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– ¿Quién sabe? Tal vez para gozar de unos meses de diversión.

– Si hubiera sido así -resopló Sarah, anonadada ante el hecho de que la considerara capaz de algo semejante-, ¿por qué estaría ahora aquí? ¿Por qué me molestaría en venir a este lugar horrible para saber cómo estás? ¿Por qué haría todo lo posible por encontrar al autor de la carta anónima que ha destruido súbitamente nuestra felicidad? ¿Por qué haría todo lo humanamente posible para impedir que permanezcas entre estos tétricos muros y acabes tus días en medio de una oscuridad eterna?

En contra de su propósito de mantener la compostura, Sarah había estallado en lágrimas, lo cual no solo la consternó a ella, sino también a Kamal, a quien la consternación le borró la indiferencia del semblante.

– Tú eres lo único que tengo, Kamal -añadió Sarah en un susurro-. Perdí a mi padre y también a Maurice, y la sola idea de perderte a ti me hace enloquecer. Permaneceré a tu lado, lo quieras o no, porque eres lo único que me queda…

Mientras pronunciaba esas palabras, le falló la voz. Sacudida por un llanto convulsivo, bajó la cabeza y por un instante abrigó la esperanza de que aquello solo fuera una terrible pesadilla, una de las muchas que la atormentaban y de la que despertaría sobresaltada en cualquier momento. Pero el frío, los gritos y el espantoso hedor le recordaron que aquello era la realidad. La implacable realidad de la que no se podía despertar…

– Sarah…

La joven se sobresaltó y levantó la vista. Había sido Kamal quien había pronunciado su nombre, y por primera vez creyó reconocer en su semblante un soplo de calidez humana en vez de ira y desconcierto.

Aunque la mano con la que Kamal se aferraba al borde inferior del ventanuco estaba sucia y grisácea, Sarah la cogió, la apretó contra sus mejillas y la humedeció con sus lágrimas.

– Por favor, amor mío -susurró-, tienes que creerme. Yo no te he delatado ni lo haría nunca, antes moriría. Mi corazón te pertenece para siempre.

– Igual que a ti el mío -contestó Kamal.

Sus miradas se encontraron a través del pequeño hueco abierto en el frío metal y mientras Sarah volvía a tener la sensación de hundirse en la profundidad abismal de los ojos de su amado, él la sometió a un último examen. Y por mucho que se esforzó en mirar en el interior de Sarah a través de sus ojos enrojecidos por las lágrimas, no pudo distinguir malicia alguna.

– Mi pueblo tiene una máxima -dijo en voz baja-. Solo los necios siguen la senda de la ceguera. Los sabios abren los ojos.

– ¿Y qué ves? -preguntó Sarah en un susurro.

– La verdad -contestó sin más-. Perdóname por haber dudado de ti.

– Para perdonarte, tendría que haberte guardado rencor -contestó ella-, y no lo he hecho. Quizá yo habría pensado lo mismo de haber estado en tu lugar.

– No -dijo convencido-, no lo habrías hecho.

Sus labios se rozaron a través de la pequeña abertura, en un beso fugaz que los internos de las celdas vecinas, que curioseaban boquiabiertos junto a sus puertas, contestaron con risotadas vulgares.

– No deberías haber venido -le susurró Kamal a Sarah-. No es lugar para ti.

– Tampoco lo es para ti -replicó ella-. Tu sitio no está entre ladrones, asesinos y violadores.

– La justicia tiene otra opinión.

– Lo sé -asintió Sarah-. Por eso nuestra única esperanza es ablandar a los jueces. Sir Jeffrey se encarga del caso, ¿te acuerdas de él?

– Por supuesto. -Kamal no parecía muy contento-. Un viejo león desdentado y sin uñas en las garras.

– Puede que así fuera durante nuestra aventura en Egipto -admitió Sarah-, pero desde que se encarga del caso, al león le han salido dientes afilados. Sir Jeffrey goza de toda mi confianza, Kamal. Si alguien puede ayudarte, es él.

– Inshallah -replicó Kamal en voz baja-. Si tiene tu confianza, también cuenta con la mía. Pero me temo que lo tenemos todo en contra.

– Como siempre, ¿no? -Un amago de sonrisa se deslizó por su semblante, marcado por las lágrimas-. Por eso tenemos que trabajar juntos. Necesito tu colaboración, Kamal.

– ¿Mi colaboración? -Con la mirada señaló las rejas que los separaban-. ¿A qué te refieres?

– Tienes que pensar en ello, Kamal. Intenta recordar.

– ¿Pensar en qué?

– La carta que puso a Scotland Yard sobre tu pista… Alguien tuvo que escribirla y enviarla. Alguien que te conoce mejor de lo que tú sospechas y quiere perjudicarte.

– ¿Quién podría ser? -Kamal se encogió de hombros-. Sabes que no conozco a casi nadie en Inglaterra. Aunque más bien…

– ¿Sí? -preguntó Sarah, esperanzada.

– … pienso que se trata de ti, Sarah.

– No -dijo la joven con rapidez y determinación.

– Sabes que tu padre no solo te dejó Kincaid Manor, sino también enemigos poderosos. Puede que el fuego de Ra se destruyera, pero los herederos de Meheret…

– Ya no existen -murmuró Sarah, horrorizada-, tú mismo lo dijiste.

– Tenía la esperanza fundada de que habíamos desarticulado la banda y que las lúgubres insinuaciones de Mortimer Laydon no eran más que sandeces de un hombre que ha perdido la razón. Pero, en estos últimos días y horas, he tenido mucho tiempo para pensar, Sarah, y considero que probablemente…

– No -repitió con determinación, casi obcecadamente-. No nos ha alcanzado mi pasado, sino el tuyo, Kamal. Egipto no tiene nada que ver con esto.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé porque…

Se interrumpió en busca de un argumento acertado. Evidentemente, Kamal tenía razón y, si ella era sincera consigo misma, debía reconocer que también había especulado con esa posibilidad, aunque solo muy por encima. Las consecuencias que eso arrojaría eran demasiado inquietantes…

En ese momento, el tiempo de visita tocó a su fin. El guardia que había guiado a Sarah y que, a pesar de su carácter tosco se había mantenido discretamente en un segundo plano durante la conversación, se acercó y carraspeó sonoramente.

– Tienes que irte -señaló Kamal.

– Aún no. -Su voz sonó casi suplicante-. Acabo de encontrarte…

– Tienes que irte si quieres volver -replicó él, y le acarició cariñosamente la frente-. Entretanto pensaré en lo que me has dicho e intentaré recordar.

– Hazlo, por favor -contestó Sarah, y una tímida sonrisa iluminó de nuevo su semblante-. Nunca te abandonaré -dijo a modo de despedida.

– ¿Lo prometes? -preguntó él.

– Lo prometo -contestó la joven, y una vez más sus miradas se encontraron por un instante que pareció infinito, hasta que ella se dio la vuelta y salió de la sección de las celdas.

En aquel momento albergaba sensaciones encontradas. Por un lado, se sentía aliviada porque Kamal la creía y ya no la consideraba la causante de su desgracia; por otro, sentía el temor de lo que vendría, puesto que no había cambiado nada en cuanto a la falta de perspectivas para salir de aquella situación; y, por último, ahí estaba también el presentimiento vago de que los temores de Kamal en relación con el escrito anónimo tal vez eran acertados…

Sarah reprimió esos pensamientos, pero en su corazón permanecieron las tinieblas mientras seguía al carcelero por los pasillos de la prisión, acompañada por un griterío ronco y un hedor brutal. Hacía rato que había perdido la orientación, no sabría decir si el guardia la llevaba por el mismo camino por donde habían entrado o si utilizaba otro. Iba a preguntárselo cuando, de repente, un frío glacial la penetró como un cuchillo hasta las entrañas.

La corazonada de una desgracia inminente se cumplió al cabo de un instante, cuando Sarah oyó una voz ronca muy conocida.

– ¿E… eres tú, pequeña?