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– ¡Qué interesante! -dijo Holmes con ojos brillantes-. Stephen derriba la puerta (cosa muy lógica ya que es el más joven y fuerte), y uno esperaría que el simple impulso hacia delante le hubiera hecho entrar primero en la habitación. Pero William, bajando las escaleras, ve a Jory entrar primero. ¿Cómo es eso, Watson?

Sólo pude negar torpemente con la cabeza.

– Pregúntese en qué testimonio, en qué único testimonio, podemos confiar aquí. La respuesta está en el cuarto testigo, el ayuda de cámara de lord Hull, Oliver Stanley. Se acercó a la barandilla de la galería a tiempo de vera Stephen entraren la habitación, y eso es correcto, ya que Stephen estaba solo cuando entró. Fue William, con mejor ángulo de visión desde las escaleras quien dijo ver a Jory precediendo a Stephen. William dijo eso porque vio a Stanley y supo lo que debía decir. Todo se reduce a lo siguiente, Watson: sabemos que Jory estaba dentro de la habitación. Dado que los dos hermanos testifican que estaba fuera, hay, como mínimo, connivencia. Pero, como usted ha dicho, la ausencia de confusión, la forma en que todos se apoyaron tan eficazmente, sugiere algo más.

– Una conspiración -dije estúpidamente.

– Sí. Pero desgraciadamente para los Hull, eso no es todo. ¿Se acuerda de que le pregunté si creía que los cuatro se limitaron a salir del salón en cuatro direcciones diferentes, sin decir palabra, en el momento que oyeron cerrarse la puerta del estudio?

– Sí. Lo recuerdo.

– Los cuatro. -Miró a Lestrade-. Los cuatro testificaron que fueron los cuatro, ¿verdad?

– Sí.

– Eso incluye a lady Hull. Y sabemos que Jory debió salir corriendo en el momento que su padre dejó la habitación. Sabemos que estaba en el estudio cuando se cerró la puerta, y, aún así, los cuatro, incluyendo a lady Hull, afirman que seguían en el salón cuando oyeron cerrarse la puerta. Muy bien pudieron ser cuatro las manos que empuñaron esa daga, Watson. El asesinato de lord Hull fue un asunto de familia.

Yo estaba demasiado abrumado para decir nada. Miré a Lestrade y vi en su cara una mirada que no le había visto nunca y que no volvería a verle; una especie de seriedad enferma y cansada.

– ¿Qué pueden esperar? -dijo Holmes, casi genial.

– Jory será ahorcado con toda seguridad -dijo Lestrade-. Stephen tendrá cárcel de por vida. Quizá perdonen la vida a William Hull, pero probablemente le condenarán a veinte años en Broadmoor, y siendo tan débil casi seguro que morirá torturado por sus compañeros. La única diferencia entre lo que le espera a Jory y lo que le espera a William es que el fin de Jory será mucho más rápido y piadoso.

Holmes se inclinó y pasó el dedo por el lienzo colocado entre las patas de la mesa café. Hizo ese sonido ronco de ronroneo.

– Lady Hull -continuó Lestrade-, irá durante cinco años a Beechwood Manor, conocida por sus inquilinas como el Palacio de las Carteristas… Pero, conociendo a la señora, me inclino a sospechar que encontrará otra salida. Yo diría que su venerable marido.

– Y todo porque Jory Hull no le apuñaló con limpieza -remarcó Holmes suspirando-. Si el anciano hubiera tenido la simple decencia de morir en silencio, todo habría salido bien. Como dijo Watson, habría salido por la ventana, llevándose el cuadro consigo, por supuesto… por no mencionar las sombras postizas. En vez de eso, despertó a la casa. Todos los sirvientes entraron aquí, lanzando apenadas exclamaciones sobre su señor muerto. La familia sumida en la confusión. ¡Qué mala ha sido su suerte, Lestrade! ¿Estaba muy lejos el agente de policía cuando Stanley le llamó? A menos de cincuenta yardas, supongo.

– Estaba haciendo su ronda -dijo Lestrade-. Su suerte fue mala. Pasaba por aquí, oyó el grito y vino.

– Holmes -dije, sintiéndome mucho más cómodo en mi viejo papel-, ¿cómo supo que había cerca un agente de policía?

– Es la misma simplicidad, Watson. De no ser así, la familia habría alejado a los sirvientes lo bastante como para esconder el lienzo y las sombras.

– Y para quitarle el cerrojo a una ventana como mínimo, supongo -añadió Lestrade con una voz anormalmente reposada.

– Pudieron haberse llevado el lienzo y las sombras -dije de pronto.

Holmes se volvió hacia mí.

– Sí.

Lestrade enarcó las cejas.

– Todo se reducía a una elección -le dije-. Había tiempo suficiente para quemar el nuevo testamento o para deshacerse del escondite portátil… Debieron decidirlo Stephen y Jory, claro, momentos después de que Stephen derribara la puerta. Decidieron o, si ha captado bien el carácter de todos los personajes, Stephen decidió quemar el testamento y esperar lo mejor. Supongo que tuvieron el tiempo justo de meterlo en la estufa.

Lestrade se volvió, la miró, y volvió a enfrentarse con nosotros.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría tenido fuerzas suficientes para gritar al final -dijo.

– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría hecho que un hijo lo matara -añadió Holmes.

Lestrade y él se miraron, y otra vez volvió a existir entre ellos una comunicación perfecta que yo no comprendí.

– ¿Alguna vez lo ha hecho? -preguntó Holmes, como retomando una vieja conversación.

Lestrade meneó la cabeza.

– Una vez estuve condenadamente cerca -dijo-. Había una muchacha implicada que no tenía la culpa en absoluto. Estuve a punto, pero… Esa fue una.

– Y estas son cuatro -dijo Holmes-. Cuatro personas maltratadas por un hombre malvado que, de todos modos, habría muerto dentro de seis meses.

Ahora lo comprendía.

Holmes clavó en mí sus ojos grises.

– ¿Qué dice, Lestrade? Watson ha resuelto este caso, aunque no viera todas sus implicaciones. ¿Dejamos que Watson decida?

Muy bien -dijo Lestrade gruñón-. Pero sea rápido. Quiero salir de esta maldita habitación.

En vez de responder, me incliné, recogí las sombras de fieltro, las enrollé formando una bola y me las metí en el bolsillo del abrigo. Me sentí raro haciendo eso, tanto como cuando estaba con las fiebres que casi me quitaron la vida en la India.

– ¡Bravo, Watson!-dijo Holmes-. ¡Ha resuelto su primer caso y se ha convertido en cómplice de un crimen en el mismo día!, ¡y todo antes de la hora del té!

Y aquí tengo un recuerdo para mí, un Jory Hull original. ¡No creo que esté firmado, pero uno debe sentirse agradecido por todo lo que los dioses tengan a bien enviarle en los días lluviosos!

Y utilizó su navaja de bolsillo para soltar la goma que sujetaba el lienzo a las patas de la mesa. Lo hizo con rapidez, y menos de un minuto después se guardaba una delgada tela en el bolsillo interior de su voluminoso sobretodo.

– Todo esto es un asunto muy sucio -dijo Lestrade, pero avanzó hasta una de las ventanas y, tras titubear un momento, soltó los pestillos que la cerraban y la dejó entreabierta.

– Hay algunos que son más sucios cuando se hacen que cuando se deshacen -comentó Holmes-. Vámonos.

Nos dirigimos hacia la puerta. Lestrade la abrió. Uno de los policías preguntó a Lestrade si había algún progreso.

En otro momento, Lestrade habría dado al hombre una respuesta cortante. Esta vez se limitó a decir:

– Parece ser que fue un intento de robo que acabó en algo peor. Yo me di cuenta enseguida, por supuesto; Holmes un momento después.

– Una pena -comentó el otro agente.

– Sí, una pena -dijo Lestrade-. Pero el grito del anciano hizo huir al ladrón antes de que pudiera llevarse nada. Vamos.

Nos fuimos. La puerta del salón estaba abierta, pero mantuve la cabeza erguida al pasar ante ella. Holmes miró, por supuesto; no había ninguna posibilidad de que no lo hiciera. Está en su personalidad. En cuanto a mí, nunca vi a nadie de la familia. Nunca quise.

Holmes volvía a estornudar. Su amigo se restregaba contra sus piernas, maullando encantado.