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Ingresé en la Universidad de Bagdad pocos meses antes de la ocupación norteamericana. Estaba en la gloria. Mi condición de estudiante devolvía su orgullo a mi padre. ¡Él, el analfabeto, el viejo pocero harapiento, padre de una médico y de un futuro doctor en filología! ¡Qué mejor manera de desquitarse de tantas decepciones! Me prometí no decepcionarlo. ¿Acaso lo había decepcionado una sola vez en la vida? Quería triunfar por él, verlo confiado, leer en sus ojos arrasados por el polvo lo que su rostro disimulaba: la felicidad de recoger lo que había sembrado, una semilla sana física y mentalmente que sólo pedía germinar. Mientras que los demás padres se apresuraban a enganchar a su progenie a las ingratas tareas que habían sido su infierno y el de sus antepasados, el mío se apretaba el cinturón hasta partirse en dos para que yo pudiera seguir estudiando. Ni él ni yo estábamos seguros de que el éxito social se hallara al final del túnel, pero estaba convencido de que un pobre instruido resultaba menos patético que un pobre duro de mollera. Saber leer y rellenar formularios era, de por sí, una manera de preservar buena parte de la propia dignidad.

La primera vez que crucé el vestíbulo de la universidad no vacilé -y eso que la naturaleza me había dotado de una vista de águila- en ponerme gafas.

Así fue como conseguí impresionar a Nawal, que, cuando se cruzaba conmigo al salir de clase, se ponía roja como un tomate. Aunque no me hubiese jamás atrevido a abordarla, la menor sonrisa suya bastaba para hacerme feliz. Andaba precisamente proyectando para ella unas miríficas perspectivas, cuando el cielo de Bagdad se estrelló con extraños fuegos artificiales. Las sirenas resonaron en el silencio de la noche; los edificios empezaron a esfumarse y, de la noche a la mañana, los idilios más locos se deshicieron en lágrimas y sangre. Mis carpetas y mis romanzas ardieron en el infierno, la universidad quedó en manos de los vándalos, y los sueños, en las de los sepultureros; regresé a Kafr Karam, alucinado, desamparado, y jamás he vuelto a pisar Bagdad desde entonces.

No tenía motivos de queja en casa de mis padres. No era exigente; me conformaba con cualquier cosa. Dormía en el tejado, en un lavadero acondicionado. Mi mobiliario se ceñía a dos viejos cajones y a una cama hecha con planchas de distinta procedencia. Estaba contento con el pequeño universo que había construido en torno a mi intimidad. Todavía no tenía tele, aunque sí una radio gangosa que al menos arropaba mis soledades.

Mis padres ocupaban una habitación con balcón, que daba al patio, en el primer piso; al fondo del pasillo, del lado del jardín, mis hermanas compartían dos grandes salas atestadas de antiguallas y de cuadros religiosos adquiridos en los zocos itinerantes; unos exhibían caligrafías laberínticas, otros retrataban a Sidna Alí dejando maltrechos a los demonios o haciendo trizas a las tropas enemigas, blandiendo su legendaria cimitarra de doble hoja como un tornado por encima de las cabezas impías. Había cuadros de este tipo en las habitaciones, en el vestíbulo, encima de los marcos de las puertas. No estaban ahí para decorar, sino por sus virtudes talismánicas; preservaban del mal de ojo. Un día descolgué uno de ellos al dar una patada a un balón. Era un bonito cuadro con versículos coránicos bordados con hilo amarillo sobre un fondo negro. Se rompió como si fuera un espejo. A mi madre casi le da una apoplejía. Aún la veo, con la mano sobre el pecho y los ojos desorbitados, blanca como la tiza. Ni siete años de desgracias la habrían desangrado tan aplicadamente.

En la planta baja se hallaba la cocina y, enfrente, un cuchitril que hacía las veces de taller para Afaf, dos salas concomitantes para los huéspedes y una sala de estar inmensa cuya puerta vidriera daba a un huerto.

Cuando había acabado de recoger mis cosas, bajaba a saludar a mi madre, una mujerona bien plantada de mirada limpia a la que no habían conseguido desalentar ni las tareas domésticas ni el desgaste del tiempo. Un beso en su mejilla me insuflaba una buena dosis de su energía. Nos entendíamos con un gesto o una mirada.

Mi padre se sentaba con las piernas cruzadas en el patio, a la sombra de un árbol indefinible. Tras la oración de el-fejr, que hacía obligatoriamente en la mezquita, regresaba para desgranar su rosario en el patio, con su brazo inválido en el hueco de su vestimenta -había perdido el uso de su miembro al desmoronarse un pozo que estaba limpiando-. Menudo bajonazo había dado mi padre. Su aura de anciano se había marchitado, su mirada de patrón daba como mucho para una disensión. En otros tiempos, a veces se unía a un grupo de allegados para intercambiar apreciaciones sobre tal o cual suceso. Luego, cuando la maledicencia se impuso a la corrección, se retiró. Por la mañana, al salir de la mezquita, antes de que la calle acabase de despertar, se instalaba al pie de su árbol, con una taza de café al alcance de la mano, y escuchaba con atención los rumores cercanos como si esperara descifrar su significado. Mi viejo era buena gente, un beduino de modesta condición que no comía a diario todo lo que deseaba, pero que era mi padre y seguía siendo, para mí, lo más digno de respeto. Sin embargo, cada vez que lo veía al pie de su árbol no podía dejar de sentir por él una profunda compasión. Era sin duda digno y valiente, pero su miseria torpedeaba el aplomo que se empeñaba en aparentar. Creo que jamás se repuso de la pérdida de su brazo y que el sentimiento de vivir a costa de sus hijas estaba a punto de hundirlo.

No recuerdo haberme sentido cercano a él o haberme acurrucado en su pecho; no obstante, estaba convencido de que si daba el primer paso, no me rechazaría. El problema estaba en cómo asumir tal riesgo. Más estático que un tótem, mi viejo no dejaba que se transparentara ninguna de sus emociones… De niño, lo tomaba por un fantasma; lo oía de amanecida liar su petate para irse a su obra; salía antes de que lo alcanzara y no regresaba hasta avanzada la noche. Ignoro si ha sido un buen padre. Reservado o demasiado pobre, no sabía regalarnos juguetes y parecía no fijarse en nuestros jaleos infantiles ni en nuestras repentinas treguas. Me preguntaba si era capaz de ofrecer amor, si su estatuto de progenitor no iba a acabar convirtiéndolo en estatua de sal. En Kafr Karam, los padres se sentían en la obligación de guardar las distancias con su progenie, convencidos de que la familiaridad perjudicaría su autoridad. ¿Cuántas veces había creído entrever, en la mirada austera de mi viejo, un lejano espejismo? De inmediato recobraba la compostura y carraspeaba para que saliera pitando.

Así pues, aquella mañana, bajo su árbol, mi padre carraspeó cuando le besé solemnemente la cabeza y no retiró la mano cuando la agarré para besarla. Comprendí que no le habría molestado que le hiciera compañía. ¿Para decirnos qué? Ni siquiera conseguíamos mirarnos de frente. Una vez me senté a su lado.

Durante dos horas, ninguno de los dos consiguió articular una sílaba. Se limitaba a desgranar su rosario; yo no paraba de triturar una esquina de la esterilla. Si mi madre no me hubiese mandado hacer un recado, nos habríamos quedado así hasta el anochecer.

– Voy a dar una vuelta. ¿Necesitas algo?

Negó con la cabeza.

Aproveché para despedirme de él.

Kafr Karam siempre fue una aldea bien ordenada: no necesitábamos aventurarnos fuera para atender nuestras necesidades básicas. Teníamos nuestra plaza de armas; nuestras áreas para jugar -en general unos descampados-; nuestra mezquita, que requería levantarse temprano el viernes para pillar buen sitio; nuestras tiendas de comestibles; dos cafés -el Safir, que frecuentaban los jóvenes, y el Hilal; un mecánico bárbaro capaz de conseguir arrancar cualquier motor, siempre que fuera diésel; un ferretero que solía hacer las veces de fontanero; un sacamuelas, herbolario vocacional y curandero en sus ratos de ocio; un barbero con pinta de atleta de feria, plácido y distraído, que tardaba más en afeitar un cráneo que un borracho empedernido en introducir un hilo por el ojo de una aguja; un fotógrafo tenebroso como su taller, y un empleado de correo. También teníamos un posadero; pero como ningún peregrino se dignaba a detenerse por aquí, se recicló en zapatero remendón.