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– Parecen las que lleva normalmente -admití.

– Esta mañana debía ir a la prisión de Dartmoor, justo antes de las siete, y entregar al preso Malcom Bell un pequeño frasco que llevaría escondido en el dobladillo de mi abrigo. El hombre y la mujer dijeron que, haciéndome pasar por Holmes, los guardias me dejarían entrar a ver a Bell y que Bell estaría esperándome.

– Pero usted es responsable de que Bell esté en Dartmoor y espere a ser ejecutado -dije.

– Justamente. El plan es brillante. ¿Quién mejor para entregar algo a un condenado que la persona que lo puso entre rejas?

– Bell juró matarle -le recordé.

– Sí -acordó Holmes-. Tengo un hambre diabólica. Creo que quedaba algo que sobró de…

Me levanté y fui rápidamente al aparador, donde tenía unos panecillos y una pequeña porción de queso cubiertos por una tela blanca. Llevé la pequeña bandeja a Holmes, que dejó a un lado la pipa y empezó a comer. Continuó hablando entre bocado y bocado.

– La pareja me dijo que mi visita a Bell sería un acto de piedad. Bell sería ahorcado públicamente el miércoles por la mañana, y un hombre con su ego…

– Responsable de la muerte de seis personas -añadí.

– …preferiría frustrar al verdugo -prosiguió Holmes-. Dijeron que el frasco contenía un potente veneno insípido, que sería bienvenido por Bell. Mi paga sería de veinticinco libras en ese momento, y veinticinco más al completar el trabajo. El último pago se realizaría en la misma dirección donde tuvo lugar la audición.

– Ya veo -dije.

– ¿De verdad, Watson? Es capital. A mí me llevó un tiempo verlo.

Al decir esto, Holmes se llevó a la boca un trozo de queso e hizo aparecer mágicamente un pequeño frasco que sostuvo entre los dedos pulgar y medio. A la luz de las bailoteantes llamas, el frasco parecía especialmente amenazador, como si el líquido ambarino de su interior tuviera virulenta vida. Holmes me miró un momento y quitó el corcho del pequeño recipiente de vidrio. Antes de que yo pudiera reaccionar, se llevó el frasco a los labios y bebió su contenido.

Me quedé con la boca abierta y me levanté de la silla.

– ¿Qué clase de locura es ésta, Holmes?

Mi amigo me sonrió, devolvió el corcho a su sitio y me entregó el frasco.

– Watson, hágame el favor de rellenar este frasco con clarete. Quizá todavía nos haga algún servicio.

– Debo decir, Holmes, que ha sido una broma de mal gusto -dije cogiendo el frasco-. Resulta obvio que vació el contenido original y lo reemplazó con algún líquido inofensivo para montar esta escena teatral.

Miré al frasco y a mi amigo, con una expresión que esperaba que fuese el férreo desprecio de un familiar herido en su amor propio.

– No, Watson, se lo aseguro. El líquido que acabo de tragar es el mismo que me entregaron esta mañana ese hombre y esa mujer. Confieso que anteriormente abrí el I rasco para oler y saborear su contenido. Era clarete con algo más de una pizca de quinina.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la habitación estaba cada vez más iluminada. El sol estaba saliendo. Caminé, frasco en mano, hasta la mesa que había imito a la ventana, donde reposaba una garrafa de clarete junto a otra garrafa idéntica que contenía jerez.

– ¿Le contrataron por cincuenta libras para entregar una bebida inofensiva a un condenado? -pregunté, mientras llenaba cuidadosamente el frasco.

– No, el coste total asciende a casi un centenar de libras, incluyendo el billete de tren a Glasgow y el anticipo por el misterio que se suponía debía resolver allí.

– Para entregar…

– …a Sherlock Holmes a un hombre que ha jurado matarlo -dijo-. Malcom Bell me ha estudiado bien. Utilizó a sus dos cómplices para atraerme al desafío de hacerme pasar por mí mismo. Sabía que no podría resistirme a ello. Habría vuelto aquí mucho antes, pero busqué primero al chico, a Chaplin, quien admitió prontamente que, aunque me había reconocido en la descripción del anuncio, el recorte llegó a sus manos mediante un actor alto y delgado, con una nariz chata, que comentó en su presencia su intención de presentarse a la audición.

– El hombre que estuvo a punto de conseguir el papel, el púgil -exclamé-. |Qué coincidencia tan extraordinaria!

– ¿Coincidencia? Difícilmente. Charles Chaplin fue elegido para presentarme el cebo. No tengo ninguna duda de que el púgil le siguió hasta nuestras habitaciones para asegurarse de que me entregaba la publicación. De no haberlo hecho, seguramente habrían buscado otro medio, quizá menos sutil, de llamar mi atención sobre el anuncio. Recuerde, Watson, que Bell no ha tenido otra cosa que hacer durante las tres últimas semanas, mientras esperaba a ser ejecutado, salvo planear su venganza. Ahora, ¿puedo sugerirle que cargue su Webley y venga conmigo?

– ¿A Dartmoor? -dije moviéndome para buscar la pistola.

– A Bellowdnes Road -me corrigió-. En cuanto nos ocupemos del caballero alto que debe acechar en alguna parte de la calle para asegurarse de que voy a Dartmoor y que la función sigue su curso.

Menos de quince minutos después, Holmes salía a la calle y se encaminaba a la esquina. Yo le vigilaba desde la ventana a la creciente luz. Holmes iba abrigado para afrontar la fría mañana. Cuando dobló la esquina, una figura salió de un pasaje y se movió en su dirección. Corrí hasta la puerta y bajé a la calle para seguirlo. Recorrimos las calles, formando un extraño trío jugando a seguir al jefe, con Holmes delante. Había poca gente en las calles, encontrándonos sólo con los que acudían a sus trabajos de primera hora de la mañana y con un puñado de repartidores. Por la empedrada calle bajaba el carro de un transportista, llevando carbón, en el momento que Holmes giraba bruscamente en una dirección que, claramente, no le llevaría a Dartmoor. El hombre alto apresuró el paso e hizo lo mismo. Holmes se metió en un callejón cerca de Old Surrey Lane. El hombre que le seguía se esforzó en alcanzarle. Conseguí llegar a la entrada del oscuro callejón sin salida a tiempo de ver cómo Holmes daba media vuelta para enfrentarse al hombre que parecía tenerle atrapado.

– ¿Qué juego es éste? -dijo el hombre con voz que parecía ronca y seca. Avanzó hacia Holmes con gesto amenazador, con la mano derecha muy metida en el bolsillo de su abrigo.

– Atrapar al criminal -respondió Holmes, con piernas separadas y manos en los costados.

El hombre alto rió y continuó avanzando hacia mi amigo. Su mano derecha sacó algo que parecían dos barras de metal.

– Bell se sentirá decepcionado -dijo el hombre-. Quería matarle en persona.

Entré en el callejón y alcé mi Webley, apuntando a la espalda del hombre, que ahora estaba a no más de cuatro pasos de Holmes. Era varias pulgadas más alto que Holmes, también más corpulento, y, además de su experiencia como boxeador, tenía en cada mano lo que podían llegar a ser armas mortíferas. Estaba dispuesto a disparar en cuanto el hombre diera otro paso, pese a la advertencia que me hizo Holmes antes de salir, de que debía actuar con calma. Pero, antes de que pudiera dar ese paso, o de que yo apretara el gatillo, Holmes se lanzó hacia adelante, inclinándose hacia la derecha y propinó dos puñetazos en el cuerpo del hombre, seguidos de sendos directos con la izquierda y la derecha a la cara. Las barras de metal empuñadas por las nudosas manos del hombre resonaron en el empedrado del callejón, mientras éste caía en posición sentada y volvía el rostro en mi dirección con una mirada de completo asombro.

Holmes levantó al sorprendido hombre, lo puso en pie, y sacó unas esposas, que cerró en sus muñecas.

– Una acción muy peligrosa -dije apartando el arma mientras caminaba hacia ellos-. Ya había presenciado antes su habilidad pugilística, pero tuvo suerte de que…