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Ni yo, ni nadie en el Reino Unido, incluidos la India y Afganistán, nos lo explicábamos. Allí no había bancos que asaltar, ni por allí deambulaban personajes políticos cuya muerte pudiera desear un petardista, ni allí, finalmente, se reunían esas ancianas damas que en los balnearios suelen agruparse para hacer crochet y debajo de cuyas sillas todos, alguna vez, hubiéramos deseado poner una bomba.

Por eso, la voz del pueblo había dado a aquel anarquista desconocido el remoquete del Anarquista incomprensible.

Y entre tanto, el suelo de Piccadilly Circus se iba agujereando progresivamente y ya, para pasar de una acera a otra, se alquilaban globitos.

En esta situación nos hallábamos el 3 de Agosto de 1929.

EL LORD MAYOR PIDE AUXILIO

Y fue en aquel mismo día cuando Sherlock Holmes acudió a su palacio llamado por el lord mayor, sir Cachemira Somerset, quien le rogó que tomara cartas en el asunto.

El diálogo entre ambos hombres tuvo una brevedad y un contundismo genuinamente ingleses. Los dos eran tan inteligentes que adivinaban lo que iban a decirse, y tanto por parte del lord como por parte del detective, ninguno se vio en la necesidad de acabar las frases que sucesivamente iban comenzando.

Copio la charla a continuación, por creerla en extremo curiosa:

EL LORD. -Mi admirado Holmes: esto no puede se…

SHERLOCK. -Verdaderamente. Y suponiendo que he sido llamado pa…

EL LORD. -Eso es. Preciso que en el plazo de cin…

SHERLOCK. -Antes de esa fecha habré lo…

EL LORD. -Lo celebraré en nombre de todo Lon…

SHERLOCK. -Sí. La ciudad está ate…

EL LORD. -Con razón, porque esto es im…

SHERLOCK. -De acuerdo. Desde ahora mis…

EL LORD. -¡Ora…!

SHERLOCK.-De nada.

Y Sherlock Holmes abandonó el palacio del lord mayor.

LOS TRES DÍAS DE MEDITACIÓN DE SHERLOCK HOLMES

Entonces sucedió lo que yo estaba harto de saber que sucedía siempre cuando Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobre el que tenía que derramar la luz del acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su perspicacia. (¡Ahí va!)

Sherlock Holmes se encerró en su despacho de Baker Street y, allí dentro, se pasó tres días con sus noches meditando.

Sucedía que en tales momentos resultaba peligroso interrumpirle, pues aunque su genio era por todos conceptos bonísimo, me creo en la obligación de confesar que tenía muy mal genio, y en dos ocasiones en que le había cortado su meditación, salí mal parado del trance. La primera me tiró a la cabeza un grupo escultórico de cinco metros de largo por tres de alto que adornaba su mesa de labor. El golpe con esta hermosa obra de arte, original de Rodin, me dejó el cráneo como un Longines, y en adelante sentí muy escasas ganas de volver a interrumpir las meditaciones de Sherlock.

No obstante, la segunda vez que me vi forzado a incurrir en ese error, Holmes hizo conmigo algo mucho peor que la primera y fue que, bajo amenazas de muerte, obligóme a copiar a mano tres veces la Historia de Carlomagno y sus amigos, de Michelet.

¿Extrañará a nadie que en aquella ocasión de las explosiones de Piccadilly Circus yo no perturbase el período meditativo de Sherlock? No; creo que no le extrañará a nadie.

SHERLOCK Y YO, EN ACCIÓN

Al cuarto día, a la hora del afeitado, Sherlock Holmes salió de su despacho envuelto en el humo de la pipa, y, sin más ni más, me trasladó su primer descubrimiento.

– Harry -me dijo en el acto-. He pasado estos tres días ahí dentro disfrazado de anciano profesor de Ciencias Químicas.

– Y, ¿para qué, maestro? -indagué con el asombro cromolitografiado en el semblante.

– ¿Para qué iba a ser? Para averiguar qué explosivo es el utilizado en las bombas de Piccadilly Circus.

– Y, ¿qué explosivo es ese, maestro? -volví a preguntar castañeteando los dientes de emoción.

– Dinamita -contestó Sherlock Holmes.

Muy habituado estaba a sus éxitos, pero confieso que aquello no se parecía a nada de lo que yo había visto a su lado.

Por la tarde, me propuso:

– Harry: vamos a dar un paseo.

Salimos de casa y pascamos por Hyde Park hablando de la guerra anglo-boer. Supe, de labios del maestro, que la guerra se había desarrollado en Africa, que unos contendientes eran boers y otros ingleses y muchos detalles así de interesantes.

Andando andando, llegamos a Piccadilly Circus.

Allí Holmes se detuvo al lado de uno de los fosos abiertos por las bombas y dio un largo silbido metiéndose los dedos en la boca. Pronto se acercó un policeman.

– A la orden, señor Holmes.

– Tráete el objeto señalado en mi carta.

El policeman se fue y volvió en seguida con un violonchelo.

Holmes se arrodilló, colocó el violonchelo en posición de uso y rompió a tocar el Juan José.

Apenas habían pasado siete minutos cuando en una ventana de la casa más próxima apareció el rostro de un hombre con bigote, Sherlock, como si no aguardase más que esta aparición, se levantó de un salto, tiró el violonchelo y le gritó a aquel hombre encañonándole con la pistola:

¡Canalla! ¡Date preso!

El hombre del bigote era el anarquista.

SHERLOCK EXPLICA EL MISTERIO Y SUS TRABAJOS

Al otro día, y delante del lord mayor, Sherlock se explicó así:

Mi trabajo, señores, ha sido sencillo. Un detalle me dio la clave de lo que venía sucediendo en Piccadilly Circus; un detalle en el que nadie había caído, a saber: que en la esquina donde solían estallar las bombas acostumbraba ponerse un mendigo ciego y músico, que interpretaba melodías callejeras en su instrumento. No había una razón que justificase las bombas… Pero ¿acaso, para un vecino amante de la música, no es una razón que puede obligarle a tirar bombas el hecho de tener que oír a diario melodías calle jeras? Comprendiendo que el misterio estaba allí, encargué que me llevaran a Piccadilly un violonchelo, me puse a tocar el Juan José, y, como era de esperar, el anarquista apareció en la ventana rugiendo de coraje… Unos minutos más, y sobre Piccadilly hubiera caído la séptima bomba. Pero yo lo evité deteniendo al anarquista.

Las felicitaciones que recibió Sherlock fueron imponentes.

CONCLUSIÓN

El anarquista, que resultó llamarse Phyleas Chups, dio idéntica versión que Sherlock de sus delitos cuando se halló cara a cara con los severos jueces de las blancas pelucas y el acento gangoso.

Y al final de la última sesión del proceso, del que Phyleas salió absueltísimo, todo el público se puso de su parte.

Y el anarquista fue sacado en hombros.

***