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El barón sonrió a su pesar. La Escuela de Escribanos era un lugar de estudio donde rara vez, si acaso, se levantaba la voz y donde imperaba el debate lógico y razonado. Personalmente, en sus visitas a aquel sitio, lo había encontrado aburrido en extremo. No era capaz de imaginarse nada con una atmósfera de menos agitación y jaleo.

—Le tomaré la palabra al respecto —replicó, y después le dijo a George—: Muy bien, George, petición concedida. Preséntate mañana en la Escuela de Escribanos.

George arrastró los pies con torpeza.

—Sshhs-guissh-shsuis —dijo, y el barón se volvió a inclinar hacia delante, frunciendo el ceño mientras intentaba descifrar las palabras en tono grave.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó

George por fin miró hacia arriba y consiguió susurrar:

—Gracias, mi señor.

Arrastró apresuradamente los pies de vuelta al relativo anonimato de la fila.

—Ah —dijo el barón recuperando un poco su posición—, no es nada. Y el siguiente ahora es…

Jenny ya estaba dando un paso al frente. Rubia y guapa, era también, había que admitirlo, un poco gordita. Pero ese aspecto le iba bien, y en cualquiera de los actos sociales del castillo era una de las parejas de baile más solicitadas por los muchachos, tanto los compañeros de su edad como los hijos del personal del castillo.

—¡Maestro Chubb, señor! —dijo ella al tiempo que avanzaba hasta el borde del escritorio del barón. Éste observó la cara redonda, vio la emoción brillar en los ojos azules y no pudo evitar sonreírle.

—¿Qué pasa con él? —preguntó con amabilidad, y ella dudó al percatarse de que, en su entusiasmo, había violado el protocolo de la Elección.

—¡Oh! Disculpe, señor… mi… barón… su señoría —improvisó precipitadamente, dejándose llevar por su lengua, mientras destrozaba la forma correcta del discurso.

—¡Mi señor! —le apuntó Martin.

El barón le miró con las cejas arqueadas.

—¿Sí, Martin? —dijo—. ¿Qué pasa?

Martin tuvo la gentileza de parecer avergonzado. Sabía que su señor estaba malinterpretando intencionadamente su interrupción. Respiró hondo y dijo en tono de disculpa:

—Yo… tan sólo deseaba informarle de que el nombre de la candidata es Jennifer Dalby, señor.

El barón asintió y Martin, leal sirviente del fornido barbudo, vio una mirada de aprobación en los ojos de su señor.

—Gracias, Martin. Bien, Jennifer Dalby…

—Jenny, señor —dijo la irrefrenable muchacha, y él se encogió de hombros con resignación.

—Jenny, pues. Supongo que estás solicitando ser aprendiza del maestro Chubb, ¿no?

—¡Oh, sí, señor, por favor! —replicó Jenny sin aliento, a la vez que dedicaba una mirada de adoración al corpulento cocinero pelirrojo.

Chubb frunció el ceño pensativo y la contempló.

—Mmm… Podría ser, podría ser —masculló mientras caminaba hacia delante y hacia atrás frente a ella, que le sonrió de manera encantadora. Pero Chubb se encontraba fuera del alcance de tales tretas femeninas.

—Trabajaré duro, señor —le dijo de todo corazón.

—¡Sé que lo harás! —le contestó con cierto temple—. Me aseguraré de ello. Déjame decirte que en mi cocina no se holgazanea ni se hace el vago.

Con el temor de que su oportunidad pudiera estar escapándose, Jenny jugó su baza.

—Tengo el tipo adecuado para ello —dijo.

Chubb debió admitir que estaba bien rellenita. Arald tuvo que ocultar una sonrisa, no por primera vez esa mañana.

—En eso tiene razón, Chubb —indicó, y el cocinero se giró en su dirección aceptándolo.

—El tipo es importante, señor. Todos los grandes cocineros tienden a estar… rellenitos —se volvió hacia la chica, aún considerándolo. A todos los demás les había ido muy bien aceptando a sus aprendices en un abrir y cerrar de ojos, pensaba. Pero cocinar era algo especial—. Cuéntame —dijo a la ansiosa muchacha—, ¿qué harías con un pastel de pavo?

Jenny le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—Comérmelo —respondió de inmediato.

Chubb la golpeó en la cabeza con el cucharón que llevaba.

—Quiero decir que cómo lo cocinarías —preguntó.

Jenny dudó, ordenó sus pensamientos y a continuación se zambulló en una extensa descripción técnica sobre cómo elaboraría ella tal obra maestra. Los otros cuatro pupilos, el barón, sus maestros y Martin escuchaban algo intimidados, sin la menor comprensión de lo que ella decía. Chubb, sin embargo, asintió varias veces conforme ella hablaba, e interrumpió en el instante en que detallaba cómo estirar la masa.

—¿Nueve veces, dices? —preguntó con curiosidad, y Jenny asintió, segura de dónde pisaba.

—Mi madre siempre decía: «Ocho veces para conseguir el hojaldre y una más por amor» —le respondió. Chubb asintió pensativo.

—Interesante, interesante —dijo él, y después, levantando la vista hacia el barón, asintió—. La tomaré, mi señor.

—Qué sorpresa —dijo gentilmente el barón, y después añadió—: Muy bien, preséntate en las cocinas por la mañana, Jennifer.

—Jenny, señor —le corrigió de nuevo la muchacha con una sonrisa que iluminaba la estancia.

El barón Arald sonrió. Miró al pequeño grupo ante sí.

—Y esto nos deja con un candidato más.

Echó un vistazo a su lista y levantó la mirada en busca de los angustiados ojos de Will, con un gesto de ánimo.

Will dio un paso al frente, tan nervioso que la garganta se le secó de repente de forma que su voz surgió casi en un susurro.

—Will, señor. Me llamo Will.

Capítulo 4

—¿Will? ¿Will qué? —preguntó Martin, exasperado, al tiempo que leía por encima las hojas de papel con los detalles escritos de los candidatos.

Era el secretario del barón desde hacía sólo cinco años y no sabía nada de la historia de Will. Se dio cuenta de que no figuraba ningún apellido en los papeles del chico y, asumiendo que se le había pasado por alto el error, se enfadó consigo mismo.

—¿Cuál es tu apellido, muchacho? —preguntó con severidad.

Will le miró, dubitativo, odiando la situación.

—Yo… no tengo… —comenzó, pero el barón intercedió compasivo.

—Will es un caso especial, Martin —dijo con calma y una mirada que le decía al secretario que dejara el tema. Se volvió hacia Will, a la vez que sonreía para alentarle—. ¿Qué escuela te gustaría solicitar, Will? —preguntó.

—Escuela de Combate, por favor, mi señor —contestó intentando parecer seguro en su elección.

El barón frunció el ceño y Will sintió que sus esperanzas se desvanecían.

—¿La Escuela de Combate, Will? ¿No crees que eres… un poquito bajo? —preguntó el barón con amabilidad.

Will se mordió el labio. Casi se había convencido de que si lo deseaba con la suficiente fuerza, si creía lo bastante en sí mismo, le aceptarían; a pesar de sus obvios inconvenientes.

—Aún no he dado el estirón, señor —dijo desesperado—. Todo el mundo lo dice.

El barón se pellizcó el barbudo mentón con el pulgar y el índice mientras contemplaba al chico que tenía delante. Miró a su maestro de combate.

—¿Rodney? —dijo.

El alto caballero avanzó, estudió a Will por un instante o dos y sacudió lentamente la cabeza.

—Me temo que es demasiado bajo, mi señor —dijo.

Will sintió que una mano fría le aferraba el corazón.

—Soy más fuerte de lo que parece, señor —dijo, pero al maestro de combate no le afectó la súplica. Miró al barón, descontento a las claras por las circunstancias, y meneó la cabeza.