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Sin embargo, estaba en condiciones de hacer frente a la situación. No podía detener las temerarias embestidas de la rueda, pura energía mecánica en funcionamiento, pero era probable que el cerebro de la bestia poseyera una carga eléctrica, y los vorsters conocían formas de alterar las corrientes cerebrales. Era una forma menor de poder extrasensorial, al alcance de quien se tomara la molestia de dominar las disciplinas implicadas. Martell, ignorando el dolor, aferró con la mano derecha el tentáculo y ejecutó el acto de neutralización. Un momento después, el tentáculo se aflojó y Martell estuvo libre, al igual que el muchacho. Los tentáculos no se retrayeron hacia el quiste, sino que se derrumbaron flaccidamente sobre la carretera. Los afilados dientes se inmovilizaron; la placa córnea de la rueda superior dejó de moverse. El ser estaba muerto.

Martell miró al chico.

—En paz —dijo—. Yo te he salvado y tú me has salvado.

—Tú aún sigues en deuda —replicó el muchacho con extraña solemnidad—. Si yo no te hubiera salvado primero, no habrías vivido lo suficiente para salvarme. En cualquier caso, no habría sido necesario salvarme, porque yo no habría salido a la carretera, y por tanto…

Martell abrió los ojos de par en par.

—¿Quién te ha enseñado a razonar así? —preguntó, divertido—. Pareces un profesor de teología.

—Soy el pupilo del hermano Christopher.

—Y él es…

—Ya lo descubrirá. Quiere verle. Me envió a buscarle.

—¿Y dónde le encontraré?

—Venga conmigo.

Martell siguió al chico hasta uno de los edificios. Dejaron la rueda muerta en la carretera. Martell se preguntó qué ocurriría si un vehículo cargado de venusinos de casta superior se topaba con el cadáver y tenían que apartarlo del camino con sus aristocráticas manos.

Martell y el muchacho atravesaron un bruñido portal de cobre que se abrió al aproximarse el chico. Se detuvieron ante un sencillo edificio de madera en forma de A. Cuando advirtió el letrero colgado sobre la puerta, se sorprendió tanto que soltó su maleta rota, y sus pertenencias cayeron al suelo por segunda vez en diez minutos.

El letrero decía:

SANTUARIO DE LA ARMONÍA TRASCENDENTE
SED TODOS BIENVENIDOS

Martel sintió que las piernas le fallaban. ¿Armonistas? ¿Aquí?

Los herejes de hábito verde, vastagos del movimiento vorster original, habían hecho algunos progresos en la Tierra durante un tiempo, dando la impresión de que llegarían a constituir una amenaza para la organización de la que habían nacido. Sin embargo, desde hacía más de veinte años no eran más que un absurdo grupillo insignificante de disidentes. Parecía inconcebible que estos herejes, tan fracasados en la Tierra, hubieran establecido una iglesia en Venus, algo que había resultado imposible para los vorsters. Era imposible. Era impensable.

Una figura apareció en el umbral. Se trataba de un hombre corpulento, de unos sesenta años, cabello que empezaba a encanecer y rasgos que anticipaban cierta tendencia a engordar. Como Martell, estaba adaptado quirúrgicamente a las condiciones de Venus. Parecía tranquilo y seguro de sí mismo. Sus manos descansaban sobre una confortable panza eclesiástica.

—Soy Christopher Mondschein —dijo—. Me he enterado de su llegada, hermano Martell. ¿Quiere entrar?

Martell vaciló.

—Vamos, vamos, hermano —sonrió Mondschein—. No existe peligro en compartir el pan con un armonista, ¿verdad? A estas alturas se habría convertido en carne picada de no ser por la valentía del chaval, y yo le envié a salvarle. Me debe la cortesía de una visita. Entre, entre. No pervertiré su alma, se lo prometo.

3

El enclave armonista era modesto, pero de carácter permanente. Había un templo, adornado con las estatuillas y parafernalia de la herejía, una biblioteca y una zona de vivienda. Martell divisó a varios chicos venusinos que trabajaban en la parte posterior del edificio, cavando lo que debían de ser los cimientos de un anexo. Martell siguió a Mondschein a la biblioteca. Se fijó en una colección de libros que le resultaron familiares: las obras de Noel Vorst, bellamente encuadernadas, la carísima Edición del Fundador.

—¿Le sorprende? —preguntó Mondschein—. No olvide que nosotros también aceptamos la supremacía de Vorst, a pesar de que nos rechaza. Siéntese. ¿Le apetece un poco de vino? Aquí hacen un blanco seco excelente.

—¿Qué está haciendo en Venus?

—¿Yo? Es una historia terriblemente larga, que no dice mucho en mi favor. Podría resumirla diciendo que era joven y estúpido y dejé que me enviaran aquí. Eso ocurrió hace cuarenta años, y ahora ya no me arrepiento de lo sucedido. He comprendido que fue lo mejor que pudo pasarme. Supongo que es una señal de madurez poder asumir…

La incoherencia de Mondschein irritó la mente precisa de Martell.

—No me interesa su historia personal, hermano Mondschein —le interrumpió—. Le preguntaba desde cuándo está su orden aquí.

—Unos cincuenta años.

—¿Ininterrumpidamente?

—Sí. Tenemos ocho templos aquí y unos cuatro mil fieles, todos de casta inferior. Los de casta superior no se dignan fijarse en nosotros.

—Tampoco se dignan a expulsarles —observó Martell.

—Es cierto. Quizá estemos más allá de su desprecio.

—Pero han asesinado a todos los misioneros vorsters que han venido aquí. Nos destruyen a nosotros, les toleran a ustedes. ¿Por qué?

—Tal vez perciben una fuerza en nosotros que no encuentran en la organización madre —sugirió el hereje—. Admiran la fuerza, por supuesto. Usted ya debe saberlo, de lo contrario no se habría atrevido a salir de la terminal. Usted demostró fuerza, pese a la tensión nerviosa. De todas formas, no le habría servido de mucho su demostración si la rueda le hubiera despedazado.

—Como estuvo a punto de suceder.

—Como sin duda habría sucedido si no me hubiera enterado de su llegada. Su misión habría concluido de una forma prematura. ¿Le gusta el vino?

Martell apenas lo había probado.

—No está mal. Dígame, Mondschein, ¿de veras se dejan convertir los nativos?

—Algunos. Algunos.

—Me cuesta creerlo. ¿Qué saben ustedes que nosotros no sepamos?

—No se trata de lo que sabemos, sino de lo que ofrecemos. Venga conmigo a la capilla.

—Prefiero no hacerlo.

—Por favor. No le hará ningún daño.

Martell, a regañadientes, se dejó conducir al sanctasanctórum. Contempló con desagrado los iconos, las imágenes y toda la basura armonista. En lugar del pequeño reactor que emitía radiación azul Cerenkov propio de las capillas vorsters, brillaba sobre el altar un modelo del átomo, a lo largo del cual se movían incesantemente centelleantes simulacros de electrones. Martell no se consideraba un hombre fanático, pero era fiel a su fe, y la visión de aquella parafernalia infantiloide le enfermó.

—Neol Vorst es el hombre más brillante de nuestro tiempo —dijo Mondschein—, y no hay que subestimar sus logros. Vio que la cultura de la Tierra se fragmentaba y caía en decadencia, vio que la gente se entregaba a las drogas, a las Cámaras de la Nada y a cientos de vicios deplorables. Y vio que las viejas religiones habían perdido su fuerza, que era el momento adecuado para fundar un credo nuevo, sintético y ecléctico que prescindiera del misticismo de las antiguas religiones y lo reemplazara por un nuevo tipo de misticismo, un misticismo científico. El Fuego Azul de su invención, un símbolo maravilloso, capaz de cautivar la imaginación y encandilar al ojo, tan bueno como la cruz y la media luna, incluso mejor, porque era moderno, era científico, podía ser entendido al tiempo que desconcertaba. Vorst tuvo la perspicacia de establecer su culto y la capacidad admistrativa de llevarlo adelante con éxito. Pero le faltó algo para redondear su pensamiento.