– ¿Insinúas que las catedrales son figuras geométricas gigantescas?
– Están hechas usando combinaciones infinitas de ellas.
– ¿Y qué otra posibilidad hay?
– No muchas -dudó Letizia-. En la antigüedad no se habla de muchos objetos capaces de irradiar microondas, la verdad. Sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Bueno, es sólo una posibilidad. En las catedrales de Chartres y Amiens se muestra en sus fachadas un relieve que representa al Arca de la Alianza. Es como si quisieran decirnos que las catedrales representan el nuevo pacto con Dios, y que ellas son la última versión del «vehículo» para comunicar con la divinidad, tal como servía el Arca.
– ¿Y bien?
– En el Éxodo se pone mucho énfasis en el poder del Arca. Nadie podía acercarse sin tomar las medidas oportunas, o vestido de metal, a riesgo de caer enfermo o calcinado en el acto. Suena a radiactividad, ¿no crees?
– ¿Y dónde está el Arca?
– Ésa es la cuestión, nadie lo sabe. Unos creen que fue robada en tiempos de Salomón y llevada a Etiopía; otros, que se la llevó Tito en el año 70 d. C. cuando los romanos saquearon Jerusalén y se llevaron el ajuar del Templo de Salomón, Menorah o candelabro de los siete brazos incluido. Hasta se señala a los templarios como los responsables de su hallazgo, que se cree pudieron haberse traído a Francia en secreto.
Témoin miró a Letizia fascinado. Bella e inteligente, volvía a tener su corazón en un puño.
– ¿Tú por cuál te inclinas?
– Imposible saberlo.
– Yo por la última. Es una corazonada, lo sé, pero buscaré en Chartres.
– ¿Podré acompañarte?
Michel, atónito, la perforó con la mirada.
– Bueno -admitió Letizia-, no me gustaría que descubrieras algo en Chartres y yo no estuviera cerca para verlo. Además, creo que podré serte útil.
– ¿Y Marcel?
– Quedamos en no hablar de eso. ¿Recuerdas?
INTRA NOS EST [32]
Un vértigo extraño se había apoderado del estómago de Jean de Avallon. En realidad, aquello iba mucho más lejos de la simple desazón física: el vértigo se había hecho con el control de todo su cuerpo. Ni sus músculos, ni su voz, ni la fuerza de sus manos anchas y fuertes respondían a sus desesperados requerimientos. Durante unos interminables segundos, flotando en medio de la nada, el caballero luchó denodadamente por orientarse y clavar sus botas sobre algo firme. Pero fue imposible. Aquella especie de torbellino le había arrancado de la tierra y lanzado por los aires venciendo el techo de roca viva de la cripta de Chartres de un modo que no acertaba a explicarse.
¿Qué clase de prodigio era aquél?
El templario, ingrávido aún, no tuvo tiempo para hacerse muchas cábalas más. «Algo» o alguien le había despojado violentamente de su manto y de cuantos objetos metálicos llevaba encima (una hebilla, su daga árabe, un broche, dos cierres para sus botas y un brazalete de cobre que adquirió en Antioquía). Gluk o Felipe no habían sido. De hecho, les había perdido irremediablemente de vista nada más ser atrapado por aquella columna de fuego. ¿Dónde estaban? ¿Habían sido capturados también ellos por aquella fuerza sobrehumana? ¿Era Dios o el Diablo quien jugaba de esa manera con ellos?
Cuando su cuerpo dejó de girar como una peonza y pudo recuperar el equilibrio, lo primero que notó el de Avallon fue un extraño y penetrante olor que manaba de todas partes. Sólo entonces sintió el suelo bajo sus pies. Poco a poco, como si todo hubiera sido un mal sueño, la situación fue tornando a la normalidad: el pitido penetrante que le había abatido en la capilla, la sensación de ser zarandeado por firmes telas de seda, y hasta la fuerza que le impedía abrir los ojos mientras ascendía, desaparecieron al unísono, decreciendo de intensidad. La pesadilla había terminado. O tal vez no.
De rodillas, con las manos apoyadas sobre un suelo liso y frío, el templario comenzó a tomar conciencia de su situación. Todo parecía normal, en efecto, pero pronto se dio cuenta de que los muros de sillería del ábside no estaban ya donde los había visto por última vez. Faltaba el altar, y las hornacinas abiertas en el muro, y el sagrario.
¿Dónde estaba ahora?
Cuando, por fin, pudo echar un vistazo a su alrededor con los ojos bien abiertos, Jean descubrió algo terrible. Las toscas paredes de la cripta, el altar y hasta la Virgen negra que presidía el templo, se habían esfumado. Aislado, sin rastro de Gluk o de Felipe, Jean contempló sobrecogido el extraño recinto en el que parecía atrapado. Se encontraba en una estancia amplia, de paredes redondeadas, sin fisuras, puertas, o junturas entre sus bloques inexistentes. Todo parecía hecho de una pieza, como si estuviera preso dentro de una jaula de metal. Allí no había tampoco ni un mal mueble sobre el que echarse, y la luz, un brillo mortecino y constante, parecía surgir de los propios muros que le confinaban.
– ¡Salve! -gritó dos veces-. ¿Hay alguien?
Nadie respondió. De hecho, sus palabras ni siquiera sonaron con la fuerza acostumbrada.
Un tanto confundido, Jean de Avallon volvió a vociferar otra vez, con más ímpetu aún, su saludo. Tampoco esta vez obtuvo ningún resultado. Y lo que era peor: comenzaba a ser consciente de que estaba a merced de sus captores, si es que de captores se trataba.
Tiritando, acuclillado y con los nervios visiblemente alterados, el caballero recordó entonces los poderosos hechizos de los druidas. ¿Acaso le había engañado Gluk y confinado a una de aquellas tierras sin tiempo que cantaban los trovadores? ¿Tenía Felipe razón al sospechar del druida y había caído en una emboscada? O aún más, ¿no estaría, por ventura, preso en aquel lugar maldito que los campesinos de la Beauce, alrededor de Chartres, llamaban Magonia, y de donde decían provenían los demonios que aterrorizaban a sus hijas vírgenes y destruían sus cosechas?
Jean trató de calmarse.
Recordó su juramento de lealtad a la orden de los Pobres Caballeros de Cristo junto a la Roca de Abraham, y buscó en los pliegues de sus recuerdos la fórmula para revestirse con la coraza de la fe a la que tan a menudo se refería Bernardo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sin espada o escudo, sin su cota de malla o su maza, tan sólo podía confiar en la fortaleza que entrega Dios a cada hombre para que se enfrente al Mal. Fue al cerrar los ojos y comenzar a formular sus oraciones en aquel espacio vacío, cuando oyó una frase alta y clara que retumbó en su cabeza.
– ¿También vos combatiréis a nuestro Dios?
Jean se sobresaltó.
– No temáis -dijo-. Soy Gabriel, el favorito de nuestro Señor.
Una voz metálica, sobria, comenzó a hablarle como si le conociera, expresándose de forma tan contundente y segura que el caballero no se atrevió a interrumpirla.
– Soy aquel que anunció a María que la Semilla del Divino germinaría en su seno, y quien se apareció en sueños a José para que huyeran de Herodes hacia Egipto. ¿Vais a enfrentaros a mí como lo hizo Jacob? [33]
[32] Del latín, «está entre nosotros».
[33] La pregunta de Gabriel desvela uno de los enigmas más ásperos del Antiguo Testamento. Me refiero, claro está, al pasaje del Génesis (32, 24-32) en el que Jacob se enfrenta durante toda una noche con un ángel. Tras forcejear sin descanso, al llegar el alba el ser divino le pidió al patriarca que le dejara marcharse. Éste consintió sólo si era bendecido por el extraño y le revelaba su identidad. El ángel accedió a lo primero, pero no a lo segundo, y le dijo: «No te llamarás en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres y has vencido». Como digo, se trata de uno de los episodios más misteriosos de la Biblia.