Nuestro visitante le miró fijamente.
– Notable, señor Holmes. ¿Cómo puede usted saber todo eso? Es completamente cierto.
– Elemental, mi querido señor. En su prisa por venir ha malmetido la parte del billete de vuelta en el bolsillo del chaleco, además de llegar a la ciudad en su ropa de trabajo que, disculpe que se lo mencione, tiene un fuerte aroma a caballo.
Nuestro visitante lanzó una breve carcajada.
– Ya veo. Les ruego que me disculpen por ello. Estaba en la dehesa cuando se me ocurrió de pronto que mi situación era intolerable, y que requería el consejo de un experto. Me apresuré a tomar el primer tren sin parar a cambiarme. Debe usted excusarme.
– Encantado, ya que eso atestigua impaciencia por obtener mis servicios. Puede confiar en el doctor Watson aquí presente como si fuera yo mismo. ¿Cuál es ese problema tan acuciante que tiene?
– Alguien intenta matarme.
– Cielos, ¿quién?
– No tengo ni la menor idea. Ese es el problema.
– Le ruego que nos cuente su historia.
– Soy el mayor Barrett Desmond. Quizá haya oído hablar de mí.
– ¿Acaso debería?
– Así es, si usted fuese aficionado a las apuestas. Crío caballos de carreras en mi finca de Belting Park en South Downs, y mi capón Thunderbolt es el favorito de la Copa de Sussex.
– Le felicito. ¿Cuál es la naturaleza de esos atentados contra su vida, mayor Desmond?
– Disparos, señor Holmes. Por la mañana no puedo sacar mi fusil para cazar conejos sin que alguien me dispare emboscado en la distancia. No puedo sentarme tranquilamente a pasar una tarde en mi estudio sin que alguien me dispare a través de la ventana y la bala me pase diabólicamente cerca. Demasiado cerca para ser un accidente.
– Es alarmante. Seguramente habrá reconocido al tirador.
– Nunca le he visto. Es demasiado escurridizo.
– ¿Cuánto tiempo hace que pasa esto?
– Hace ya una semana.
– ¿Quién, además de usted, está al tanto de esos ataques?
– Los guardabosques, claro. Y supongo que todo el mundo de la casa oiría los disparos. Mi esposa, mi hermana, mi hijastro y la servidumbre.
– ¿Ha informado a la policía local?
– No, señor, no lo he hecho. Me considero lo bastante capaz como para resolver mis propios problemas.
– Pero algo le ha hecho cambiar de idea.
– Otro disparo, señor Holmes. Un disparo silbó junto a mi oído cuando estaba en la dehesa. Vine a verle enseguida.
– ¿Tiene usted un coto?
– Sí señor, tengo faisanes y una manada de ciervos en la finca.
– Entonces tiene cazadores furtivos.
– Claro que tenemos cazadores furtivos. Pero Birkett, mi guardabosque, los mantiene a raya. Y no eran disparos al azar, Holmes, no lo crea, estaban dirigidos contra mí.
– ¿Qué enemigos tiene, mayor Desmond?
– Que yo sepa, señor Holmes, no hay nadie vivo que pueda desearme mal alguno.
– Es obvio que alguien se lo desea -dijo Holmes secamente-. ¿Los corredores de apuestas quizá? Pueden llegar a ser enemigos peligrosos.
– No señor, en absoluto.
– Bueno, entonces, ¿a quién molesta?, ¿a quién grita?, ¿a quién estorba?
– Sólo al coronel Luttridge -dijo Desmond con una sonrisa-, ya que es seguro que mi Rayo vencerá a su Comanche en las carreras.
– ¿Comanche es un caballo americano?
– Así es, señor Holmes, criado en Kentucky, pero, ¿cómo lo ha sabido?
– Comanche es un nombre de indio piel roja. Pero creo que podemos olvidamos de Comanche. Si el coronel tuviera que recurrir a medidas tan extremas dispararía contra el caballo y no contra el propietario. Debemos buscar en otra parte. Perdone mi siguiente pregunta, mayor Desmond, pero debemos examinar todas las posibilidades. Está claro que es usted un hombre de medios. Cui bono? ¿Quién se beneficia con su muerte? ¿Quién es su heredero?
– Oh, señor Holmes, no hay nada de eso. Mi querida esposa es mi única heredera, y es lo suficientemente rica como para no necesitar nada de mí.
– ¿Belting Park es su finca familiar?
– Lo es ahora -dijo el mayor Desmond con orgullo-. Se compró cuando nos casamos hace ocho años en Dublín, donde estaba destinado con los carabineros. Envié mis papeles enseguida, compramos Belting y nos establecimos para criar caballos de carreras, con el éxito que ya conoce. Pero basta ya de preguntas, señor Holmes. ¿Qué me aconseja? Haré lodo lo que usted me diga.
– Datos, datos, mayor Desmond. Sería un error capital proceder sin dalos. Debo visitar Belting Park. Y añadió mirándome- el doctor Watson, que es mi ayudante, deberá acompañarme.
La desconcertada mirada de nuestro cliente se demudó rápidamente en una de placer.
– Espléndido -exclamó-. Había supuesto que un detective consultor sé que daría en casa para ser consultado. Me alegro de haberme equivocado. Los dos serán bienvenidos. ¿Cuándo vendrán ustedes? ¿Ahora?
– Con el primer tren de la mañana.
Al día siguiente nos pusimos en camino. Un elegante coche ligero de conductor uniformado, nos recibió en la parada de Belting, y pudimos cruzar las puertas de Belting Park antes del mediodía.
Mientras nos acercábamos a la mansión, situada al fondo de una larga avenida de limeros, vimos que era una gran casa georgiana, bien proporcionada, de ladrillo rosa veteado. A su espacioso centro se le habían añadido recientemente nuevas dependencias a su izquierda y su derecha, que armonizaban agradablemente con el edificio original.
Nuestro cliente estaba en la puerta para recibirnos y hacernos pasar. Nos condujo por un largo pasillo situado a la derecha del amplio vestíbulo que tenía una elegante escalera curvada.
– En este ala de la casa están mis dominios -dijo-. Esta es mi sala de estar
Miramos la hermosa habitación, con paneles de roble en las paredes, mobiliario masculino y libros de los mejores autores encuadernados en cuero. Todo parecía sin usar.
– Esta es la sala de armas -dijo en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de gabinetes llenos de armas.
– Tiene una buena armería -comentó Holmes-. Debe ser usted todo un cazador.
– Oh, hago lo que puedo -dijo Desmond sin darle importancia-, pero estas no son mis armas de caza. Colecciono armas.
Se demoró para exhibir sus tesoros.
– Este par de pistolas de duelo de aquí pertenecieron al famoso Luchador Fitzgerald. Y éste -dijo señalando a un largo rifle negro de aspecto siniestro es el «viejo rifle extranjero» con que se cometió el asesinato Appin.
– Ah, el Zorro Rojo -dijo Holmes, y su memoria enciclopédica para el crimen proporcionó enseguida los detalles del caso-. Pero eso tuvo lugar durante el reinado de Jorge II. Este arma es de fecha posterior. Es una espingarda afgana, como aquella con la que se topó el doctor Watson, muy a pesar suyo, durante la batalla de Maiwand. Me he preocupado en aprender todo lo posible sobre armas de fuego, un tema sobre el que estoy escribiendo una monografía. Me temo, mayor, que le engañaron cuando compró este fusil considerándolo un arma histórica.
El mayor se encogió de hombros.
– El que te engañen es un riesgo que conlleva la opulencia -apuntó -. Pero puedo permitírmelo.
Se volvió hacia mí, que en ese momento miraba una placa colgada en la pared contigua. Estaba encabezada con un «Tirador del año», seguida de nombres y fechas.
– Sí, doctor Watson -dijo siguiendo mi mirada-, aquí todavía honramos la vieja costumbre local de disparar al blanco el día de medioverano. Pueden competir todos los hombres, pero suelen hacerlo principalmente los guardabosques. Naturalmente, yo no participo.