, varias bufandas de lana alrededor del cuello y sus guantes de invierno ribeteados en piel. En la cabeza llevaba un gorro de piel comprado en Rusia con las orejeras bajadas.

Sugerí que, debido al tiempo, cogiera un cabriolé para acudir a la cita. Se burló de mi comentario.

– Lo que necesitan mis pulmones es aire fresco -dijo, marchándose a continuación.

Le envidiaba. Yo seguía estando más o menos confinado a la casa, cuidándome las heridas recibidas durante mis años de servicio en Afganistán. Me senté junto al fuego, acomodándome en una butaca con mi pipa de brezo blanco y el London Times de la mañana. Sherlock afirmaba que el Times sólo lo leían los intelectuales, especie de la que no me considero miembro, pero siempre pensé que era el único periódico que me daba bien las noticias.

Para cuando Muffin reapareció llamando a la puerta, ya me había olvidado de ella.

– La señora Hudson dice que dentro de una hora estará preparado el desayuno, si no le parece muy tarde, y que si bajará usted -dijo sin respirar.

Holmes y yo solíamos tomar el desayuno en el comedor de la planta baja, ya que resulta difícil, aunque no imposible, mantener las tostadas, los huevos y el bacon adecuadamente calientes cuando se transportan en una bandeja a lo largo de los dos tramos de escaleras que van de la cocina al primer piso, donde teníamos nuestras habitaciones.

– Sí, bajaré, y las ocho en punto me parece buena hora. Y, por favor, dígale a la señora Hudson que el señor Holmes no bajará a desayunar ya que ha salido.

No era algo inusual cuando estaba metido en un caso. ¡Había veces en que salía incluso antes del té de la mañana!

– Sí, señor-dijo Muffin.

Estaba llenando la bandeja con los restos de la mañana. Se disponía a llevárselos cuando la retuve.

– Quiero que sepas que el señor Holmes no se refería a ti cuando hablaba de la sucia Joan. Sólo recitaba una de las canciones del señor Will Shakespeare.

Su cara se iluminó.

– Oh. Ya he oído antes alguna. Cuando yo era pequeña, mi mamá me llevó a ver algunas de sus obras en el Liceo. I labia una donde el fantasma de un padre se aparecía a un príncipe llamado Hamlet. Siempre me daba mucho miedo. Y había otra llamada

Noche de Epifanía, donde una chica se hacía pasar por un chico y había dos ancianos caballeros que cantaban y bailaban. Eran muy graciosos.

– ¿Tu madre trabaja en el teatro? -aventuré.

– Oh, no, señor. Fue cuando limpiaba en el Liceo. No está lejos de los muelles, junto al Strand. El ujier le dejaba llevarme si me quedaba sentada en silencio en los escalones. -Agitó la cabeza-. Le aseguro que, por muy joven que fuera yo, estaba mucho más callada que la gente que había en las butacas o en la galería. -Levantó la bandeja, que no resultaba tan pesada con los recipientes vacíos-. Será mejor que me dé prisa antes de que la señora Hudson vuelva a ponerse quisquillosa.

Y se fue.

Esa tarde, junto al fuego, regalé a Holmes más información sobre Muffin. Quedó tan impresionado como yo por el hecho de que conociese a Shakespeare.

– Me pregunto si sabrá leer y escribir -reflexionó.

La educación para la mujer seguía siendo escasa o inexistente, aunque hacía ya varios años que el Parlamento había promulgado la Ley Nacional de Educación. La campaña de John Stuart Mill para la mejora de las escuelas de mujeres, apoyada por las influencias de la señorita Florence Nightingale había sido, en buena medida, la causa de que el Parlamento se hubiera visto obligado a hacer algo. Tanto Holmes como yo éramos defensores convencidos de la educación para todo el mundo.

Aquella noche Holmes no habló de su nuevo caso, salvo para decir que lo había aceptado y que iría a primera hora de la mañana a los muelles. Los muelles habían mejorado mucho para finales del siglo XIX, pero continuaban siendo, en el mejor de los casos, un lugar desagradable y habitualmente peligroso. Holmes no temía internarse en los más tenebrosos callejones. Su enjuto aspecto no revelaba en lo más mínimo su potencia muscular, ni el hecho de que era un boxeador tan bueno como cualquier profesional, manteniéndose en forma con ejercicio y una dieta adecuada. De todos modos, nunca confiaba sólo en la fuerza bruta. El bastón que llevaba estaba lastrado, como podía atestiguar más de un malhechor.

– Esperemos que el cofre no haya caído en manos de un dragador. Resultaría algo difícil recuperarlo entonces.

En su mayoría, los dragadores eran hombres trabajadores y honrados, pertenecientes a las clases más bajas, que buscaban entre los restos a la deriva objetos de posible valor. También tenían el deber de recuperar cuerpos de ahogados en el río. Por estos últimos se les pagaba lo que llamaban «gastos de investigación». Desgraciadamente entre los dragadores decentes solían encontrarse algunos ladrones, que solían estar más activos cuantos más barcos procedentes de la India hubiese anclados en el río.

Desde luego, la rapidez es esencial habiendo diamantes en juego -comentó Holmes, fumando tranquilamente su pipa de después de la cena.

– ¡Diamantes! -no pude evitar exclamar-. ¿Y podrá recuperarlos?

– Eso quiero hacer -dijo Holmes sin un asomo de sonrisa-. Y no pretendo fallar.

II

Muffin no se entretuvo el día siguiente, cuando nos trajo el té de la mañana. Supongo que la señora Hudson le regañó por sus retrasos del día anterior. Holmes tomó el té con su acostumbrada pipa de antes del desayuno, llena como siempre con los restos del día anterior, que dejaba secándose toda la noche en su escritorio. Con ella tomó sus acostumbradas dos tazas de té con dos cucharadas de azúcar, pero sin demorarse a la hora de tomarlas. Se fue enseguida a su habitación para vestirse, impaciente por llegarse a los muelles.

Encendí mi pipa de brezo y me serví una tercera taza. Muffin entró en la habitación sin advertencia alguna, ni siquiera con su habitual llamada a la puerta. Llevaba una bota en cada mano.

– ¿No está el señor Holmes? -preguntó.

– Sí está. En su habitación, vistiéndose.

– Alguien ha dejado sus botas en el cubo de la basura. Fui a vaciar los cestos de la cocina en el cubo y las vi allí encima. El camión de la basura habría pasado esta noche y se las habría llevado al basurero. -Meneó la cabeza-. Si antes no se las quedaba el basurero para venderlas luego.