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– En absoluto, pero lo que tú sabes es demasiado limitado para comprenderlo todo. Existía un resto de elixir y lo utilizaron para borrar tus recuerdos.

– ¿Quién?

– ¿Quién va a ser? -La condesa soltó una carcajada-. El hombre al que durante todos estos años consideraste tu padre, simplemente porque no tenías ni idea.

– Eso no es verdad.

– Lo es, créeme.

– ¿Y cómo me curaron si Gardiner había utilizado el último resto del elixir?

– Un médico tan brillante como ambicioso, llamado Mortimer Laydon, que tenía acceso a los mejores círculos de Londres y hacía años que pertenecía a la Hermandad, consiguió hacerse con otro resto que habían traído antiguamente de Grecia y se había conservado en un lugar desconocido, donde había originado la creación de un mito. Tal vez ya supones a qué lugar me refiero…

– Praga -dijo Sarah quedamente, y recordó estremecida lo que le había contado el rabino, que el último resto de agua de la vida había sido robado unos diecinueve años atrás.

Justo en la época en que a ella la curaron de la fiebre oscura…

– Exacto -asintió Ludmilla de Czerny-. Los agentes de la Hermandad irrumpieron en la sinagoga y robaron el agua de la vida por encargo de Laydon, quien se presentó de inmediato como tu salvador ante Gardiner Kincaid y se ganó su confianza. El resto de la historia ya lo conoces, ¿verdad?

Sarah asintió ensimismada. Todo parecía estar conectado y adquiría sentido de un modo pasmoso. Ella había sido la que había consumido el último resto de elixir… Aun así, Sarah tenía la sensación de que algo no encajaba. No paraba de buscar incoherencias en las afirmaciones de su enemiga y las encontró…

– No me está explicando toda la verdad -insistió-. Mi curación no pudo consumir toda el agua. Tuvo que quedar un pequeño resto para que su gente envenenara a Kamal…

– ¿Y?

– … si aún quedaba un poco, ¿para qué todo este plan disparatado? ¿Por qué me enviaron en busca del agua si ya tenían un poco en sus manos?

– Por un lado -contestó impasible la condesa-, solo eran un par de gotas, suficiente para tu querido Kamal, pero demasiado poco para nuestros fines.

– ¿Y por otro? -insistió Sarah.

La condesa titubeó un momento.

– No necesitas saberlo -contestó finalmente.

– Entonces hay algo más, ¿no? -preguntó Sarah-. Se trata de mucho más, ¿verdad? Y supongo que tiene algo que ver con Kamal. ¿Qué se proponen hacer con él? ¿Qué me oculta?

– Ya te he dicho que no necesitas saberlo. En todo caso, ya no. Si te hubieras puesto de nuestra parte, se te habría revelado la verdad… y muchas cosas más.

– ¿Qué? -preguntó Sarah.

– Poder, fama… Inmortalidad.

– ¿Inmortalidad? -repitió Sarah con voz temblorosa-. ¿Es eso lo que tanto les interesa? ¿Quieren utilizar la Creación en su provecho y engaitar a la muerte?

– ¿Por qué no?

– Señora mía -dijo Sarah quedamente y con una sonrisa en la que se condensó toda su pena y su amargura-, creo que sobrestima el valor de su presencia en este mundo.

– Igual que tú -replicó la condesa. Dio una palmada y, acto seguido, sus esbirros se quitaron el fusil del hombro y apuntaron a Sarah.

– ¿Van a fusilarme?

– No, por favor -intervino Cranston-. Eso lo dejamos a su elección. O salta voluntariamente al abismo o prueba suerte con el plomo. Desde un punto de vista médico, debo decirle que si salta al vacío desde esta altura apenas quedará nada de usted para…

– Gracias -dijo Sarah, y se subió al murete.

Al otro lado había una roca que descendía escarpada unos tres o cuatro metros. Luego caía en vertical hacia el más profundo abismo. El viento frío de la mañana la azotó y de nuevo sintió náuseas.

Se dio la vuelta una vez más.

– ¿Y Kamal?

– Confía en mí -aseguró la condesa sonriendo con malicia-, está en buenas manos.

A Sarah le temblaban los labios, le temblaba todo el cuerpo a causa del frío y el miedo.

– ¿Puedo… verlo? -preguntó en voz baja y llena de resignación, puesto que suponía cuál sería la respuesta.

– Tal vez algún día -le dijo Ludmilla, burlona-, en otro mundo. Adiós, hermana.

Sarah asintió con un movimiento de cabeza y se volvió de nuevo hacia el precipicio. No quería darles el gusto a sus enemigos de que vieran las lágrimas que le corrían por las mejillas ni que otra persona decidiera el momento de su final.

Quería ser libre para determinar ella misma ese momento. Se santiguó y rezó una oración en silencio, luego cerró los ojos y su cuerpo se tensó para dar el paso decisivo hacia el vacío…

Capítulo 14

El instante en que Sarah Kincaid estaba a punto de saltar al vacío fue el mismo en el que un restallido rompió el silencio que reinaba en la montaña, seguido por un grito ronco.

Todavía en el murete, Sarah abrió rápidamente los ojos y vio a un grupo de combatientes ataviados con ropas claras y chalecos rojos, que habían trepado a la montaña por la cara suroeste y saltaban por encima del murete, blandiendo puñales o fusiles Martini Henry de fabricación británica.

¡Soldados griegos!

De nuevo retronó un disparo y Sarah vio que uno de sus guardianes se desplomaba con el pecho perforado y caía junto a uno de sus compañeros, que yacía herido en el suelo.

Luego se precipitaron los acontecimientos.

Mientras los guerreros de la Hermandad empuñaban sus armas para responder al fuego y librarse a una enconada lucha contra los asaltantes, de los cuales Sarah contó una docena, Cranston se puso a cubierto detrás de una roca. La condesa de Czerny, en cambio, profirió un aullido de furia y se volvió hacia su enemiga para lanzarla al vacío.

Sarah fue más rápida. Se alejó de allí al instante, manteniendo el equilibrio sobre el murete hacia el lugar de donde venían los combatientes desconocidos y haciendo caso omiso de la tormenta de plomo que llenaba el aire.

– ¡Sarah, aquí! -la llamó alguien.

Saltó del muro, huyó en zigzag con la cabeza hundida entre los hombros y se refugió detrás de un gran matorral que, si bien no la protegía de las balas, al menos la escondía de las miradas de sus verdugos. Y en ese refugio tuvo un encuentro inesperado.

Con alguien al que creía muerto…

– ¿Friedrich? -preguntó incrédula.

Ver el rostro del suizo, enmarcado entre cabellos revueltos y mirando a través de unas gafas de metal medio rotas, asomar por el cuello de un uniforme griego no era una estampa habitual. Sin embargo, no cabía duda de que tenía delante, sano y salvo, al amigo que creía haber perdido.

– Así es -confirmó el suizo sonriendo ampliamente mientras le desataba las manos.

– Pero yo pensaba que… te habías ahogado.

– Evidentemente, no. -Hingis rió con sorna-. Alejandría me hizo comprender lo importante que puede llegar a ser defenderse en el líquido elemento. Y me apunté al equipo de natación de la universidad. Una sola mano no basta para un campeonato, pero es suficiente para no ahogarse.

– Eso está claro -dijo Sarah asombrada-. Y fuiste a buscar ayuda…

– Después de vagar desorientado durante dos días me topé con una patrulla de soldados griegos. Nunca pensé que mis conocimientos de griego antiguo podrían salvarme la vida algún día.

– Y a mí -añadió Sarah sonriendo ampliamente.

– Lamento el retraso. Habría preferido…

Se calló cuando ella le rodeó la cara con las manos y le dio un beso en los labios.

– Perdonado -dijo la joven-. Y, ahora, ven conmigo.

– ¿Adonde?

– Kamal -dijo únicamente Sarah-. La Czerny lo tiene en su poder…