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– Salgamos de aquí -dijo, saliendo a toda prisa.

Una hora después estábamos de vuelta en el 221B de Baker Street, en las mismas posiciones que ocupábamos cuando llegó Lestrade: Holmes en el asiento junto a la ventana, y yo en el sofá.

– Bueno, Watson -dijo Holmes-, ¿cómo cree que dormirá esta noche?

– De maravilla. ¿Y usted?

– Del mismo modo. Le aseguro que me alegro de estar lejos de esos malditos gatos.

– ¿Cómo cree que dormirá Lestrade?

Holmes me miró y sonrió.

– Esta noche, mal. Puede que mal durante una semana, pero luego se recuperará. Entre sus talentos, Lestrade cuenta con uno muy grande para el olvido creativo.

Eso me hizo reír, y con ganas.

Mire, Watson dijo Holmes. ¡Mire qué paisaje!

Me levanté y fui hasta la ventana, convencido de ver otra vez a Lestrade en un coche de caballos. En vez de eso, vi al sol asomando entre las nubes, bañando a Londres en una gloriosa luz crepuscular.

– Salió después de todo -dijo Holmes-. ¡Espléndido!

Cogió el violín y empezó a tocar, con el sol dándole en la cara. Miré a su barómetro y vi que empezaba a descender. Eso me hizo reír con tanta fuerza que tuve que sentarme. Cuando Holmes me miró y me preguntó qué me hacía tanta gracia, no pude hacer otra cosa que menear la cabeza. Un hombre extraño este Holmes. De todos modos, dudo que lo hubiera entendido.

EPÌLOGO. MORIARTY Y EL AUTENTICO MUNDO DEL HAMPA – John Gardner

Si se menciona el nombre del profesor James Moriarty a cualquiera que haya tenido la más ligera familiaridad con el Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle, aparecerán de inmediato una serie de imágenes: la de la figura alta, enjuta y erudita que amenazaba a Holmes en sus aposentos de Baker Street; la pelea en la cornisa de las cataratas del Reichenbach; un vasto ejército de criminales dispuestos a hacer su voluntad; el ruido de cascos de caballos en las calles y el traqueteo de los cabriolés; la luz de gas proyectando siniestras sombras; las nieblas espesas y amarillas, las «particulares de Londres», emergiendo del río; siniestras figuras acechando en callejones y pasajes; robos, asesinatos, chantajes y violencia; la lengua traicionera del confidente, los ágiles dedos del carterista, el gimoteo del mendigo, los halagos de la prostituía… todo ese aura decadente y sucia, aunque atractiva, que tiene el mundo del hampa del siglo diecinueve.

Hay constancia de que el mismo Holmes dijo una vez (en «El Problema final») que «…sus agentes son numerosos y espléndidamente organizados. Digamos que si hay un crimen que cometer, un papel que robar, una casa que debe ser registrada, un hombre que debe desaparecer… se hace llegar la voz al Profesor, se planea el asunto y se lleva a cabo. Si cogen al agente que ha cometido el delito, se consigue dinero para su fianza o para un abogado, pero nunca se coge a la figura central que emplea a ese agente, no tanto como se sospecha de ella.»

Esta descripción tiene un extraño tono moderno. Desde luego, implica que Moriarty debía pasar la mayor parte de su tiempo rodeado por el hampa de su época, hombro con hombro, y dirigiendo a toda la sociedad de villanos que proliferaron durante el siglo.

Aquí tenemos un claro punto de conexión entre este mundo sombrío y el crimen organizado de nuestra época actual, pues el diseminado regimiento de criminales contemporáneos de Moriarty se hacían llamar colectivamente La Familia.

En 1841, un artículo del Tait’s Magazine habla de «La Familia»… el nombre genérico con que se conoce a salteadores, carteristas, jugadores, ladrones de casas et hoc genus omne». En efecto, el término seguía usándose a finales de siglo, y los delincuentes se referían a ellos mismos como a hombres y mujeres de La Familia.

Todos sabemos que, en la actualidad, La Familia, en términos criminales, adquiere unas connotaciones siniestras. Así que el Moriarty de Doyle muy bien pudo ser el equivalente Victoriano al Padrino del siglo veinte. Y, desde luego, su influencia habría alcanzado su momento cumbre en el turbulento vórtice del hampa del siglo diecinueve.

Podemos ver entonces a Moriarty como a un jefe criminal sin escrúpulos, de elevado intelecto y avanzados talentos organizativos; un criminal científico, un hombre decidido a gobernar el universo en el que ha elegido vivir.

¿Qué clase de imperio habría gobernado? ¿Sobre qué clase de súbditos habría reinado?

La imagen que tenemos del hampa de Londres durante la primera mitad del siglo diecinueve es la de una perpetua guerra que se libraba entre las respetables clases media y superior, y una gran horda de delincuentes, la mayoría de los cuales eran técnicos especializados que vivían en las Rookeries: áreas pantanosas, fétidas y superpobladas del perímetro exterior de la metrópolis. Esos parásitos dejaban las Rookeries para perpetrar sus delitos, y luego desaparecían en el laberinto de patios, callejas y bodegas de las apretujadas colmenas infestadas de malhechores, como la del gran Rookery de St. Giles, situada cerca de Holborn (conocida como Holy Land, o Tierra Santa), o el Devil’s Acre, o Acre del Diablo, situada cerca de Pye Street, Westminster; y una docena más, que incluían los terrenos de Whitechapel y Spitalfields, que contenía lugares tan infames como las calles Flower y Dean, además de la calle Dorset, que llegó a considerarse como el vecindario más infame de todo Londres.

Ahora nos parece, mirando desde la perspectiva de esta distancia de ciento y pico años, que había un marcado contraste, casi una frontera, separando el deslumbrante West End de Londres de sus áreas empobrecidas. Pero toda aquella época estuvo marcada por un progreso gradual y masivo. Había grandes cambios que repercutían en todas las capas de la sociedad. La reforma social, penal y legal, con una fuerza policial más efectiva y la construcción de calzadas por los Rookeries… todo jugó un importante papel para que a finales de siglo hubiera disminuido la tasa de criminalidad. Pero el delincuente es de ideas básicamente conservadoras, por muy adepto que sea a renovar sus técnicas, de modo que el mundo del hampa de los años ochenta y noventa seguía apegado a sus antiguas costumbres. Por ello, mientras la sociedad criminal de Londres se iba difuminando más y más a medida que se acercaba el final de siglo, su forma de hacer negocios se alteró poco.

Los peristas receptores de propiedad robada jugaban un papel importante en la vida del hampa. Uno podía deshacerse de casi cualquier cosa mediante los prestamistas, los mercaderes, las hordas de intermediarios y los pocos peristas realmente importantes, que a menudo preparaban o instigaban robos de importancia.

El más pintoresco de los peristas que hicieron su aparición durante la primera mitad del siglo fue el legendario Ikey Solomons, que vivía en una casa situada en pleno Spitalfields, llena de trampas y habitaciones secretas. Con toda seguridad, Solomons debió ser el modelo en que se inspiró Dickens para el Fagin de su «Oliver Twist», y cuando finalmente fue arrestado, la policía cargó dos coches enteros con los bienes robados que requisaron en su casa, y eso durante su primera visita, ya que tuvieron que volver al menos dos veces más antes de vaciar el lugar de todo botín.

Los que trabajaban en colaboración con los peristas eran, por supuesto, los reventadores de cajas fuertes, los cerrajeros y los cacos. Hoy en día operan con tanta habilidad como en el Londres Victoriano, y en la época de Moriarty debían estar muy arriba en la jerarquía criminal. El caco era un operario especialmente hábil, un experto a la hora de elegir el momento de entrar por una ventana abierta, o de dedicarse a «cavar en la zona», o a entrar por las terrazas de las casas hasta llegar al sótano, cogiendo todo lo que hubiera a mano antes de hacer una salida rápida.

En esta misma categoría podría situarse el roncador, que planeaba su trabajo con considerable cuidado, haciéndose pasar por un hombre de negocios respetable, alojándose en buenos hoteles y mezclándose con los demás huéspedes para poder elegir a las mejores víctimas, para luego robarlas mientras duermen… roncando.