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Los reventadores de cajas y los cerrajeros debían ser los ladrones más sofisticados, al haber tenido que desarrollar toda una armería de herramientas y aparatos para cortar, que iban desde las llaves maestras al gato de tornillo para abrir las cajas fuertes. A finales de siglo, éstos también eran expertos en la utilización de explosivos y sopletes de oxyacetileno.

Los ladrones de este tipo se tomaban su profesión muy en serio, empleando métodos bastante ingeniosos y una cuidada preparación. Ningún ejemplo lo ilustraría con más claridad que el gran robo del tren de 1855. Posiblemente fue el robo más sensacional del siglo, teniendo un obvio paralelismo con el gran robo del tren de 1963. Robaron casi 12.000 libras en oro y monedas, una suma considerable para aquella época, de un cargamento que viajaba de Londres a París.

Los conspiradores, Pierce y Agar, ambos profesionales, y Tester, un empleado del ferrocarril, pasaron casi un año preparando el delito, realizando grandes esfuerzos para obtener información, sobornar al guardia del tren de pasajeros de Londres a Folkenstone en que se transportaba el oro, y conseguir copias de las llaves que abrían las tres cajas Chubb empleadas en transportarlo.

El delito se llevó a cabo con mucha clase. Pierce y Agar abordaron el tren con bolsas que contenían plomo cosido al forro de unos bolsillos especiales. Gracias al guardia sobornado, ganaron acceso al vagón, abrieron las cajas, cogieron el oro y lo sustituyeron por plomo.

Acabaron cogiendo a los delincuentes de una forma muy clásica. La amante de Agar les delató, sospechando que no iban a darle su parte.

Si los hombres de la era victoriana no estaban a salvo de que les robaran en su propia casa, las calles tampoco estaban carentes de peligros. Había muchos delincuentes trabajando en las calles. La mayoría eran carteristas, un problema todavía de actualidad hoy en día, como lo indican las señales dispuestas en algunos lugares públicos de la ciudad. Resulta muy dudoso que el londinense de la era victoriana necesitase este tipo de advertencias, ya que los pandilleros, descuideros, salteadores y del tirón, acompañados de sus cómplices, se movían entre todo tipo de multitudes, en el metro, en los tranvías y en los omnibuses. Quizá resulte ejemplar, como indicativo de su proliferación, el hecho de que Havelock Ellis en su libro The Criminal, publicado en 1890, ilustrase su capítulo sobre argot criminal con un pasaje que describe los acontecimientos en la vida de un carterista, con las propias palabras del descuidero:

«Iba de garbeo por una calleja de Whitechapel, cuando me cosqué un merlino con un peluco legal. Le choriceé el peluco, que sí era legal, pero me jipió un pasma que me trincó y me echó al tribuna, que me echó seis meses en el Acero. Cuando me largaron intenté dar otro apaño junto a St. Paul, pero me pillaron y me cayeron siete años en el trullo.»

La traducción es la siguiente:

«Cuando iba por una calle de Whitechapel, vi a un borracho que tenía un reloj de oro. Le robé el reloj, que sí era de oro, pero me vio un policía, que me cogió y me llevó ante el juez, que me echó seis meses en la Bastilla [La Casa Correccional, en Coldbath Fields]. Cuando me soltaron intenté robar otro reloj cerca de St. Paul, pero volvieron a cogerme y me sentenciaron a siete años de cárcel.»

Las calles también tenían su buena cantidad de estafadores, muchos de ellos timadores que llevaban a cabo timos sencillos como el de hacer creer que habían encontrado un anillo de oro que vendían por sólo cinco shillings (la cagada del ciervo lo llamaban), o niños que lloraban por una jarra de leche derramada, para quienes los blandos de corazón eran presa fácil. El mendigar se convirtió también en un arte complejo e histriónico.

El robar con amenazas, el atracar, y cualquier forma de asaltar al viandante era un delito corriente en las calles mal iluminadas y, a mediados de siglo, los londinenses que respetaban la ley vivían aterrorizados por los salteadores que asfixiaban a sus víctimas hasta dejarlas inconscientes antes de salir huyendo. Sólo el incremento de los castigos, incluyendo el de los latigazos, junto con un mejor servicio policial y de iluminación callejera, pudo acabar con esta epidemia.

Pero ni siquiera a plena luz del día se estaba a salvo de los salteadores o de los estafadores; fulleros, tramposos, tahúres y petardistas, antecesores de los timadores y engañabobos que pueblan las actuales calles, portales y archivos de la policía.

También había otros delincuentes que llevaban a cabo su oficio a puerta cerrada: los falsificadores de documentos, los falsificadores de moneda, y los redactores, escritores de falsas referencias y testimonios. Su momento cumbre tuvo lugar en tiempos de Moriarty, cuando podía falsificarse cualquier cosa, desde documentos a billetes de banco, pasando por monedas y engarces de joyas, que eran duplicadas en pequeños locales o en talleres bien abastecidos con moldes, prensas, instrumentos de grabador y aparatos de galvanoplastia.

Fuera cual fuera la causa, el vicio siempre ha sido un imán para los criminales, y el Londres Victoriano apestaba a vicio. A mediados de siglo se estimó que había unas 80.000 prostitutas trabajando en la ciudad -dinero para los chulos, los cuidadores y las madames-, y palabras como protección, red y cerdo, no han cambiado de significado con el tiempo. Sin duda, muchas de esas mujeres iban acompañadas de cómplices carteristas y despellejadores, que arrancaban literalmente la ropa del cuerpo de aterrorizados niños; con toda seguridad las mujeres abundarían entre los «palmeros», desvalijadores de tiendas que solían trabajar en parejas; y el «canario» que solía llevar las herramientas del cerrajero, y el botín del robo solía ser una mujer.

Estos eran, pues, los rangos y los ejércitos con quienes, y mediante los cuales, debió trabajar un hombre como James Moriarty.

Con este material a su disposición, resulta fácil imaginar cómo un hombre de la inteligencia y el nivel de James Moriarty podía llegar a moldear hábilmente una comunidad criminal.

Uno puede imaginarle sin problemas, tal y como Holmes comentó en «El Problema Final», sentado «inmóvil, como una araña en el centro de su tela, una tela que tiene un millar de hilos, y él sabe muy bien la forma en que se mueve cada uno de ellos».

SOBRE LOS AUTORES

John L. Breen, nacido en 1943, se inició en el campo de la narrativa de misterio como crítico. Es un admirador de la novela de enigma clásica y la mayoría de sus relatos destacan por su tono humorístico. En 1981 ganó el premio Edgar por su libro Novel Verdicts.

Lillian de la Torre, nacida en 1902, empezó su carrera de escritora publicando relatos en «Ellery Queen’s Mistery Magazine». Le gusta prestar una atención especial a los detalles históricos y escribe basándose en crímenes actuales. Su creación, el doctor Sam Johnson, es una especie de James Boswell del siglo XVIII equivalente a Watson. Considera la novela criminal como algo más que un mero entretenimiento para el lector, y como una forma de explorar la imaginación humana. También es una consumada autora teatral.

Loren D. Estleman, nacido en 1952, es periodista y reportero de televisión. Escribe novelas sherlockianas y novela negra, además de novelas del oeste. Muchos de sus libros se centran en temas modernos como el tráfico de drogas, la prostitución y el racismo. Ha ganado dos premios Golden Spur por sus novelas del oeste y es conocido en el mundo de la novela policiaca por sus misterios de Amos Walker y sus thrillers de Macklin.

John Gardner es inglés y nació en 1926. Además de su reciente, y digno de encomio, esfuerzo para mantener vivo e intacto el mito de 007, es conocido por sus series soberbiamente documentadas del profesor Moriarty, de Boysie Oaks y de Derek Torry. Emplea a Torry como vehículo para hablar de los desagradables efectos colaterales que tiene la violencia.