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– ¿Qué más puedes hacer, Barry? -preguntó la señorita Penny.

Te diré lo que puedo hacer. Al anochecer prepararé una trampa con la ayuda de Holmes y su amigo para que se descubra este individuo. ¿Están ustedes conmigo, caballeros?

– Por supuesto, mayor.

– Yo también iré gritó la señorita Penny excitada.

– No, no vendrás, Penny. Esto es peligroso. Te mantendrás al margen.

– ¿Por qué? Te odio, Barry. Crees que las mujeres no sirven para nada. Pues te equivocas. Sé cuidarme sola. Tengo mi rifle.

La señora Desmond le sonrió.

– Tienes razón, Penny. Podemos cuidamos solas.

Puso algo sobre la mesa. Era un juguete de aspecto inocente, una pequeña pistola de reluciente cargador con una brillante empuñadura de madreperla. La manejaba con fría habilidad.

– La llevo encima desde que empezaron los problemas. No tengo miedo -dijo, devolviéndola al bolsillo.

– Sé que no lo tienes, querida -dijo Desmond-, pero el trabajo de esta noche es cosa de hombres.

Se volvió hacia la hermosa doncella, que estaba sirviendo más remolacha.

– Sally, haga el favor de informar a Maggie de que esta noche no cenaremos. Que prepare una merienda abundante para las siete en punto, en la terraza.

La muchacha le dedicó una mirada, hizo una reverencia y desapareció.

– Bueno, Barry -dijo la mujer-. ¿No encuentran ustedes que todo esto es un tema de conversación bastante siniestro?

La tertulia cambió de tema a continuación y, poco después, una vez hicimos justicia a las viandas, nos levantamos todos de la mesa.

– Bueno, mayor -dijo Holmes-, con su permiso iremos a las habitaciones de los criados para averiguar de ellos lo que podamos.

Descubrimos que estas habitaciones de los criados estaban gobernadas con mano de hierro, no por el mayordomo, un muchacho voluntarioso pero algo bisoño llamado Tamms, sino por la rígida ama de llaves, la señora Sattler. Nos informó de que el personal no sabía nada y que, de todos modos, no era asunto suyo. A pesar de eso, el personal nos informó de que sí habían oído los disparos la semana pasada. Sólo un muchacho cockney, encargado de la despensa contribuyó con algo más. Dijo haber oído los disparos de la noche anterior, salido a mirar y avistado al tirador cuando desaparecía.

– Desapareció como un espectro, señor, y me puso los pelos de punta, señor.

No estaba seguro de si era alto o bajo, gordo o delgado, pálido o moreno; sólo estaba seguro de que le había puesto los pelos de punta.

Sólo quedaba la cocinera y Holmes la mandó llamar. Se encontró con un adversario duro.

– Dice que está ocupada, que vaya usted.

Así que fuimos a ver a Maggie a sus dominios. Nos encontramos con una mujercita delgada, de feroces ojos, sentada a una larga mesa untando pan con mantequilla con un cuchillo alarmantemente grande.

– Una merienda -gruñó-. Y yo con un ganso bien gordo recién sacrificado para la cena. Bueno, ¿qué desean ustedes? Siéntense si quieren.

Agitó el cuchillo señalando a un par de sillas de madera.

– Bueno, Maggie… -empezó a decir Holmes, mientras tomaba asiento.

– Llámeme señora Murphy.

Bueno, señora Murphy, estoy Seguro de que querrá ayudar a su buen señor…

– ¿Buen señor? Lo que sí es seguro es que es el señor. Me paga bien, ¿no? Se pasea por la casa como si fuera el dueño de la mansión comprada con el dinero de mi señora, persiguiendo a todas las caras bonitas que ve y apostando en todas las carreras, aunque ella no pueda permitírselo. Le dije que nada bueno saldría de él, yo que estoy con ella desde los tiempos del señor Mullen. ¡Buen señor! ¡Ja! ¡Todos los hombres son unos inútiles!

Cogió el cuchillo y empezó a atacar los pepinos.

– Bueno, señora Murphy, ya sabe que hay alguien que ronda por el lugar e intenta matar al mayor…

– Que le vaya bien -murmuró la señora Murphy a los pepinos.

– Y quisiera preguntarle…

– ¿Preguntarme?-cortó Maggie-. Pregúnteme si yo dispararía contra el mayor. Bueno, señor, pues sí que lo haría, si con eso ayudara a la señora. Pero no serviría de nada, así que no lo hago. Puede usted meter eso en su pipa y fumárselo. Le deseo los buenos días.

Nos retiramos en desbandada.

– Por Dios -dijo mi amigo burlonamente-. ¡Espero que esta buena mujer no sea un ejemplo de lo que nos depara la mujer del futuro!

Dejamos el ala del servicio y nos detuvimos en la puerta trasera para examinar el paisaje. A nuestra derecha había una tentadora terraza, atractivamente amueblada con artículos de mimbre. Más allá se extendía un verde prado y el bosque. El prado se prolongaba ante nosotros, descendiendo hasta la dehesa y los establos situados a lo lejos. A nuestra izquierda estaba el cuidado jardín de la cocina y, más allá, el campo de tiro para el Día de Medio Verano. Se oían disparos provenientes de esa dirección.

– Vamos -dijo Holmes.

Fue delante de mí, caminando a buen ritmo. El campo de tiro resultó ser sólo una extensión de verde césped, con el blanco en un extremo y una línea de fuego ligeramente marcada en el otro. En esa línea estaba el joven Denis Mullen, rifle en mano.

– Bueno, señor Mullen -dijo Holmes acercándose a él-. Parece que, después de todo, sabe disparar.

El joven nos sorprendió con una réplica cortés.

– Sí, señor Holmes, a un blanco. Es algo muy distinto. Me entreno a fondo en ello. La bala está en el centro, acabo de ponerla allí. Podría matar si quisiera, pero no quiero.

– Dígame, señor Mullen, ¿qué sabe usted de los ataques contra el mayor?

La mirada inescrutable volvió a su joven rostro.

– Nada. Siento no poder ayudarle. Discúlpeme, tengo prisa.

La visión de la bonita Sally saliendo por la puerta de atrás explicaba su prisa. Cuando se alejó, Holmes dedicó su atención al blanco, que resultó no ser más que una simple construcción de paja, en la que se habían pintado los círculos concéntricos de una diana, muy salpicada de agujeros de bala. Había una bala en el centro. Atacó el heno con sus fuertes y nervudos dedos, y pronto la sacó, guardándosela en el bolsillo del reloj, pero no desistió hasta encontrar otras balas, que guardó en su chaqueta.

– Bueno. Aquí no podemos averiguar nada más. Vámonos.

Era un perfecto día de verano. Las alondras volaban en el cielo sin nubes, y su invisible piar llegaba a nosotros arrastrado por la brisa.

– No hay duda de que South Downs es el paraíso de Inglaterra -comentó mi compañero-. A veces pienso que es aquí donde elegiré terminar mis días en paz.

– Es sin duda un día celestial -acordé-. Resulta difícil concebir que en este tiempo puedan tener lugar vilezas como la que hemos venido a desentrañar.

– Pero las hay, Watson, y en ninguna parte más que en las extensiones solitarias del campo.

Rodeamos la casa, teniendo como objetivo el grupo de hayas que había en el prado sur, y que habíamos visto desde la ventana del mayor. Al llegar allí, Holmes empezó a examinar el terreno, con los ojos brillantes y las fosas nasales dilatadas como las de un sabueso que está sobre la pista. No teniendo otra cosa que hacer, le imité, pero no vi nada en el abundante césped. Tampoco lo vio él. Al poco rato se unió a mí, a la sombra de las hayas, meneando la cabeza.

– Demasiado buen tiempo. No hay rastros de nuestro amigo. Pero esto… -Su mirada inquisitiva había visto algo en el tronco del árbol-. ¿Qué es esto?

Era un agujero en la rama del árbol. Volvió a hurgar con su navaja de bolsillo, y pronto sacó otro pedazo de plomo, que se metió en el bolsillo del pecho.

En ese momento nos sobresaltamos al oír un disparo, seguido de otro más.

Cuando corrimos apresuradamente a la casa, vimos al mayor aparecer corriendo, fusil en mano, dirigiéndose hacia el bosque. Alteramos nuestro camino y nos encontramos con él en la linde.

– ¡Otro ataque! -gritó cuando nos acercábamos-. Desde aquí, desde aquí me ha disparado antes de desaparecer en el bosque. Vaya, ¿qué es esto?