– ¿Y las bailarinas de strip-tease? -preguntó Lil, demostrando algo de preocupación.
– ¿Con Holmes tras la pista? Yo no me preocuparía de si me cogen en bragas.
Lil se estremeció y el movimiento tuvo el efecto de distraer a Atroz. La abrazó de pronto.
– Atroz, amor mío, tienes que pensar en lo importante -dijo Lil con un jadeo.
– Tú eres lo bastante importante para mí -fue su apagada respuesta.
– Eso es sólo una excusa. Debes organizar una reunión secreta de los jefes del crimen de toda Inglaterra y hablarles de Holmes.
Él se apartó de ella.
– No puedo hacer eso. Enloquecerían…
– ¿Y si no se lo dices…?
– Me asarán a fuego lento -admitió Atroz-. Tienes razón, Lil. Tengo que afrontarlo.
– Yo te ayudaré.
– No dejaría que te acercases a ese grupo ni a un kilómetro de distancia.
– No -explicó Lil-. En solucionar lo de Holmes.
– ¿Tú? -se burló-. ¿Qué sabes tú de ordenadores?
Ella sacó el pecho provocativamente.
– ¿Por qué crees que me llaman Silicio Lil?
Atroz sonrió.
– ¿No te parece obvio?
– ¿Estás hablando de mi figura?
– Estoy hablando de cirugía estética.
Ella le dio una bofetada.
– Imbécil. No hay nada falso en ellas. Es silicio, no silicona, ¿entiendes? ¿Nunca has oído hablar de chips de silicio?
– Pues claro Lil.
– ¿Y qué?
Él la miró con la boca abierta. Su cara lo delataba.
– ¿Eres una maniática de los ordenadores?
– En mi tiempo libre. El caso es que tengo unos cuantos contactos muy útiles en el mundo de la electrónica. Dame una semana o dos y puede que te salve los garbanzos, Atroz Harmer.
Y se concertó una reunión en un escondite secreto de la capital, a la que acudieron las máximas autoridades de cada campo: terrorismo, drogas, asalto a mano armada, protección y vicio. Atroz les pasó el vídeo y el aire se llenó de gritos y obscenidades. Maldijeron y juraron durante dos días, y acabaron decidiendo, ya muy entrada la segunda noche, cuál sería la respuesta adecuada del crimen organizado frente a esta vil amenaza a sus mismos cimientos: formar un comité.
Una semana después, cogieron con las manos en la masa a un miembro del comité cuando cavaba un túnel hacia el Banco de Inglaterra, y se corrió la voz de que el responsable había sido Holmes.
– Me están señalando a mí con el dedo -le dijo Atroz a Silicio Lil-. Quieren que se haga algo. ¿Qué voy a hacer?
Ella le sonrió con serenidad.
– No temas, corazón. Si quieren acción, la tendrán. He encontrado al único tipo del mundo que puede ayudarte.
– ¡Gracias a Dios! ¿Quién es?
– Un momento. ¿A mí qué me va en esto?
– ¿Qué tienes en mente, Lil? -dijo Atroz con precaución.
– Una fruslería. Unas vacaciones pagadas de seis meses en el Hotel Palm Beach de Las Bahamas.
– ¿Estás segura de que este tipo podrá acabar con Holmes?
– No hay nada seguro, cariño, pero no encontrarás otro hacker mejor. Es un maestro.
– Me parece bien. Tienes tus vacaciones. Ahora preséntame a ese genio.
El lugar más seguro del mundo para una cita secreta es una estación de metro, así que Atroz y Lil quedaron con el Profesor bajo el reloj de la estación Victoria, ese mismo día.
Para ser sinceros, el Profesor, a simple vista, resultaba decepcionante, por no decir que era una afrenta. Entra en nuestro relato arrastrando unos zapatos decrépitos, y llevando una gabardina raída a la que le faltan los botones, un ajado estuche de violín bajo el brazo y un viejo sombrero hongo en la cabeza. Resulta obvio que es muy viejo, y que es desesperadamente delgado y alto, con hombros redondeados y ojos arrugados y muy hundidos. De su cuello colgaba una nota con las palabras Víctima de Accidente.
– ¡Es un vulgar saltimbanqui! -dijo Atroz disgustado.
– Con una inteligencia extraordinaria-murmuró Lil.
– ¡Es tan viejo como las colinas!
– «…y de allí vendrá mi ayuda» -dijo Lil oportunamente. No era religiosa; alguna antigua compañera de celda escribió el salmo en la puerta de la celda que ocupó la última vez que estuvo en Holloway.
Y el Profesor resultó ser muy útil. Mientras tomaban unas cervezas en el bar de la estación, les mostró la forma en que podría vencerse a Holmes. Con un habla tranquilo y preciso que producía una sensación de sinceridad, dijo que consideraba todo el asunto como un reto intelectual.
– He sitio dolado por la naturaleza con una excepcional, por no decir fenomenal, facilidad para las matemáticas les informó. A los veintiún años escribí un tratado sobre el teorema de los binomios que me proporcionó una gran reputación en toda Europa. Me ofrecieron, y acepté, el sillón de las matemáticas de una importante universidad. Luego tuve que ingresar en el ejército, pero conservé mi dominio del análisis numérico.
– ¿Qué me dice de los ordenadores? -interrumpió Atroz impaciente, El anciano se dispersaba demasiado para su gusto.
El profesor le dirigió una mirada marchita y continuó yéndose por las ramas.
– A los cuarenta años tuve la singular desgracia de sufrir un accidente durante una escalada en Suiza. Pude haber perecido allí, pues la caída era grande y me golpeé con una roca en el descenso, pero caí al agua, y eso me salvó. Fui arrastrado corriente abajo por la fuerza del torrente y depositado en sus bajíos, donde eventualmente me encontró un joven suizo. Pasé varias semanas en coma. Los médicos suizos ya desesperaban de salvarme cuando, una mañana, abrí los ojos y pregunté dónde estaba. Afortunadamente, ninguna de mis facultades resultó dañada y recuperé todas mis capacidades.
– Afortunadamente para nosotros -dijo Lil.
– Si alguna vez llegamos al grano -dijo Atroz.
El anciano pareció sentir que era necesario apresurarse, y dio un salto de varios años.
– Con la aparición de los ordenadores, redescubrí mi viejo talento para el análisis numérico. ¿Está usted familiarizado con la terminología? ¿Ha oído hablar del hacking?
– ¿Es entrar en una computadora? -dijo Atroz con entusiasmo.
– Crudamente expresado, sí. Es una actividad especialmente adecuada a mis actuales habilidades. Ya no soy tan activo físicamente como antes, pero mentalmente estoy tan alerta como siempre. Conectar con los ordenadores es mi principal alegría en la vida. Todavía no se ha inventado el ordenador que esté a prueba de mi ingenio. El Banco de Inglaterra, la Bolsa…
– ¿Ha oído hablar de Holmes? -preguntó Atroz.
– El nombre no me es desconocido -respondió el profesor con una extraña sonrisa.
– El ordenador de la policía… ¿puede incapacitarlo?
– Déme un mes -dijo el profesor, añadiendo, con buen dominio del argot moderno-. Mientras haya pasta delante.
Las semanas siguientes se desarrolló una actividad inusitada. Lil actuaba como compradora del Profesor, y se invirtieron grandes sumas en hardware. Fue tanta la merma en recursos que, para financiar la operación. Atroz tuvo que montar un trabajo de un millón de libras en un banco.
– Debe estar metido en chips hasta las rodillas -comentó Atroz.
– Es un encargo enorme, encanto -le dijo Lil-, pero sus progresos son espectaculares.
Instalaron la maquinaria en una mansión de Surrey propiedad de un falsificador inevitablemente retenido en otra parle, El Profesor trabajo en ese escondite secreto sin ser molestado, salvo por las visitas ocasionales de Lil. Tres semanas después les dijo que había entrado en Holmes.
Atroz no perdió tiempo en convocar a los jefes del hampa para hacerles una demostración. Un mes después de que el Profesor aceptase el encargo, un río de limusinas con cristales oscuros llegó a la mansión de Surrey. Los gánsters y villanos se apresuraron a entrar, parándose incómodos en el barroco vestíbulo de columnas, murmurando obscenidades y dejando caer la ceniza en la alfombra persa.