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Durante unos instantes percibí la precisa, sofocante, insoportable sensación de angustia que debió saturar aquella noche, entre llamadas frenéticas y terrores sinuosos e innombrables. Tuve el impulso, tan absurdo como concreto, de levantarme y huir del bufete para escapar de aquella angustia. Y, durante unos instantes, me escapé de verdad; mi mente se ausentó, como si me hubieran abducido y llevado a un lugar más seguro y menos opresivo. Estoy seguro de ello porque me perdí una parte del relato de Fornelli. Recuerdo su voz, emergiendo desde la niebla de aquel aturdimiento, hacia la mitad de un discurso ya iniciado.

– … y, llegados a ese punto, se dieron cuenta de que estaban ante un auténtico problema y comenzaron las investigaciones. Han escuchado las declaraciones de un montón de gente, han conseguido el listado de llamadas del móvil de Manuela, los movimientos de su tarjeta del cajero automático, han examinado su ordenador. Han trabajado en serio, pero en todos estos meses no ha salido a la luz nada que pueda resultarnos útil y no sabemos mucho más ahora de lo que sabíamos el primer día.

¿Por qué me estaban contando esa historia? Probablemente, había llegado el momento de preguntárselo.

– Lo siento mucho. ¿Puedo ayudarles de alguna forma?

La mujer miró a mi colega. El marido también se volvió, lentamente, para mirarlo, con aquella cara que parecía a punto de caerse a pedazos. Fornelli los miró a su vez durante unos segundos, luego se dirigió hacia mí.

– Hace unos días fui a hablar con el ayudante del fiscal que lleva el caso.

– ¿Quién es?

– Un tal Carella, uno que acaba de llegar, me dijeron.

– Sí, así es; antes estaba destinado en Sicilia, creo.

– ¿Qué opinas de él?

– Todavía no lo conozco bien, pero yo diría que es un tipo íntegro. Un poco gris, quizá, pero no me parece que sea de los que no se gana el sueldo.

Fornelli hizo una mueca casi imperceptible y, sin duda, involuntaria, antes de retomar la palabra.

– Cuando fui a verlo, para intentar precisar cómo estaba el tema, me dijo que se disponía a solicitar que se archivase el caso. El plazo de seis meses está a punto de expirar, me dijo, y él no cuenta con ningún elemento que justifique el que se prorroguen las investigaciones.

– ¿Y tú qué hiciste?

– Yo intenté explicarle que no se podía cerrar el asunto de esa forma, pero él me contestó que, si contaba con nuevos datos que ofrecerle, lo hiciera y que él tendría en cuenta la solicitud. A falta de eso pediría que se archivase el caso, lo que, naturalmente, no impediría (añadió) la reapertura de la investigación si surgían con posterioridad elementos nuevos.

– Así es -dije mientras empezaba a intuir por qué motivo habían acudido a mí.

– Tonino y Rosaria, bajo mi consejo, quieren encargarte que estudies el dosier y que establezcas qué ulteriores investigaciones pueden sugerírsele al fiscal para que no se cierre la investigación.

– Os agradezco mucho la confianza, pero éste es trabajo para un investigador, no para un abogado.

– No nos inspira confianza acudir directamente a un investigador privado. Tú eres abogado penalista, eres bueno, has visto muchos expedientes, sabes en qué consiste una investigación. Ni qué decir tiene que el dinero es un problema menor. Mejor dicho, no es un problema en absoluto. Se gastará lo que haga falta, en tus honorarios y, eventualmente, en los de un detective, si necesitas su ayuda.

Eso sin contar con que no había forma de establecer mis honorarios por una prestación profesional de ese tipo. Las tarifas profesionales no prevén «consultoría investigadora por búsqueda de personas desaparecidas». La idea, desagradable, se materializó en mi cabeza sin que me diera cuenta siquiera e hizo que me sintiera a disgusto. Miré a mi alrededor, me crucé con la cara del padre e intuí que quizá se estaba medicando. Psicofármacos. Quizá su expresión ausente obedecía a ese motivo. El malestar aumentó. Pensé que debía rehusar amablemente, y punto. Que era injusto darles falsas esperanzas y coger su dinero. Pero no sabía cómo decírselo.

Me sentía como el malhumorado personaje de ciertas novelas policíacas de segunda. Uno de esos investigadores desgarrados y escépticos que reciben la visita del cliente, dicen que no pueden aceptar el caso -sólo para darle un poco de ritmo, un principio de suspense a la historia- y luego cambian de idea y se lanzan en picado a resolver el caso. Y que, por supuesto, consiguen resolverlo.

Pero en aquella historia no había nada que resolver. Quizá no volverían a saber de la joven; o quizá sí, pero yo no era, desde luego, la persona más indicada para darles las noticias que deseaban.

Hablé casi sin darme cuenta y sin controlar completamente mis palabras. Como suele ocurrirme, dije cosas distintas a las que estaba pensando.

– No quiero que se hagan ilusiones. Probablemente, muy probablemente, la policía y los carabinieri han hecho todo lo que se podía hacer. Si hay fallos importantes podemos intentar hacer alguna comprobación y alguna instancia de integración probatoria pero, repito, no se hagan muchas ilusiones. ¿Dices que tienes la copia íntegra del dosier?

– Sí, mañana te la traigo.

– De acuerdo, pero no hace falta que me la traigas tú, puede acercármela alguno de tus ayudantes.

Fornelli, con un gesto algo desmañado, sacó un sobre y me lo dio.

– Gracias, Guido. Éste es un anticipo por tus gastos. Tonino y Rosaria insisten en que lo aceptes. Estamos seguros de que podrás ayudarnos. Gracias.

Cómo no, pensé. Resolveré el misterio, entre un vaso de whisky y una buena pelea a puñetazos. Me sentí como Nick Belane, el grotesco investigador privado de Charles Bukowski, y el asunto no tenía nada de divertido.

Después de acompañarlos hasta la puerta, regresé a mi despacho, atravesando el bufete vacío y oscuro. Durante unos instantes sentí una inquietud que me remitía a mis miedos infantiles. Me senté frente al escritorio y miré el sobre que se había quedado justo donde lo había dejado Fornelli. Luego lo abrí y saqué un cheque en el que estaba escrita una cifra desproporcionadamente alta. Durante unos segundos mi vanidad se sintió halagada, luego volví a experimentar aquella sensación de incomodidad.

Pensé que debía devolverlo, pero inmediatamente después me di cuenta de que para los Ferraro -y quizá para Fornelli- pagarme era una forma de aplacar su angustia. Les creaba la ilusión de que al pago le iba a seguir, inevitablemente, una actuación útil y concreta. Si les hubiese devuelto el cheque les habría confirmado que no había realmente nada que hacer y les habría privado también de aquel mínimo, provisional alivio.

Por lo tanto, no podía hacerlo. Al menos, no inmediatamente.

No conseguía quitarme de la cabeza la cara del señor Antonio Ferraro, más conocido como Tonino. A todas luces, enloquecido de dolor por haber perdido a su hija primogénita.

Me conecté a YouTube, y encontré aquella vieja canción. Puse los pies sobre el escritorio y entrecerré los ojos mientras comenzaban los primeros acordes de una grabación en directo.

El vive ahora en Atlanta con un sombrero lleno de recuerdos.

Tiene la cara de quien ya ha comprendido.

En efecto.

6

En la calle corría un aire frío, sobre todo por el mistral.

No tenía ganas de irme a casa, no tenía ganas de refugiarme, agazapado, en la soledad que, a veces, se expandía algo excesivamente por las habitaciones de mi apartamento. Antes de irme a dormir, necesitaba que se evaporasen aquellos tristes y desagradables humores. Como necesidad secundaria, también me hacía falta comer algo nutritivo y beber algo reconfortante. Así que decidí ir al Chelsea Hotel.

No al famoso hotel de ladrillos rojos situado en la calle 23 en Chelsea, Manhattan, sino a un local -en el barrio de San Girolamo, Bari- que había descubierto unas pocas semanas antes y que se había convertido en mi sitio preferido para pasar las noches que no quería quedarme en casa.