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Sarah asintió.

– ¿Tenía náuseas? ¿Notaba la sensación de tener algo ajeno en el cuerpo?

Sarah volvió a asentir: justamente así podía describirse lo que había sentido al cabalgar por Tesalia y también después, en Meteora…

– Entonces no hay duda -afirmó el médico-. Pero no se haga mala sangre. Como ya le he dicho, aún puede tener hijos, y eso es lo que cuenta.

Sarah asintió ensimismada. ¿Qué podía replicar? ¿Qué podía contestarle a un desconocido que no sabía por lo que había pasado ni la pérdida que había sufrido?

– ¿Lo sabe Hingis? -preguntó.

– Sí, Sarah. ¿Quiere verlo ahora?

– Por favor.

El doctor hizo un gesto afirmativo con la cabeza y salió del camarote cruzando la estrecha puerta, que volvió a abrirse al instante. Era Hingis, con las gafas arregladas y vestido como de costumbre. El cabello, revuelto como siempre.

– Sarah. -El suizo entró en el camarote con una dulce sonrisa en el semblante-. Me alegro de verte.

– Yo también -replicó la joven, que incluso intentó devolverle la sonrisa, aunque, con todas las lágrimas que le cubrían el rostro, no acabó de conseguirlo.

– ¿Te… lo ha dicho el médico?

Sarah asintió.

– Lo siento, Sarah. Lo siento mucho.

– Estaba embarazada -murmuró de manera casi inaudible-. Llevaba en mis entrañas un hijo de Kamal, y yo misma lo he matado al intentar salvar a su padre…

– Y lo has salvado -puntualizó Hingis-. Has actuado de buena fe, Sarah.

– ¿Lo he hecho? -preguntó la joven mirándolo desvalida.

– Por supuesto.

– ¿Y de qué ha servido? Me lo han quitado todo, Friedrich. Todo…

– Lo sé. Y por eso no deberías culparte a ti misma, sino a los responsables de tu desdicha. Ludmilla de Czerny sigue ahí fuera, Sarah. Ha huido y seguirá intentando llevar a cabo los planes de la Hermandad.

– ¿Y?

– Tenemos que encontrarla -anunció el suizo, y las gafas comenzaron a temblarle encima de la nariz-. Tenemos que hacer todo lo posible por desbaratar sus planes… Y tenemos que encontrar a Kamal y liberarlo de los brazos de esa horrible mujer.

– Mi buen amigo Friedrich. -A pesar de la pena y de la conmoción que la abrumaba, Sarah logró esbozar una débil sonrisa-. ¿Y cómo vamos a hacerlo? La Czerny y Kamal han desaparecido sin dejar rastro. Ni sabemos hacia dónde volaba el globo ni tenemos ninguna pista sobre dónde se encuentran.

– Puede que no -admitió tranquilamente Hingis, a la par que introducía la mano en la casaca y sacaba un objeto metálico en forma de cubo-. Pero tenemos esto.

– ¡El codicubus! -exclamó Sarah, que rápidamente se tapó la boca con la mano.

– En efecto.

– ¿Aún… lo tienes?

– Lo he tenido todo el tiempo. Nunca me preguntaron por él, y yo no dije nada -explicó Hingis con una lógica aplastante-. Fue una buena jugada por tu parte convertirme en el depositario del artefacto… Está claro que nadie lo esperaba, ni siquiera nuestros enemigos.

– Pero pensaba que lo habrías perdido por el camino…

– Los suizos somos muy cuidadosos -señaló el erudito-. No perdemos las cosas tan fácilmente.

– Eso parece.

Sarah contemplaba llena de asombro tanto a él como el objeto que sostenía en la mano.

– Así pues, si queremos hallar pistas, tenemos que abrir el codicubus y examinar su contenido -propuso Hingis, que estaba irreconocible. La rata de biblioteca intrigante y dubitativa de antaño se había convertido en un valeroso aventurero.

– Cierto -se mostró de acuerdo Sarah.

Teniendo en cuenta todo lo que había hecho la canalla de la condesa para hacerse con el artefacto, cabía deducir que albergaba informaciones explosivas, la clave de un nuevo misterio. Sarah pensó que, en cierto modo, el codicubus era el legado que le había dejado Polifemo, un obsequio y una misión a la vez…

– ¿Nos dirigimos a Venecia? -preguntó la joven.

Hingis asintió.

– Entonces tendremos que instalarnos allí y esperar a que pase el invierno. Haremos acopio de fuerzas y de conocimientos y, cuando llegue la primavera, abriremos la veda. No descansaré hasta que haya descubierto los planes de la Hermandad y haya liberado a Kamal de las garras de la condesa.

– Venga esa mano -dijo Hingis. Le tendió la mano derecha y Sarah se la estrechó al instante.

– Antes de morir -reflexionó Sarah-, Polifemo me encargó que liberara a Tammuz. ¿No se referiría acaso a Kamal? Y en ese caso, ¿por qué lo llamó así?

– Lo averiguaremos -dijo Hingis convencido-. Y muy pronto…

Epílogo

Un lugar desconocido, noviembre de 1884

La misma habitación apartada del mundo, que no tenía puerta ni ventanas. Las mismas personas, sentadas una frente a la otra.

– El informe -exigió una de ellas, que se había quitado la chistera y se apoyaba en un bastón de madera con un puño dorado en forma de cabeza de dragón.

– A pesar de haber tenido que salir precipitadamente -informó la otra-, podemos estimar que la misión de Grecia ha sido un éxito. Si bien el enemigo ha logrado destruir la fuente de la vida con ayuda de un traidor, hemos conseguido hacernos con una cantidad suficiente de elixir.

– ¿Qué fue del traidor?

– Fue apresado y sometido. El médico que usted me recomendó demostró ser un maestro en el elevado arte de la tortura; sin embargo, no nos dijo nada.

– Entonces, ¿el codicubus sigue desaparecido?

– Sí, Maestro.

– ¿Y el médico está muerto?

– Desgraciadamente. No dudo de que todavía nos habría sido útil durante un tiempo.

– Primero Laydon y ahora Cranston. Nuestras bajas en médicos son alarmantes…

– … y hay que atribuirlo sobre todo a una mujer concreta. Ya sabe de quién le hablo.

– Kincaid. -Las manos del hombre toquetearon inquietas el puño del bastón-. ¿Y puede usted asegurar que ya no supone ningún peligro para nosotros?

– Absolutamente. En todo este tiempo no ha descubierto ni por asomo nuestros objetivos. De hecho, creía que este asunto solo iba con ella y, por lo tanto, se culpará de todo lo ocurrido. Puede que Sarah Kincaid siga con vida, pero está destrozada. Le he arrebatado todo lo que significaba algo para ella y sé de qué hablo, créame.

– Como usted diga. ¿Y Tammuz?

– Está en nuestro poder, tal como habíamos planeado. Y no recuerda nada anterior a estas tres semanas. En cierto sentido, es como un niño, ingenuo y lleno de preguntas, una hoja en blanco.

– Pues escríbala en nuestro provecho…

– Lo haré.

– … y no olvide el objetivo que tenía desde el principio este secuestro.

– No se preocupe -replicó la mujer, acariciándose el regazo con su mano blanca y llena de anillos-. No lo he olvidado.

– Tammuz tiene que darnos una heredera, y cuanto antes. Ese es nuestro único objetivo, n'est cepas…?

Agradecimientos

La tercera etapa del arriesgado viaje de Sarah Kincaid es sin duda la más sombría. En ella, nuestra heroína se enfrenta a las preguntas más elementales de la existencia humana y ya no se encuentra en la cuerda floja entre mitología e historia, sino en las profundidades de los infiernos, y, esto, en más de un sentido. Como autor, he tenido que acompañar forzosamente a Sarah en su peligrosa expedición, y una vez más me he alegrado de poder contar con algunas personas que me han sido de gran ayuda y a las que quiero mencionar en este apartado.