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– Dice usted bien; me ceñiré como un Kalasari -replicó Craig-. Pues es el caso que en uno de estos viajes el año de gracia de mil novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano derecha, una antiquísima mastaba, y de ella, cual muela putrefacta, extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta. Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas transporté aquí, a Londres, la momia, y, desde entonces, se halla en la sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.

– El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellintong Street -dije yo para que se viera que poseía cierta cultura.

– Eso es -aprobó Craig con un golpe de tos que le obligó a comerse el puro que estaba fumando.

Y así que hubo digerido el puro, continuó.

– Nada anormal ha ocurrido en todos estos años, hasta hace dos meses. Pero desde dos meses a esta parte, señor Holmes, están sucediendo tales cosas, relacionadas con la momia, que no he perdido la razón porque la llevo atada con un bramante.

– ¿Qué cosas son esas? -inquirió Sherlock lanzando una bocanada de humo a veintitrés yardas de distancia.

– Sencillamente: que el espíritu de la momia ronda mi casa; se me aparece poi las noches, toca la Danza macabra en mi piano y hasta se fríe huevos en mi propia cocina. Aun cuando esto es terrible y me obliga a pagar cuentas de gas crecidísimas, no osaría molestar a usted si no fuera porque la momia ha ido más allá…

– ¿Y eso? ¿Es que ha empezado a freírse patatas?

– No, señor Holmes, sino que asesina por las tardes a los conserjes del Musco que se hallan de servicio en la sala sexta.

– ¿Que los asesina? ¿La momia?

– Sí señor. Tiene que ser la momia porque los conserjes fallecen envenenados con el jugo de una planta, la conocida con el nombre de pastichuela romaqueris egipciae, y esta planta sólo crece en Egipto, pues en cualquier otro lugar se lo prohibirían las autoridades. Es necesario que tan terrible situación concluya. Es preciso que usted me ayude a resolver el misterio que…

Holmes hizo un gesto tajante y exclamó:

– Váyase a hacer gimnasia al pasillo con Harry. Necesito meditar. Ya los llamaré cuando haya acabado.

Y sin más explicaciones Sherlock nos dio dos puntapiés, nos echó al pasillo y se sentó a meditar envuelto en humo.

Nosotros le observamos por el ojo de la cerradura, que, por feliz casualidad, atravesaba la puerta de parte a parte.

SHERLOCK LO DESCUBRE TODO

Pasaron seis horas largas como túneles suizos, hasta que oímos una especie de gruñido de foca; era que Sherlock Holmes nos llamaba.

Entramos y el maestro exclamó:

– Todo está ya resuelto. Hoy no necesito moverme de casa para explicar el fenómeno planteado. Vengan ustedes…

Y echó a andar pasillo adelante, seguido por Craig y por mí. Holmes se detuvo de pronto delante de una puerta cerrada que yo mismo ignoraba adonde conducía, abrió la puerta con un abrelatas, según la vieja costumbre de los ladrones de hoteles, y, encendiendo una lámpara eléctrica, entró y nos hizo entrar.

Un cuadro verdaderamente cubista se ofreció a nuestros ojos. La estancia aquella era ni más ni menos un museo arqueológico, Grandes esqueletos, multitud de cacharros y utensilios históricos e infinidad de momias de todas las épocas llenaban los ámbitos.

Los tres esqueletos del almirante Nelson (el esqueleto de Nelson a los once años, a los veinte y a los treinta y dos) constituían por sí solos un tesoro incalculable.

Holmes se detuvo ante una momia egipcia, y habló así:

– Este problema era, al parecer, tan absurdo como la persecución a tiros de un jockey por los muelles del Támesis. Sin embargo, como yo tengo un cerebro maravilloso, unas horas de meditación me han bastado para resolverlo. El misterio está, señor Craig, en que todas las momias, y, por tanto, también la de Ramsés Trece, son analfabetas.

– ¿Analfabetas? -dijo Craig.

– Completamente analfabetas. Verán ustedes…

Y diciendo y haciendo, puso ante el rostro de la momia que teníamos delante un ejemplar abierto del Red Magazine. Efectivamente, la momia no leyó ni una sola línea.

– ¿Se convencen ustedes? -exclamó Holmes triunfalmente-. Las momias son analfabetas. Ahora bien, señor Craig, ¿de qué color son los uniformes que llevan los conserjes de su Museo?

– Negros -repuso Craig.

– Y ¿todavía no adivina? ¿No cae usted en que a todo analfabeto le estorba lo negro? Por eso la momia de usted, analfabeta perdida, mata a los conserjes y seguiría matándolos inexorablemente si todo continuara allí igual. Pero vista usted a los conserjes del Museo de blanco o de color barquillo, y ya verá como nada volverá a suceder. Ni siquiera se le aparecerá a usted el espíritu de la momia, porque no tendrá necesidad de demostrarle a usted su enojo. Y ahora, permítame que me retire a mi despacho, puesto que mis servicios ya no le son necesarios. Tengo que llenar mi estilográfica y el tiempo apremia.

Y Sherlock Holmes se alejó por el pasillo, dejándonos a Craig y a mí conmocionados por la sorpresa y por la admiración.

EL ANARQUISTA INCOMPRENSIBLE DE PICCADILLY CIRCUS – Enrique Jardiel Poncela

PRELIMINARES

Todo Londres se estremeció como un flan el día en que, por sexta vez, una bomba de dinamita estalló en Piccadilly Circus (ya saben ustedes dónde digo: junto a la tienda de afila-lápices que hay en el número 6).

Para que todo Londres se estremeciera como un flan ante el estallido de la sexta bomba de Piccadilly Circus, algo verdaderamente trascendental había sucedido en Piccadilly Circus. Quizá que habían estallado seis bombas en Piccadilly Circus…

Y así era, en efecto. Ahora bien: ¿qué trascendencia, qué gravedad entrañaba, en fin, la sexta explosión de Piccadilly Circus?

Sencillamente, señores: que antes que estallase aquella sexta bomba, habían estallado ya cinco en Piccadilly Circus.

Por eso hemos dicho que era la sexta de Piccadilly Circus.

LO INCOMPRENSIBLE DE LOS ATENTADOS

Contra su costumbre, Sherlock Holmes, que acababa de celebrar con fuegos de artificio y danzas del condado de Kent la muerte de su tía Elizabeth, no quiso mezclarse en aquel asunto.

Estaba enterado de él, naturalmente, como todo habitante de Londres, pero se inhibía de la cuestión, quizá porque se hallaba fatigado de trabajos anteriores, quizá porque a la sazón dedicaba semanas enteras a aprender a tocar en el violín el God Save de King.

Sin embargo, yo, que deseaba conocer su opinión personal, le pinché como si fuera una salchicha:

– ¿Qué opina usted de las explosiones misteriosas de Piccadilly Circus, maestro? -le dije una noche al salir el sol.

– Que hacen bastante ruido -me contestó con su laconismo habitual.

Y me quedé tan espachurrado por el enigma explosivo como antes lo estaba.

En realidad, el affaire era apasionante. Desde el mes anterior (Julio, como César), un anarquista incomprensible consumía sus actividades en colocar bombas en Piccadilly Circus. ¿Ustedes no conocen Piccadilly Circus? ¡Vaya por Dios! ¡Qué difícil es hacer literatura en estas condiciones!

Pues Piccadilly Circus es una plaza como la de la Concordia o como las de Hacienda; una plaza con edificios, faroles, pavimento y todo el restante atrezzo común a las plazas conocidas del lector. Los transeúntes pasan por Piccadilly Circus bajo la denominación de peatones, y la verdad es que nada ofrecería la plaza de particular si no fuera a causa de las explosiones que se sucedían entonces y que no describo por ser demasiado violentas.

Ahora bien: ¿a qué venía aquello? ¿Cuál era el propósito del anarquista?