– Estamos en aguas profundas, Watson. Debemos volver cuanto antes a Belting Park.
Abrí en un tris nuestra ajada guía Bradshaw.
– No podemos hacerlo, Holmes -dije-. El siguiente tren no sale hasta mañana.
– Me lo temía -dijo Holmes-. Bueno, habrá que esperar lo mejor.
Cogimos el primer tren con tiempo de sobra, encontramos desocupado un cómodo compartimento de primera clase, y nos dispusimos a leer los periódicos de la mañana. Yo fui el primero en abrirlos, y me sorprendí horrorizado.
– Santo Cielo, Holmes -grité-, el persistente francotirador del mayor ha vuelto a atacar, ¡y ha dado en el blanco! El mayor Desmond ha muerto.
Pareció que pasaba un siglo hasta que llegamos a la estación de Belting. Como fuimos los únicos pasajeros en bajar, no fue una gran hazaña deductiva el que se nos acercara un joven de terso cutis para decimos:
– ¿El señor Sherlock Holmes?
Mi compañero asintió con la cabeza.
– Estamos en desventaja, señor.
– Inspector Clempson, encargado del asunto de Belting Park, a su servicio. No se ha tomado mucho tiempo, señor. Envié mi cable en la medianoche de ayer.
– ¡Oh! No he recibido ningún cable. He venido por mi cuenta.
– ¿Esperaba lo sucedido?
– Temía alguna villanía semejante.
– Entonces nos alegrará que nos ayude, señor Holmes. Pero venga, tengo un coche esperando para llevamos a Belting Park.
– Vamos pues. Podrá contarnos los detalles de este trágico asunto mientras vamos hacia allá.
Mientras discurríamos a buen paso por los verdes caminos respirando el fresco aire del verano, escuchamos la historia del inspector.
– Parece ser, caballeros, que la aparición de un hombre negro acechando anoche alarmó a la familia respecto a los caballos…
– ¿Porqué? preguntó Holmes-. Cualquier hombre puede ennegrecerse la cara, y los contrabandistas de la zona suelen hacerlo a menudo.
– Al no ser de aquí no se les ocurrió pensar en eso. Pensaron en los mozos de Comanche, y adoptaron medidas protectoras. Ned Bickford y sus hombres se quedaron a guardar los caballos. Los guardabosques se situaron alrededor de los establos.
– Entonces, ¿se abandonó toda protección a la casa?
– El mayor era una persona valerosa, como lo es la señora Desmond. Estaban impertérritos haciendo cuentas cuando se oyó el disparo. Denis Mullen estaba en el prado y corrió enseguida al interior. Encontró a su padrastro en el suelo, muerto de un disparo en el corazón, y a su madre inconsciente en la poltrona. Llamó a los criados y envió a por mí. Cuando llegué yo, media hora más tarde, descubrí que tenía la situación controlada, con su madre en la cama y el doctor Ledyard en camino, tras haber enviado a buscar a su abogado, un tal señor Needleton de Brighton.
– Puede estar seguro, Holmes, de que interrogué a todos los implicados en el asunto -añadió el inspector inquieto-. Denis Mullen no vio nada pese a estar fuera. La señorita Penny estaba en los establos vigilando a Starfire. Toda la gente que vigilaba en los establos se alarmó mucho por el disparo, pero lo único que hicieron fue redoblar la vigilancia. Parker y Birkett, situados en la periferia, no vieron nada sospechoso. Ya estamos llegando a Belting Park.
Cuando atravesamos la avenida de limeros, un salvaje ulular llenó el aire.
– Santo Cielo, ¿qué ha sido eso? -dije yo-. ¿Un perro?
– El pillaloo, o aullido irlandés -dijo Holmes-. La señora Murphy llora una muerte en la familia, según la costumbre.
La estirada ama de llaves nos admitió de mala gana.
– La señora Desmond está postrada en cama y no puede ver a nadie -dijo fríamente.
– Todavía no necesitamos molestar a la señora Desmond, señora -replicó el inspector-. El señor Holmes desea inspeccionar la escena del crimen.
Al oír la puerta, un hombre alto y delgado, vestido con ropas formales pasadas de moda, apareció en las escaleras.
– ¿Y bien, señora Sattler?
– La policía, señor Needleton.
– Ya era hora. Un asunto terrible, señor. Pensar que cuando estuve aquí hace una semana todo iba bien, y nada se sabía de ese peligroso asesino. Bueno, tengo trabajo que hacer. Le deseo buena caza.
Desapareció antes de que pudiéramos abrir la boca. Holmes se encogió de hombros y se dirigió hacia el sanctum del mayor, seguido por nosotros. Unas manchas de sangre en el suelo, junto al escritorio, indicaban dónde había caído Desmond. Al lado estaba su rifle, cargado y a punto de ser disparado, mudo testimonio de que había muerto defendiéndose de su asesino, aunque fuera en vano.
Holmes lo examinó atentamente.
– ¿La bala, inspector?
– La bala le atravesó el corazón, alojándose en una costilla. Esta mañana hicieron la autopsia y se la extrajeron. Aquí está.
Holmes la cogió, examinándola cuidadosamente con su potente lupa de bolsillo.
– ¿Y el arma?
– No se ha encontrado. Sin duda, el asaltante se la llevó consigo al huir.
– Sin duda. ¿Y las ropas del mayor?
– Las tengo aquí. -El inspector las sacó de un cajón-. Observará que no hay rastros de pólvora.
Holmes las examinó todas, el chaleco de tweed, la camisa y la fina ropa interior de lino. Observó los mortíferos agujeritos de las balas que habían causado la muerte de quien los llevaba.
– Una apertura tan pequeña para que entre la muerte -musitó. Dejó la ropa plegada sobre el escritorio-. Bueno, creo que ya es hora de oír lo que tiene que decimos la señora Desmond. Vamos, Watson. No, inspector, usted no. Trabajo mejor solo.
Encontramos a la dama reclinada en un sofá Recamier de calicó amarillo. Clavó en nosotros sus ojos calmados, pero no dijo nada.
– Señora -dijo Holmes con la gentil gravedad que, en ocasiones semejantes, usaba con el bello sexo-, venimos a ofrecerle nuestras condolencias por su doble pérdida.
Ella se incorporó, abriendo mucho los ojos.
– ¿Mi doble pérdida?
– La trágica pérdida de su marido, señora Desmond, y la aún más trágica pérdida de su hijo, que seguramente acabará ahorcado por su asesinato.
La señora Desmond dedicó a mi compañero una mirada larga y pensativa y se puso en pie.
– Le agradezco lo primero -dijo con calma-. En cuanto a lo segundo, resulta prematuro. Denis nunca será ajusticiado por matar a Barry Desmond. Fui yo quien lo mató.
– Lo sé, señora Desmond -dijo Holmes-, pero quería oírselo decir.
– Bueno, ya lo he dicho. Ahora déjeme sola.
– También sé, señora, que le disparó en defensa propia -dijo Holmes, ignorando su despedida.
Ella le miró cortante.
– ¿Cómo puede usted saber eso?
– Sentémonos y se lo contaré.
Holmes la sentó en el sofá amarillo sin que ofreciera resistencia, y cogió una silla para sentarse junto a ella. Yo me moví para pasar a un discreto segundo plano.
– El mayor Desmond se mostró desde el principio como un cliente extraño, que no mostraba ningún deseo o esperanza de que yo investigase en el lugar del delito. Era inusual, pero en ningún momento se me ocurrió la posibilidad de que un cliente acudiera a mí con el deseo expreso de engañarme. Yo procedí como acostumbraba, viniendo a Belting, recogiendo los datos disponibles y volviendo a Baker Street.
»Soy un detective científico, señora Desmond. Examiné mis datos con tubos de ensayo y un potente microscopio y descubrí una cosa muy extraña. Mi cliente me estaba mintiendo.
– Pues claro que estaba mintiendo. Barry era un mentiroso nato -dijo la señora Desmond amargamente. Pero, ¿cómo lo supo usted?
– El primer indicio fue la sangre que encontramos en el lindero del bosque. Ningún francotirador pudo haber derramado esa sangre. Era sangre de ave, supongo que del ganso recién sacrificado que había en la cocina. Y las balas, señora Desmond, la que se hundió en la poltrona de su marido y la de la haya, disparada por su marido como respuesta al fuego, habían sido disparadas por el mismo arma.