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Bueno, ahí estaba la autentificación. Un aplauso para ese agujero, pensé.

– Ya que estamos en ello, hábleme de los muchachos -dijo Holmes, uniendo sus delgados dedos.

– Como quiera. No hace falta decir que el odio que sentían hacia su padre sólo se veía superado por el desprecio sin barreras que les tenía su padre… aunque la razón de que siguiera despreciando a Stephen es… bueno, no importa. Contaré las cosas por orden.

– Qué amable por su parte, inspector Lestrade -dijo Holmes secamente.

– William tiene treinta y seis años. Si su padre le hubiera dado alguna clase de asignación, supongo que la habría gastado apostando. Como tenía poco o nada, daba largos paseos de día, yendo a las cafeterías de noche, o, cuando tenía un poco más de dinero en el bolsillo, a un casino, donde lo perdería rápidamente jugando a las cartas. No es un hombre agradable, Holmes. Un hombre que no tiene ni finalidad, ni talento, ni hobby ni ambición alguna (salvo la de sobrevivir a su padre), difícilmente sería un hombre agradable. Cuando hablaba con él tuve la extraña idea de que estaba interrogando a una vasija vacía sobre la que se había estampado ligeramente el rostro de lord Hull.

– Una vasija que espera llenarse con el dinero de su padre -comentó Holmes.

– Jory es punto y aparte. Hull se reservaba la mayor parte de su desprecio para Jory, llamándole desde su más tierna infancia con apodos tan atractivos como «cara- pez», «patas de barrilete» o «vientre de comadreja». Desgraciadamente, no es muy difícil comprender esos apodos. Jory Hull no supera los cinco pies de altura, si es que llega a ellos, tiene las piernas arqueadas, es cheposo y posee un semblante notablemente feo. Se parece un poco a ese poeta, el marica.

– ¿Oscar Wilde? -pregunté yo.

Holmes me dirigió una breve mirada de diversión.

– Creo que Lestrade se refiere a Algernon Swinburne -dijo-. El cual creo que es tan marica como usted, Watson.

– Jory Hull nació muerto -dijo Lestrade-. Tras permanecer inmóvil y azul durante todo un minuto, el médico le declaró muerto y tapó su cuerpo informe con una servilleta de papel. Lady Hull, en un arrebato heroico, se incorporó, le quitó la servilleta y mojó las piernas del bebé en el agua caliente que habían llevado para el parto. El bebé empezó a agitarse y a berrear.

Lestrade sonrió y encendió un cigarrillo con una cerilla seguramente hecha por uno de los golfillos en los que había estado pensando.

– El propio Hull, siempre magnánimo, culpaba de sus piernas arqueadas a esta inmersión en agua.

El único comentario de Holmes sobre esta extraordinaria historia (y bastante sospechosa para mi mente de médico) fue el de inferir que Lestrade había conseguido una gran cantidad de información de sus sospechosos en un corto periodo de tiempo.

– Es un aspecto del caso que pensé que le resultaría atractivo, mi querido Holmes -dijo Lestrade cuando entramos en Rollen Row con un giro y una salpicadura-. No necesitan que se les fuerce a hablar; más bien hay que obligarles a callar, han permanecido en silencio demasiado tiempo. Y además está el hecho de la desaparición del nuevo testamento, lie descubierto que el alivio suelta las lenguas más allá de toda mesura.

– ¡Desaparecido! -exclamé, pero Holmes no hizo caso. Preguntó a Lestrade sobre este segundo hijo deforme.

– Por muy feo que sea, creo que si su padre le vituperaba continuamente era porque…

– Porque Jory era el único hijo que no necesitaba depender del dinero de su padre para abrirse camino en el mundo -dijo Holmes, deferente.

– ¡El diablo me valga! ¿Cómo ha sabido eso? -se sobresaltó Lestrade.

– Calificar a un hombre por defectos que todos pueden ver es el acto de un hombre asustado, además de ser alguien vengativo-dijo Holmes-. ¿Qué llave tenía para salir de la celda?

– Como ya le he dicho, pinta -dijo Lestrade.

– ¡Ah!

Jory Hull era, como luego probaron los lienzos que había en los salones de la casa Hull, un pintor muy bueno. No quisiera dar a entender que era un gran pintor, pero los retratos que tenía de su madre y sus hermanos eran lo bastante fieles como para que, años después, cuando vi por primera vez fotos en color, mi mente retrocediera a aquella lluviosa tarde de noviembre de 1899. Y el que tenía de su padre, y que nos mostró después… Puede que Jory se pareciera a Algernon Swinburne, pero su padre, al menos visto a través del ojo y la mano de Jory, me recordaba a un personaje de Oscar Wilde, ese roué casi inmortal de Dorian Gray.

Sus lienzos requerían un trabajo largo y lento, pero era capaz de dibujar con tal rapidez que podía volver una tarde de sábado de hacer retratos en Hyde Park con cuarenta libras en el bolsillo.

– Apuesto a que su padre disfrutaba con esto-dijo Holmes. Buscó inconscientemente su pipa y la devolvió donde estaba-. Su hijo, un par del reino, haciendo retratos a acaudalados turistas americanos y a sus novias como un bohemio francés.

– Le ponía furioso -dijo Lestrade-, pero Jory no renunció a su puesto en Hyde Park… al menos, no hasta que su padre aceptó pasarle una asignación de treinta y cinco libras semanales. Lo consideraba un vil chantaje.

– Mi corazón sangra por él -dije.

– Igual que el mío, Watson -dijo Holmes-. El tercer hijo, Lestrade… Creo que ya hemos llegado a la casa.

Como había dicho Lestrade, seguramente era Stephen Hull quien tenía más motivos para odiar a su padre. A medida que empeoraba su gota y se le nublaba más la cabeza, lord Hull iba pasándole más y más asuntos de la compañía a Stephen, que sólo tenía veintiocho años cuando murió su padre. Las responsabilidades recayeron entonces en Stephen, al igual que la culpa si su última decisión resultaba ser errónea… no recibiendo ninguna ganancia financiera si decidía correctamente.

Al ser el único de sus tres hijos que tenía algún interés en el negocio que había fundado, lord Hull debería haber mirado a su hijo con aprobación. Al ser un hijo que mantenía próspero el negocio de su padre cuando podía haber naufragado por los cada vez mayores problemas físicos y mentales de lord Hull (y todo esto siendo tan sólo un joven) debería haber sido considerado además con amor y gratitud. Sin embargo,

Stephen fue recompensado por su padre con sospechas, celos y la creencia, manifestada cada vez más a menudo, de que su hijo «robaría los peniques de los ojos de un muerto».

– ¡El muy b____________________o! -grité, incapaz de contenerme.

– Salvó el negocio y la fortuna familiar -dijo Holmes, volviendo a unir los dedos-, y su recompensa en el testamento siguió siendo la parte del botín correspondiente al hijo menor. Por cierto, ¿qué disponía el nuevo testamento para la compañía?

– Debía ser entregada al comité directivo de Hull Shipping, Ltd., sin disponer nada para el hijo -dijo Lestrade, y cogió su cigarrillo cuando el caballo enfiló el camino de entrada de una casa que, en ese momento, me pareció extraordinariamente fea, al alzarse de los mortecinos prados en medio de la lluvia-. Pero estando su padre muerto y al no haberse encontrado el nuevo testamento, Stephen Hull recibirá las treinta mil libras. El muchacho no pasará apuros. Tiene lo que los americanos llaman «empuje» y la compañía le aceptará como director gerente. Lo habrían hecho de todos modos, pero ahora será con Stephen Hull imponiendo las condiciones.

– Sí. Empuje. Una buena palabra -comentó Holmes, asomándose a continuación a la lluvia-. ¡Deténgase aquí, conductor! -gritó-. ¡Aún no hemos terminado!