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—¡Tú no! La siguiente es la chica.

Jenny se encogió de hombros disculpándose y se colocó en el lugar que Martin había indicado. Will ocupó el último lugar en la fila deseando que Martin no hubiera hecho tan llamativa su falta de estatura.

—¡Venga! ¡Arreglaos, arreglaos! Veamos cómo os ponéis firmes —continuó Martin, para detenerse cuando una voz profunda le interrumpió.

—No creo que eso sea absolutamente necesario, Martin.

Era el barón Arald, que había entrado inadvertidamente por una puerta más pequeña tras su escritorio macizo. Ahora era Martin quien se había puesto en lo que él consideraría una posición de firmes, con los huesudos codos separados de los costados, los talones juntos a la fuerza de manera que sus piernas inequívocamente arqueadas quedaban muy separadas por las rodillas, y la cabeza echada hacia atrás.

El barón Arald miró al cielo. A veces, el fervor de su secretario en estas ocasiones podía ser abrumador. El barón era un hombre grande, ancho de hombros y cintura y muy musculoso, como correspondía a un caballero del reino. Era bien sabido, sin embargo, el aprecio del barón Arald por la comida y la bebida, así que su considerable mole no era totalmente atribuible al músculo.

Tenía una corta barba negra, arreglada con esmero, que, como su cabello, comenzaba a mostrar las trazas grisáceas acordes con sus cuarenta y dos años. Poseía una mandíbula prominente, una nariz larga y unos penetrantes ojos oscuros bajo las pobladas cejas. Era una cara poderosa pero no desagradable, pensó Will. Había un sorprendente atisbo de humor en esos ojos oscuros. Ya lo había notado antes, en las infrecuentes ocasiones en que Arald visitaba las dependencias de los pupilos para ver cómo avanzaban sus clases y la evolución de cada uno.

—¡Señor! —dijo Martin a todo volumen, propiciando que el barón se estremeciera ligeramente—. ¡Hemos reunido a los candidatos!

—Ya lo veo —replicó el barón con paciencia—. ¿Tendría usted quizás la bondad de pedir también a los maestros que participen?

—¡Señor! —respondió Martin intentando hacer sonar sus talones al chocar.

Como llevaba un calzado de cuero blando flexible, el intento estaba condenado al fracaso. Todo codos y rodillas, marchó en dirección a la puerta principal del estudio. A Will le recordó a un gallo. Cuando Martin posó su mano en el pomo de la puerta, el barón le detuvo una vez más.

—¿Martin? —dijo en voz baja. Continuó en el mismo tono, a la vez que el secretario se giraba y le dirigía una mirada inquisitiva—: Pídaselo. No les grite. A los maestros no les gusta.

—Sí, señor —dijo Martin con apariencia algo desinflada. Abrió la puerta y, haciendo un esfuerzo evidente por hablar en un tono más bajo, añadió—: Maestros, el barón ya está listo.

Los responsables de la Escuela de Oficios entraron en la estancia sin ningún orden de prioridad. Como grupo, se admiraban y respetaban unos a otros y rara vez procedían de forma estrictamente ceremonial. Sir Rodney, responsable de la Escuela de Combate, entró el primero. Alto y ancho de hombros como el barón, llevaba el traje de campaña normal de camisa de cota de malla bajo una sobrevesta blanca blasonada con su propio escudo, una cabeza de lobo escarlata. Se había ganado aquel escudo en su juventud, combatiendo a los navíos de los saqueadores del mar de Skandia, que constantemente hostigaban la costa este del reino. Portaba un cinto y una espada, por supuesto. Ningún caballero se mostraría en público sin una. Era más o menos de la edad del barón, con ojos azules y una cara muy bien parecida de no haber sido por la nariz destrozada. Lucía un inmenso bigote pero, al contrario que el barón, no llevaba barba.

Detrás entró Ulf, el maestro de doma, responsable del cuidado y entrenamiento de los poderosos caballos de combate del castillo. Tenía unos vivos ojos marrones, fuertes antebrazos musculosos y muñecas sólidas. Vestía un sencillo chaleco de cuero sobre una camisa de lana y calzas. Las botas altas de montar de cuero flexible le llegaban por encima de las rodillas.

Lady Pauline siguió a Ulf. Delgada, de pelo cano y elegante, había sido una gran belleza en su juventud y aún conservaba la gracia y el estilo para hacer que los hombres se volvieran. Lady Pauline, a quien se le había concedido el título por derecho propio debido a su trabajo en la política exterior del reino, dirigía el Servicio Diplomático de Redmont. El barón Arald tenía sus habilidades en alta estima y ella era uno de sus confidentes y consejeros cercanos. Arald solía decir que las chicas eran los mejores reclutas para el Servicio Diplomático. Tendían a ser más sutiles que los chicos, atraídos de forma natural hacia la Escuela de Combate. Y mientras que los chicos veían los medios físicos como el modo de solucionar los problemas, se podía confiar en que las chicas utilizarían su ingenio.

Quizás se tratase sólo de algo natural el que Nigel, maestro escribano, siguiera muy de cerca a lady Pauline. Habían estado discutiendo algunos temas de interés mutuo mientras esperaban a que Martin los convocara. Nigel y lady Pauline eran amigos íntimos y compañeros de trabajo. Eran los escribanos entrenados por Nigel quienes preparaban los documentos oficiales y comunicados que tan a menudo enviaban los diplomáticos de lady Pauline. Él también asesoraba sobre la formulación precisa de aquellos documentos ya que contaba con una extensa experiencia en asuntos legales. Nigel era un hombre bajo y enjuto con un rostro vivo, curioso, que a Will le recordaba a un hurón. Su pelo era de un negro brillante; sus facciones, delgadas; y sus ojos oscuros nunca dejaban de recorrer la estancia.

El maestro Chubb, primer chef, entró en último lugar. Como era inevitable, se trataba de un hombre gordo, barrigón, ataviado con una blanca chaqueta de cocinero y un gorro alto. Era célebre su terrible carácter, capaz de inflamarse tan rápido como el aceite derramado en el fuego, y la mayoría de los pupilos le trataba con una precaución considerable. De cara rubicunda y pelo rojizo en rápido retroceso, el maestro Chubb llevaba un cucharón de madera dondequiera que fuese. Era un bastón de mando no oficial. También lo empleaba a menudo como arma ofensiva, que aterrizaba con un crujido sonoro sobre las cabezas de los aprendices de cocina descuidados, olvidadizos o lentos. Única entre los pupilos, Jennifer veía a Chubb como algo parecido a un héroe.

Había confesado su intención de trabajar para él y aprender sus habilidades, con o sin cucharón de madera.

Había otros maestros, por supuesto. El maestro armero y el herrero eran dos de ellos. Pero hoy sólo se presentarían aquellos que tuvieran plazas vacantes para nuevos aprendices en ese momento.

—¡Los maestros están reunidos, señor! —dijo Martin subiendo el volumen de su voz.

Martin parecía relacionar de forma directamente proporcional el volumen con la importancia de la ocasión. El barón elevó de nuevo la mirada al cielo.

—Ya lo veo —dijo con calma, añadiendo después en un tono más formal—: Buenos días, lady Pauline; buenos días, caballeros.

Le respondieron y el barón se giró hacia Martin una vez más.

—¿Podríamos proceder, quizás?

Martin asintió varias veces, consultó un fajo de notas que sostenía en una mano y marchó a encarar la fila de candidatos.

—Bien, ¡el barón está esperando! ¡El barón está esperando! ¿Quién es el primero?

Will, con la mirada baja, cambiando nervioso el peso de su cuerpo de un pie a otro, tuvo de repente la sensación de que alguien le observaba. Levantó la vista y dio un respingo de sorpresa cuando se encontró con la oscura e insondable mirada de Halt, el montaraz.

No le había visto entrar en la habitación. Se dio cuenta de que el misterioso personaje debía de haberse deslizado hacia el interior por la puerta lateral mientras todo el mundo centraba su atención en los maestros según hacían su entrada. Ahora se encontraba de pie, tras la silla del barón y ligeramente a un lado, vestido con sus habituales ropas de color marrón y gris y envuelto en su larga capa de montaraz, moteada de gris y verde. Halt era una persona desconcertante. Tenía el hábito de acercarse a ti cuando menos te lo esperabas, y nunca le oías llegar. Los supersticiosos aldeanos creían que los montaraces practicaban una forma de magia que los hacía invisibles ante la gente común. Will no estaba seguro de creer aquello, pero tampoco lo estaba de no creerlo. Se preguntó por qué Halt estaba hoy allí. No se le reconocía como uno de los maestros y, hasta donde Will sabía, no había asistido a ninguna Elección anterior a ésta.