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– ¿Por qué no, mayor?

En respuesta, Desmond señaló la repisa de la chimenea, atiborrada de trofeos de tiro, todos ganados por él.

– Me pregunto -dijo Holmes, mirando el despliegue de copas y placas-, cómo es que no ha acabado usted mismo con ese tirador, dada su habilidad en el tiro al blanco.

– Si tuviera intención de matarlo ya lo habría matado -dijo el mayor siniestramente-. Pero la única intención que tengo es la de hacer que me deje en paz. Es una amenaza para todo ser viviente de la finca, mientras siga disparando de esta forma tan indiscriminada. Pero, acompáñenme, caballeros, quiero que vean lo que hay en la siguiente habitación.

Seguimos a nuestro anfitrión y dejamos la sala de armas. Al final del pasillo había una puerta que daba al exterior, pero nuestro guía se limitó a indicárnosla, para llevamos luego a la última habitación del pasillo. Nos encontramos entonces en otra espaciosa sala, también forrada con paneles de roble. Una gran chimenea con una repisa tallada dominaba la pared del este. Al sur, unas pesadas cortinas escarlata, descorridas, descubrían una hilera de anchas ventanas de guillotina que miraban a un soleado prado. En la pared opuesta, el grueso acolchado de una poltrona Morris prometía lo último en comodidad. La chimenea estaba flanqueada por dos butacas igualmente cómodas, habiendo otra junto a la soleada ventana.

– La sala de estar fue idea de mi mujer -comentó el mayor Desmond con una sonrisa-, pero este es mi auténtico sanctum. Aquí tengo los registros de la cría y los libros que leo.

El gran escritorio de roble estaba situado frente al hogar, y las estanterías que había tras él estaban llenas de volúmenes muy hojeados.

– Y aquí hay más armas -dije, examinando un armarito abierto junto a una ventana.

– Ah, estas son mis auténticas armas, mis rifles de caza favoritos. Este es el que cogí para devolver el fuego de la otra noche.

Dio unas afectuosas palmaditas a un rifle para ciervos del armarito de nogal.

– Ah, sí, la otra noche -dijo Holmes-. Según creí entenderle, el villano le disparó por la ventana abierta. ¿Dónde estaba sentado?

– En la poltrona, estudiando unos documentos. Se me había caído uno y me incliné para recogerlo cuando el silbido del disparo pasó junto a mí.

– ¿Y dónde dio?

– Me temo que estropeó mi sillón favorito -dijo el mayor, indicando un agujero limpio en el acolchado respaldo, justo a la altura de la cabeza.

Holmes sacó al instante su navajita y empezó a hurgar con cuidado en el agujero con la hoja más delgada.

Ya está. -Exhibió el pequeño trozo de plomo en la palma de su mano-. Es una cosa muy fea para que una noche se te clave en la espalda. -Se lo guardó en el bolsillo del chaleco-. Bueno, mayor Desmond, será mejor que eche las persianas cuando anochezca.

Y diciendo eso, cogió súbitamente el rifle del armero y se lo llevó al hombro.

– Tenga cuidado loco, está cargado -gritó el mayor.

– ¿Acostumbra usted a guardar los fusiles cargados? -preguntó Holmes.

– Ahora sí -dijo el mayor con ironía.

– ¿Y usted disparó por la ventana?-interpeló Holmes, llevando el ojo a la mira-. ¿Hacia ese grupo de hayas?

– El disparo parecía provenir de allí.

– ¿Pero no vio a nadie?

– Quien fuera vino y se fue. Bueno, caballeros, he oído que llamaban para el almuerzo. ¿Les parece que vayamos a tomarlo?

Llevamos a cabo las abluciones necesarias y nos dispusimos a bajar. Unas sonoras voces se oyeron a medida que nos acercábamos al rellano.

– ¡Te mantendrás apartado de Sally Parker! -gritó la voz de nuestro anfitrión.

– ¡Hágalo usted! -fue la ruda respuesta de una joven voz.

– ¡No hables así a tu padre! -dijo una dulce voz de mujer.

– ¡No es mi padre!

Empezamos a bajar, teniendo el tacto de hacerlo ruidosamente.

– ¡Ya basta, Denis! -dijo el mayor de forma perentoria-. Adelante, caballeros. Agnes, querida, estos son los amigos que han venido a resolver nuestro problema.

– Sean bienvenidos -dijo ella con su voz musical.

La esposa del mayor era un delicado ejemplar de ese tipo de femineidad que siempre me ha atraído: pequeña pero perfectamente formada, y tan erguida como una vara. Su vestido era de elegante simplicidad, hábilmente ajustado y rematado con un ligero tejido de lana, y sólo adornado con un ancho bolso de terciopelo negro, ricamente ribeteado en azabache y sujeto a su estrecha cintura como un retículo. El verde pálido de su vestido combinaba sutilmente con los brillantes rizos de su pelo cobrizo. Tenía un rostro encantador, una de esas caras felinas con grandes ojos violetas, nariz pequeña y boquita rosada.

– Dejen que les presente a mi hijo, Denis Mullen.

El joven Mullen se parecía a su madre, pero sin nada de su belleza. Tenía penetrantes ojos verdes en un rostro pálido, una mandíbula decidida, y un tupido pelo anaranjado. Nos miró con el ceño fruncido y murmuró algo.

– Ah, ahí se oye el segundo gong -dijo Desmond con cierto alivio-. Por aquí, caballeros.

En el espacioso salón comedor se había dispuesto una mesa para seis. Nos sentamos los cinco y desdoblamos las servilletas damasquinadas. No se hizo ningún comentario sobre la silla vacía.

Ya habíamos acabado con la sopa y estábamos picando remolacha cuando me sobresalté por los gritos de una voz de contralto bastante ronca.

– ¡Vaya, vaya, vaya!

La recién llegada exhibía un rostro bastante ancho, castigado por el tiempo, una figura igualmente ancha, y un atuendo asombroso. Iba vestida como un cochero, con chaleco, chaqueta y polainas a cuadros. Antes de entrar dejó la escopeta junto a la puerta.

– Mi hermana Penélope -dijo el mayor Desmond-. Es uno de mis domadores.

– He soltado a Starfire. -Se sentó y empezó a servirse de la bandeja de plata que llevaba la atractiva doncella-. Uno de estos días Starfire igualará a Thunderbolt, Barry.

– Me alegra que pienses así.

– ¿Entonces no la venderás?

– No seas pesada Penny. Starfire se irá la semana que viene. Está decidido.

– ¡Lo lamentarás! -dijo atacando su filete con sádicos cortes.

– Te presento a nuestros invitados, Penny -dijo el mayor relajando el ambiente-. El señor Holmes y el doctor Watson.

Un ojo hostil nos examinó.

– Los sabuesos detectives de Londres, ¿eh? ¿Han descubierto ya a nuestro enemigo secreto?

– No tengo ningún enemigo secreto, Penny -dijo el mayor molesto.

– Vaya, Barry, ¿has olvidado a ese terrible hombrecillo con pantalones de pastor que gritó tan fuerte y te asustó tanto? El lunes hará una semana.

– No me asustó -dijo el mayor con rigidez.

– Te amenazó de una forma terrible -dijo la señorita Penny-. Dijo que te rompería todos los huesos del cuerpo. Era tan gracioso, Agnes. Debiste oírlo.

La boca felina apretó los labios.

– Le oí, Penny.

El rostro de nuestro anfitrión se endureció.

– Clegg es muy excitable -dijo cortante-, pero no es ningún francotirador.

La señorita Penny lanzó un desagradable resoplido y Holmes cambió de tema.

– Veo que viene de cazar, señorita Penny.

– Tengo que hacerlo -replicó siniestramente-. Los cuervos, ya sabe.

– Mi hermana está peleada con los cuervos -dijo el mayor con una sonrisa-. Cree que tienen algo contra Starfire.

– ¡Ríete todo lo que quieras, Barry, pero ya lo verás!

Holmes volvió a cambiar de tema, dirigiéndose al joven Mullen.

– ¿Y usted, señor Mullen, también dispara?

– No -dijo átonamente el joven.

– No tienes vergüenza -dijo su madre-. Denis tira tan bien como yo, y es casi tan bueno como Barry, pero no suele disparar.

– No me gustan los deportes sangrientos -dijo Denis entre dientes.

– Mire, Holmes -exclamó Desmond con decisión repentina-. Yo soy un hombre de acción. No puedo quedarme sentado esperando a que me disparen.