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– Al otro lado de la calle hay dos muchachos. Quiero que me los traiga. Tengo que hablar con ellos.

El hombre dio media vuelta y bajó las escaleras sin decir ni que sí ni que no.

Holmes dejó la puerta entreabierta y vino a la mesa.

– Hoy la sucia Joan ha removido demasiado la marmita.

– Llamaré pidiendo más agua caliente -dije.

– Esta servirá. No hay tiempo para ponerse delicado.

Cuando dijo esto oímos voces abajo, y poco después, la puerta se abrió del todo y un pilluelo envuelto en toda clase de mitones y bufandas se asomó por ella. Tenía el mismo tamaño que Muffin, pero estaba mejor alimentado, con una nariz redonda y redondos ojos azules en una cara redonda. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío.

– Entra muchacho. Eres… -dijo Holmes.

– Jacky, señor. -Su voz estaba ronca por el frío.

– ¿Y dónde está Jemmy?

– Mi hermano está abajo -dijo, gesticulando-. Cuidando la caja.

Holmes contuvo su excitación.

– La caja…

– Es demasiado pesada para llevarla mucho rato.

– ¿Qué hay en la caja? -preguntó Holmes.

– Rocas -dijo el muchacho-. Tan solo rocas.

– ¿Entonces por qué la habéis traído?

El muchacho miró a su alrededor con sospecha, sobre todo a mí.

– ¿Por qué? -repitió Holmes.

– Quiero que usted la vea. Quiero que vea que sólo tiene rocas. No quiero que Jicky Tar diga que la he robado.

– Traedla. ¿Podéis subirla por las escaleras?

– El pequeño Jemmy y yo podemos los dos juntos. Es como la hemos traído por todo Baker Street.

Holmes esperó en el rellano de la escalera, por si la señora Hudson no dejaba a Jacky entrar con Jemmy, pese a que estaba acostumbrada a los extraños visitantes que solía recibir mi amigo. Me moví hasta el umbral de la puerta y miré cómo los dos chicos subían, transportando escalón a escalón una caja de madera, hasta que Holmes la cogió en lo alto de la escalera. El pequeño Jemmy apenas llegaba a Jacky al hombro. No podía tener más de siete u ocho años. Iba envuelto en retales, como Jacky, pero su delgado rostro parecía reseco por el desagradable tiempo. Entramos todos en el salón y Holmes condujo ¡i los muchachos hasta el luego. Depositó la caja en el suelo, ante ellos.

– ¿Queréis abrirla? preguntó.

La caja o cofre parecía estar hecha de buena madera de teca, pero estaba muy maltratada por haber estado sumergida en el agua del río. Tendría la mitad de tamaño que un baúl de viaje de niño. Jacky levantó el pestillo y alzó la tapa. Contenía rocas. Nada más que sucias rocas. Algunas eran pequeñas como una cereza, pero la mayoría eran grandes como ciruelas.

– ¿Qué queréis que haga con esto? -preguntó Holmes a los chicos.

– Lo que quiera -le dijo Jacky-. Pero no le diga a Jicky Tar que se las hemos traído.

– Te da un golpe con ese bastón suyo, te tira al suelo y luego te pisa como a una cucaracha -aventuró temblando el pequeño Jemmy.

– No le diré nada -les aseguró Holmes.

Cuando se marcharon los chicos, cada uno de ellos agarrando una moneda de seis peniques entre sus mitones, Holmes se volvió hacia mí.

– Vamos, Watson. Debemos vestirnos y salir cuanto antes. Le necesitaré como testigo, si esas rocas son lo que creo que son.

– ¿Y nuestro desayuno? -le recordé.

– Desayunaremos después.

No discutí con él. Estuvimos preparados para salir en un tiempo récord. Me adelanté con su bastón mientras él bajaba el cofre. Fui afortunado y pude parar un cocho de punto casi de inmediato.

– A Ironmonger’s Lane -indicó Holmes al conductor.

Holmes se explicó mientras íbamos hacia allá.

– Le llevo el cofre a un tal signor Antonelli, que, según tengo entendido, es el mejor lapidario de Londres. Como sin duda aprendería durante sus años en la India, los hindúes occidentales fueron durante siglos los únicos lapidarios del mundo civilizado, ya que ese país fue la única fuente conocida de diamantes hasta que se descubrieron yacimientos en el Brasil, a primeros del siglo XVIII.

– Así es -recordé-. Las mejores piedras y las más famosas provienen de la zona de Golconda cerca de Hyderabad. El Küh-a-nür, regalo de la India a nuestra corona real, es el diamante más grande que se conoce. En Persia se haya el Daryü-i-Nur, otro de los más grandes. El Nadir Shah se lo llevó allí, junto con todo lo que ahora conocemos como Joyas de la Corona Persa, tras el saqueo de Delhi en 1739. Dicen que las joyas persas superan a todas las demás en cantidad, tamaño y calidad, aunque en las joyas de nuestra corona hay algunas de las gemas más preciadas que se conocen, especialmente sus diamantes. -Golpeé el cofre con la puntera de la bota-. ¿Cree que esas rocas son diamantes?

– Lo creo -replicó Holmes-. Tanto en India como en Brasil, los diamantes se encuentran sólo en depósitos de grava. Como las rocas sedimentarias provienen de depósitos mucho más profundos, resultaba claro que no se originaban ahí, y hasta que no se descubrieron diamantes en Suráfrica, hace menos de veinte años, no se supo que provienen de depósitos de rocas ígneas. En su forma sin cortar, el diamante es indistinguible de cualquier otra roca de un tamaño semejante.

Cuando Holmes investigaba un tema, lo hacía a fondo.

– Los diamantes son carbón puro. Es cierto que hay piedras más pobres con pequeños cristales y minerales empotrados en ellas, pero no se consideran gemas, y se utilizan sólo como polvo de diamante y otros propósitos viles -musitó-. La historia de los diamantes resulta fascinante, Watson. Se sabe que se consideraban piedras preciosas ya en épocas tan antiguas como las del año 300 a.C. Hay documentos donde consta que Alejandro, el griego macedonio que conquistó Persia y añadió «El Grande» a su título cuando se apoderó de todo Oriente Medio, se vestía con diamantes. Su nombre viene del griego, adamas o «invencible».

Resultaba evidente que Holmes había encontrado tiempo para visitar la sala de lectura del Museo Británico, además de todas las ocupaciones en que se hallaba metido.

El diamante es la más dura de las gemas y, por tanto, la más difícil de cortar. Es la única que alcanza un diez en la reciente escala de Mohs, la puntuación más alta. Me resultan especialmente interesantes las distintas formas en que se juzga la belleza de un diamante. En Oriente la belleza radica principalmente en su peso, mientras que en Occidente radica en su forma y color. Los lapidarios hindúes concibieron la talla en forma de rosa, que preserva mejor el peso, pero, les era casi imposible pulir esa talla para sacarle brillo.

»Fue el lapidario veneciano Vicente Peruzzi, a finales del siglo XVII, quien empezó a experimentar con la posibilidad de añadir facetas a la talla. El resultado fue la primera talla brillante. Tallares una ciencia. Peruzzi estudió con lapidarios hindúes, igual que el signor Antonelli. Y por eso estamos aquí-concluyó cuando el coche paró ante una tienda muy vieja de Ironmonger’s Lane.

Holmes se apeó. Mientras él pagaba al cochero, yo arrastré el cofre hasta una parte del suelo del coche que me permitiese levantarlo con más facilidad. A continuación lo bajé a la acera y me encaminé a la puerta de la tienda. En ese momento vi a un hombre acercándose a paso rápido, pese a la rémora de una pata de palo.

– ¡Holmes! -advertí rápidamente.

Se volvió al advertir la alarma en mi voz, identificando también a esa persona como quien debía ser: ni más ni menos que Jicky Tar. Era corpulento, aunque no alto, y su jubón de marino no ocultaba sus abultados músculos. Su rostro era una máscara malévola. Enarbolaba un garrote de punta gruesa, como esos mazos pesados que hacen en el pueblo de Shillelagh.

A Holmes le bastó una mirada para confiarme el cofre. Cogió su bastón, que yo llevaba bajo el brazo, avanzó unos pasos y se detuvo a esperarle. Sólo entonces vi a los dos matones que torcían la esquina siguiendo a Jicky Tar. Uno tenía a Jacky inmovilizado doblándole el brazo, mientras que el otro cerraba sobre el antebrazo de Jemmy una mano que parecía una prensa. Holmes les vio al mismo tiempo que yo.