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Llegamos a la plaza Cavour sin encontrar un solo atasco. Mi amigo el taxista lector se detuvo, apagó el motor y se volvió hacia mí. Pensé que iba a decirme cuánto le debía y me llevé la mano a la cartera.

– Hay una frase de Paul Valéry…

– ¿Sí?

– Dice más o menos así: la mejor forma de realizar los sueños es despertarse.

Permanecimos unos instantes mirándonos el uno al otro. En la mirada de aquel hombre había algo más complejo aún que la timidez. Algo así como la costumbre de sentir miedo y la disciplina para dominarlo, sabiendo que estaba allí y que lo estaría siempre, al acecho. En mi mirada, supongo, se advertiría estupor. Me pregunté si había leído algo de Valéry. No estaba seguro.

– He pensado que esa frase podría inspirarle, por lo que ha dicho antes. Lo del cambio. No sé si a los demás les pasará lo mismo que a mí, pero yo tengo ganas de compartir lo que leo. Cuando repito una frase que he leído, o un concepto, o una poesía, me parece que soy un poco su autor. Me gusta mucho.

Dijo las últimas palabras con un tono casi de excusa. Como si, de repente, se hubiera dado cuenta de que podía estar invadiendo mi intimidad. Así que me apresuré en contestarle.

– Gracias. A mí me pasa lo mismo, desde que era un crío. Pero yo nunca he sido capaz de expresarlo tan bien.

Antes de bajar del taxi le di la mano y, mientras me dirigía a cumplir con mi trabajo de abogado, pensé que en vez de eso me hubiera gustado quedarme allí, hablando con el taxista, de libros y de muchas otras cosas.

Había llegado al Supremo casi una hora antes de que se celebrase el juicio. El caso lo llevaba preparado de sobra, no tenía necesidad alguna de revisar papeles, así que decidí dar un paseo. Atravesé el Tíber pasando por el puente Cavour. El agua tenía un color amarillo-verdoso, lanzaba reflejos centelleantes de mercurio e infundía alegría. Había muy poca gente por la calle. Tampoco se escuchaban muchos ruidos, sólo el rumor de fondo de los coches, que llegaba muy atenuado, y de voces indistintas. Tuve la sensación, intensa y deliciosamente insensata, de que esa quietud grandiosa había sido dispuesta para mi uso personal. Alguien ha dicho que los momentos de felicidad nos cogen por sorpresa y que, a veces -con frecuencia-, no nos damos siquiera cuenta de que se han producido. Descubrimos que hemos sido felices sólo tiempo después, lo que es algo bastante estúpido. Mientras caminaba hacia el Ara Pacis me vino a la cabeza un recuerdo de muchos años atrás.

Preparé los últimos exámenes de la carrera, justo antes de obtener el título, con dos amigos. Nos hicimos amigos precisamente porque estudiamos juntos, redactamos la tesina en la misma época y nos licenciamos en la misma sesión. A veces, esas cosas unen a la gente, al menos durante un cierto tiempo. En realidad, éramos muy distintos y teníamos muy poco en común. Empezando por los proyectos de cara al futuro. Ellos tenían proyectos y yo no. Ellos se habían matriculado en Derecho porque querían ser abogados, sin dudas, con toda determinación, con toda seguridad. Yo me había matriculado en Derecho porque no sabía qué hacer.

Mis sentimientos eran confusos con respecto a su determinación. Una parte de mí mismo la contemplaba con suficiencia. Me parecía que mis amigos tenían unas metas muy limitadas y que sus sueños eran mediocres. Otra parte de mí mismo sentía envidia por esas metas tan nítidas, esa visión tan clara de lo que deseaban en el futuro. Era algo que no terminaba de entender, cuyo significado último se me escapaba, pero lo veía reconfortante, debía proporcionar seguridad. Era como un antídoto contra la leve ansiedad que acompañaba mi visión desenfocada del mundo.

Apenas obtuvieron el título, sin tomarse siquiera un respiro para disfrutar de unas auténticas vacaciones, empezaron a preparar oposiciones, encarnizadamente. Yo empecé, con el mismo ahínco, a hacer como que hacía algo. Iba a un bufete civil con beneficios nulos, fantaseaba con la idea de hacer algún máster sin precisar en una universidad extranjera, barajaba la posibilidad de matricularme en Letras, pensaba en dedicarme a escribir una novela que cambiaría mi vida y la de sus numerosos lectores, y que, por suerte, me abstuve hasta de comenzar. En resumen, era lo que se dice un tipo con las ideas claras.

Precisamente por eso, por lo de las ideas claras, cuando se publicaron las oposiciones decidí firmarlas yo también. Cuando se lo dije a Andrea y a Sergio se produjo entre nosotros una extraña situación, ligeramente embarazosa. Me preguntaron qué me había dado, ya que no había vuelto a abrir un libro desde que acabara la carrera, algo que ellos sabían de sobra. Les contesté que estudiaría durante los tres meses que faltaban para el examen escrito, y que probaría suerte. Quizá, preparando aquellas oposiciones, descubriría qué hacer con mi vida.

Intenté estudiar seriamente durante aquellos tres meses escasos, mientras acariciaba en secreto la esperanza de tener un golpe de suerte, de dar con un atajo, con la solución mágica. El sueño de los gandules y los caraduras.

Luego, una mañana de febrero, a mediados de los estúpidos años ochenta, Andrea Colaianni, Sergio Carofiglio y Guido Guerrieri se subieron en el viejo Alfasud del padre de Andrea. Para ir a Roma y presentarse al examen escrito para las oposiciones a judicatura.

De aquel viaje conservo sólo unos pocos fotogramas -las gasolineras; café cigarrillo un pis; media hora de lluvia, sobrecogedora y violenta, en plenos Apeninos-, pero recuerdo íntegramente el sentimiento de ligereza e irresponsabilidad con que lo hice. Había estudiado, sí, un poco, pero no había hecho una auténtica inversión en aquella empresa, como mis amigos. No tenía nada que perder y, si no aprobaba, como era más que probable que pasase, nadie podría decir que había fracasado.

– ¿Pero tú qué haces aquí, Guerrieri? ¿Para qué vas a Roma? -me preguntó de nuevo Andrea en un momento dado, tras bajar el volumen de la música. Estábamos escuchando una cinta que yo había grabado expresamente para el viaje; contenía los temas «Have you ever seen the rain», «I don't wanna talk about it», «Love letters in the sand», «Like a rolling stone», «Time passages» y, creo, cuando Andrea me hizo esa pregunta Billy Joel tocaba «Piano Man».

– No lo sé. Por intentarlo, por hacer algo, ¡yo qué sé! Lo que es seguro es que si la jugada me sale bien nunca me tomaré la abogacía como mi misión en la vida. Yo no tengo vuestro fuego sagrado.

Era la típica frase que ponía nervioso a Andrea porque daba en la diana.

– ¿Qué cojones dices? ¿De qué fuego sagrado hablas? ¿Qué pinta aquí eso de la «misión en la vida»? Yo quiero ser abogado, me atrae la idea, creo que me gustará («que me gustaría», se corrigió en el acto para evitar el gafe), y que es un trabajo con el que puedo ser útil -dijo Andrea.

– Yo también. Pienso que la sociedad, el mundo, se cambian desde abajo. Y que un abogado (si hace bien su trabajo, por supuesto) contribuye a cambiar el mundo. A limpiarlo de la corrupción, de la delincuencia, de todo lo que está podrido -añadió Sergio.

Sus palabras son las que mejor recuerdo, y cada vez que pienso en ellas experimento una sensación ambigua, en vilo entre la ternura y la zozobra, por cómo esas aspiraciones ingenuas fueron engullidas por los asesinos quiebros de la vida.

Estuve a punto de replicar, pero luego, confusamente, pensé que no tenía derecho: a fin de cuentas, yo estaba allí sin derecho alguno, como un intruso en medio de sus sueños. En vista de eso me encogí de hombros y subí de nuevo el volumen de la música, justo mientras se esfumaba la voz de Billy Joel y empezaba a escucharse la guitarra de los Creedence Clearwater Revivaclass="underline" «Have you ever seen the rain». Afuera acababa de cesar un temporal.

La oposición constaba de tres pruebas escritas: derecho civil, penal y administrativo, y en cada ocasión se sorteaba el orden de salida.

El primero fue el examen de derecho administrativo: no sabía absolutamente nada del tema, así que a las tres horas me retiré, enterrando con ello mis ocultas e insensatas esperanzas. La puerta corrediza que daba al mundo de los adultos no estaba destinada a abrirse para mí, no, al menos, durante aquellos días, y me quedé en la sala de espera. Me iba a quedar allí bastante tiempo más.