—¿Qué haré ahora?
—Purifícate. Libérate del orgullo y la ambición. Baja a la iglesia y reza. Haz tu trabajo diario. No busques ascensos rápidos. Es la mejor manera de no lograr lo que deseas.
—Podría solicitar el ingreso en el servicio misionero —insinuó Mondschein—. Unirme al grupo que va a Venus…
—¡Ya empezamos otra vez! —suspiró Langholt—. ¡Conten tu ambición, Mondschein!
—Me refería a ello como penitencia.
—Por supuesto. Te imaginas que probablemente los misioneros se conviertan en mártires. También te imaginas que, si por chiripa vas a Venus y no te despellejan vivo, volverás aquí transformado en un hombre de gran influencia en la Hermandad, que será enviado a Santa Fe como un guerrero al Valhalla. ¡Mondschein, Mondschein, eres tan transparente! Rozas la herejía, Mondschein, cuando rehusas aceptar tu suerte.
—Señor, jamás me he relacionado con los herejes. Yo…
—No te acuso de nada —dijo Langholt con firmeza—. Simplemente te advierto que vas en dirección equivocada. Temo por ti. Mira —arrojó la carta acusatoria a la unidad de eliminación de basuras, donde se quemó al instante—, olvidaré todo lo relativo a este incidente. Pero tú no lo olvides. Sé más humilde, Mondschein. Sé más humilde, te repito. Ahora, ve a rezar. Largo.
—Gracias, hermano —murmuró Mondschein.
Le temblaban un poco las rodillas cuando salió de la habitación y subió al descensor que llevaba a la capilla. Considerando todos los elementos en juego, había salido bien librado. Podían haberle sometido a reprimenda pública. Podían haberle trasladado a una zona muy poco deseable, como la Patagonia o las Aleutianas. Incluso podían haberle separado de la Hermandad definitivamente.
Había sido una equivocación garrafal pasar por encima de Langholt, y Mondschein lo reconocía. Pero ¿cómo evitarlo? Morir un poco día tras día, mientras en Santa Fe escogían a los que vivirían para siempre. Era intolerable contarse entre los repudiados. El estado de ánimo de Mondschein empeoró al comprender que casi no le quedaba ninguna posibilidad de ir a Santa Fe.
Se deslizó en un banco trasero y miró solemnemente al cubo de cobalto 60 que brillaba en el altar.
«Que el Fuego Azul me engulla suplicó—. Que surja de él purificado y limpio.»
A veces, arrodillado ante el altar, Mondschein había experimentado una levísima punzada de arrobo espiritual. Era lo máximo que había sentido, pues, a pesar de que era un acólito de la Hermandad de la Radiación Inmanente y miembro de la segunda generación del culto, Mondschein no era un hombre religioso. Que se extasíen otros ante el altar, pensó. Mondschein sabía muy bien lo que era el culto: una fachada que encubría un extenso programa de investigación genética. Al menos, eso le parecía, aunque en ocasiones tenía sus dudas sobre qué era la fachada y qué la auténtica realidad. En apariencia, mucha gente extraía beneficios espirituales de la Hermandad, en tanto él carecía de pruebas sobre los supuestos éxitos de los laboratorios de Santa Fe.
Cerró los ojos y hundió la cabeza en el pecho. Visualizó electrones girando en sus órbitas. Repitió en silencio la Letanía Electromagnética, recitando las franjas del espectro.
Se imaginó a Christopher Mondschein viviendo siglo tras siglo. Una oleada de ansia se apoderó de él mientras salmodiaba todavía las frecuencias medias. Mucho antes de llegar a los rayos X, sudaba de frustración y miedo a morir. Sesenta, setenta años más y le llegaría el turno, mientras en Santa Fe…
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Que alguien me ayude. ¡No quiero morir!
Mondschein levantó la vista hacia el altar. El Fuego Azul parpadeó como si se burlara de él por extralimitarse. Oprimido por la oscuridad gótica, Mondschein se puso en pie y salió corriendo a respirar el aire puro.
2
Llamaba la atención por su hábito de color añil y la capucha monacal. La gente le miraba como si poseyera poderes sobrenaturales. Nadie advirtió que sólo era un acólito, y, aunque muchos curiosos también eran vorsters, nunca terminaban de asumir que la Hermandad no tenía tratos con lo sobrenatural. Mondschein consideraba que los seglares carecían de inteligencia.
Subió a la cinta deslizante. La ciudad se cernía a su alrededor, torres de travertina que parecían cubiertas de grasa a la débil luz rojiza de aquel atardecer de marzo. Nueva York se había extendido por las orillas del Hudson como una plaga, y los rascacielos empezaban a invadir las Adirondacks. Hacía mucho tiempo que Nyack había sido absorbida por la metrópoli. El aire era frío y olía a humo. El fuego estaría devorando una reserva forestal, pensó Mondschein, malhumorado. Veía a la muerte por todas partes.
Su modesto apartamento se hallaba a cinco manzanas de la capilla. Vivía solo. Los acólitos debían colgar los hábitos si querían casarse, y no les estaba permitido mantener relaciones pasajeras. El celibato todavía no pesaba sobre Mondschein, aunque había confiado en desprenderse de él cuando le trasladaran a Santa Fe. Corrían rumores sobre jóvenes y dispuestas acolitas de Santa Fe. Mondschein estaba seguro de que no todos los experimentos de reproducción se realizaban mediante inseminación artificial.
Ahora ya no importaba, ya podía despedirse de Santa Fe. Su impulsiva carta al supervisor Kirby lo había echado todo a perder.
Estaba atrapado para siempre en los rangos inferiores de la jerarquía vorster. A su debido tiempo le aceptarían en el seno de la Hermandad; adoptaría un hábito ligeramente diferente, se dejaría crecer la barba, presidiría los servicios y atendería las necesidades de su congregación.
Estupendo. La Hermandad era el movimiento religioso que crecía con más rapidez en la Tierra, y servir a la causa constituía, sin duda, una noble causa. Sin embargo, un hombre carente de vocación religiosa no podía ser feliz presidiendo una capilla, y Mondschein no sentía la llamada. Había confiado en colmar sus necesidades enrolándose como acólito, y ahora comprendía el error de su ambición.
Estaba atrapado. Sólo era otro hermano vorster. Había miles de capillas diseminadas por el mundo. La Hermandad contaba con unos quinientos millones de miembros. No estaba mal en una sola generación. Las viejas religiones lo pasaban mal. Los vorsters ofrecían algo que las otras no: los avances de la ciencia, la seguridad de que, más allá del ministerio espiritual, existía otro que servía a la Unidad sondeando en los misterios más profundos. Un dólar entregado a la capilla vorster de la localidad podría contribuir al desarrollo de un método que asegurase la inmortalidad, la inmortalidad individual. Ése era el cebo, y funcionaba bien. Bueno, había imitadores, cultos inferiores, algunos prósperos a su manera. Incluso existía una herejía vorster, los Armonistas, los mercachifles de la Armonía Trascendente, un vástago del culto original. Mondschein se había decantado por los vorsters y sentía lealtad hacia ellos, pues había sido educado como devoto del Fuego Azul. Pero…
—Perdone. Mil disculpas.
Alguien le empujó en la cinta deslizante. Mondschein sintió que una mano se abatía sobre su espalda, casi derribándole. Se enderezó, algo tambaleante, y vio a un hombre de anchos hombros, vestido con una sencilla túnica azul, que se alejaba a toda velocidad. Torpe idiota, pensó Mondschein. Hay sitio para todos en la cinta deslizante. ¿A qué vienen tantas prisas?
Mondschein se ajustó la túnica y la dignidad.