Выбрать главу

– Basta ya de rodeos, Holmes. Pretende evitar que le acompañe en una empresa peligrosa. Insisto…

Estaba frotándose un canino con cera negra para hacerlo invisible. Se interrumpió bruscamente y clavó su mirada en mí a través de su lupa. A mi mente acudió el famoso mosaico encontrado en una casa de Pompeya que representa un feroz perro con las palabras de advertencia Cave canem debajo de él.

– ¿Usted insiste? Soy yo soy quien insiste. Si es la única forma de disuadirle, que así sea: No le necesito, Watson.

El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. ¿Me había vuelto un estorbo tan grande? ¿Un obstáculo? Que yo recuerde, fue la primera vez que estuve a punto de odiarle. Sabía que no era dueño de sus actos, pero eso sólo lo explicaba, no lo excusaba.

Hay algo que se llama persistencia watsoniana. Así que continué inmutable mientras Holmes terminaba de arreglarse ensuciándose. Observé cómo miraba por entre las cortinas a la calle, comprobando a continuación que llevaba el revólver y las llaves. Devolví su cortés saludo cuando salió por la puerta. Escuché cómo sus pisadas bajaban la escalera. Esperé a oír cómo se cerraba la puerta de la calle antes de ponerme el abrigo, coger mi bastón más sólido, y seguirle.

Hicimos una larga marcha a paso rápido. Yo permanecí a unas buenas cien yardas de distancia, pero teniéndole siempre a la vista. Se detuvo una vez, ante el monumento al Gran Incendio que se inició a las 14:00 horas del domingo 2 de septiembre de 1666 en la casa de William Farryner, pastelero real, en Pudding Lane. Miró el pedestal fijamente, pero, cuando siguió andando, y yo me detuve donde él, me di cuenta de que no había estudiado la inscripción histórica sino una pintada hecha con carbón. MAE ATIENDE: ENGAÑA POE VASIJA DE BARRO. MAX FERO [MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO].

El texto estaba claro, tal vez demasiado. ¿Para qué querría un tal Max Fero ordenar tan osadamente a un tal Mae que engañara a un tal Poe, al parecer con una vasija falsa de barro como moneda? El nombre Fero debía ser tan falso como su moneda, pero recordaba la palabra de mis días de colegio. Podía sentir cómo la escribía en el encerado, verla en blanco sobre negro, incluso olería en el flotante polvo de tiza una vez la había borrado. Verbo latino, activo, irregular, significa llevar, traer, transportar. Tiempos principales, fero, ferre, tuli, latum.

Troté discretamente para no perder a la enfermiza figura entre los transeúntes desdentados y de rostro ausente que iban y venían concentrados en sus propios asuntos. Más allá de Guildhall, Cheapside se convierte en Poultry. Holmes me llevó más allá de Pudding Lane, Honey Lane, Milk Street y Bread Street. No se detuvo hasta llegar a Threadneedle Street. Allí, sin mirar a su alrededor, entró en el edificio del 42 1/2. Corrí para cubrir la distancia, pues me di cuenta de que era un edificio de despachos comerciales y quería saber en cuál de ellos había entrado. Fue demasiado rápido, o yo demasiado lento.

Holmes había desaparecido cuando llegué a la entrada y miré al interior. Entré. Había una mesa de conserje pero nadie en el puesto. Estudié el directorio de la pared, pero no encontré ningún nombre que me dijera nada. No había ningún Mae, ni ningún Poe, y, desde luego, ningún Max Fero.

Cualquier movimiento parecía mejor que ninguno, así que recorrí el pasillo escuchando discretamente ante cada puerta, esperando oír la voz de Holmes.

Cuando pasé ante una puerta entreabierta que daba a unas escaleras que conducían al sótano, capté un movimiento con el rabillo del ojo. Agarré con más fuerza el bastón y di media vuelta, pero fue demasiado tarde. La negrura me invadió.

II

Holmes se detuvo a media zancada y soltó la cerilla justo antes de que le quemara el dedo. Se apagó con un hilillo de humo mientras caía al empedrado. En la oscuridad, Holmes se llevó los dedos a las sienes como para recuperar el equilibrio, o reafirmarse contra la debilidad que sentía. Había ido demasiado lejos siguiendo el rastro de Moriarty, estaba demasiado cerca de él, para desfallecer ahora. La voluntad debía dominar a la carne, la piel del zorro ocupar el lugar de la del león.

La técnica respiratoria aprendida en el alto Tíbet debería serle útil allí en el bajo Londres. El aire que obtuvo, en el sótano del 421/2 de Threadneedle, era húmedo y viciado, pero volvió a sentirse en forma.

Sacó del bolsillo la vela y las cerillas. Encendió la vela y miró a su alrededor, a los laberínticos caminos del sótano, antes de aventurarse por el corredor.

El desorden no era desorden, el caos no era caos. Lo que parecían deshechos esperando en un rincón a ser tirados, no eran más que un hábil escondrijo para ácidos, gas de oxígeno y sopletes. Un bote de basura contenía unas gafas oscuras nuevas y unos guantes de trabajo bastante limpios, bajo una desagradable superficie de sucios harapos. Alguien se dedicaba a cortar y fundir metales.

Tap.

Se movió hacia el sonido.

Parecía provenir de una puerta situada pasillo adentro. La puerta tenía un panel de vidrio esmerilado. Tras el cristal se movió una sombra. Cuando Holmes se acercó, la silueta se definió como la figura de un hombre extremadamente alto y delgado, la frente trazaba una curva pronunciada, el rostro inclinado se movía a uno y otro lado sobre unos hombros redondos.

Moriarty.

Holmes se humedeció los dedos, apagó la llama de la vela y se la guardó en un bolsillo. Hasta un sonido tan leve como el de un soplido para apagar una vela podría alertar a su adversario. Se descubrió sacando el revólver y apuntando a la figura.

No era muy deportivo, pero uno no se muestra deportivo ante una cobra y le da una oportunidad.

Cuanto menor fuese la distancia, más certero el disparo, así que dio un silencioso paso más hacia ella. Cuando su peso presionó contra una loseta enclavada en el suelo de tierra, notó que algo se movía bajo sus pies. Y supo, mientras deseaba fútilmente que su pie deshiciera la presión, que había disparado algo en el interior de la habitación. Escuchó un golpe y un zumbido metálico al otro lado de la puerta.

Holmes nunca sabría si habría disparado o no, de no haber puesto en marcha el resorte. Moriarty ya tenía esa oportunidad deportiva que le había negado antes.

Moriarty ni se apartó ni apagó la luz de la habitación. Impávido, el Napoleón del crimen afrontó burlonamente su Waterloo.

Holmes disparó, con pulso firme y una tensa sonrisa.

La silueta giró pero no cayó. En vez de eso le hizo un guiño imposible. A través del mellado recuadro de fragmentos de vidrio que quedaban del panel de cristal, Holmes vio que la silueta no era más que una silueta, una figura de cartón recortada que se balanceaba lentamente colgaba de un cordel que la sujetaba al techo, y el guiño era un guiño producido por la luz de la linterna que había al otro lado, brillando a través del agujero de bala que Holmes le había hecho en la cabeza.

– Vamos, vamos, Holmes, ya sabía que no le sería tan fácil.

La burlona voz de Moriarty.

Holmes sonrió. Había sido tan estúpidamente humano como para clavar su mirada en la figura de cartón, del mismo modo que la audiencia de un ventrílocuo se fija en el muñeco que maneja. Pero, ¿de dónde, sino, podría haber venido su voz? Un examen rápido, pero completo, le reveló que no había nadie en la habitación, ni ningún sitio donde pudiera esconderse. La habitación estaba desprovista de mobiliario a excepción de una mesita que sostenía algo con una extraña forma de cornucopia.

Un gramófono.

De ahí venía la voz. Pero el disco había dejado de girar; la voz se había callado. El gramófono requería un examen más atento, y Holmes dio un paso hacia la linterna que colgaba de la pared.

No tan rápido. ¿Qué trampas podía haber instalado Moriarty entre la puerta y la pared?